miércoles, 26 de diciembre de 2018

El niño y el mártir

Roma ha amanecido con una temperatura en torno a los 0 grados. Luce el sol, pero se siente el frío. Hay poco tráfico en las calles. Hoy, fiesta de san Esteban, es un día festivo. Imitando una tradición del Boxing Day británico, esta tarde se jugarán algunos partidos de fútbol de primera división. En Italia no se hacía desde 1971. Tras los excesos de la Navidad, hoy es un día de descanso y recuperación. La liturgia de la Iglesia nos presenta la experiencia de la muerte contigua a la de la vida. Ayer celebrábamos el nacimiento de Jesús. Hoy conmemoramos la muerte del diácono Esteban, el primer mártir de la Iglesia. Ambos acontecimientos están teñidos de alegría. Ambos nos ayudan a iluminar los extremos de la existencia: el comienzo y el fin. A primera vista, podría parecer que el recuerdo del martirio de Esteban es poco “navideño”, pero esta impresión solo cobra fuerza en quienes tienen una idea falsa de la Navidad. El niño que nace en Belén es el mismo que será crucificado en Jerusalén. Es más: solo se comprende el alcance de su nacimiento desde la fuerza de su muerte y resurrección. Se escriben antes los relatos de la pasión que los de la infancia.

Seguir a Jesús es siempre una empresa arriesgada. Lo fue al comienzo del cristianismo y lo sigue siendo hoy. Unos 215 millones de cristianos son perseguidos en todo el mundo. Algunos pagan con su vida su adhesión a Jesús. En 2017, alrededor de 3.000 cristianos fueron asesinados a causa de su fe. Cuesta hacerse cargo de este fenómeno cuando uno vive en un contexto pacífico, cuando, desde niño, ser cristiano se ha visto como “lo normal”. Es el caso de los países europeos y americanos. Pero incluso en estas zonas tradicionalmente cristianas está creciendo una especie de cristofobia. Es como si Cristo y su comunidad fueran un impedimento para la construcción de “otro mundo” sin referencias trascendentes. El anticristianismo es un sentimiento de hostilidad hacia todo lo que tenga que ver con Cristo y con la Iglesia. Es evidente que este sentimiento reviste formas y grados muy diversos según países y grupos, pero el denominador común es siempre la persecución de quienes se confiesan seguidores de Jesús. Que esto suceda en regiones dominadas por otras religiones puede tener alguna explicación, pero que se dé también en aquellos lugares que secularmente han estado impregnados por la cultura cristiana llama más la atención. Raro es el intelectual europeo que no se pronuncia públicamente en contra del cristianismo, como si hacerlo fuera una señal inequívoca de agudeza mental y de compromiso ético. Aunque también es cierto que muchos intelectuales cristianos permanecen callados, como si hubieran dado por pérdida de antemano la batalla cultural y se resignaran a vivir su fe en los cuarteles de invierno.

Debemos acostumbrarnos a una espiritualidad martirial. Creer en Jesús no sale gratis. Es una opción que comporta riesgos. Es verdad que hoy promovemos mucho la “cultura del encuentro” y del diálogo. El papa Francisco es un adalid de la superación de prejuicios y de la salida hacia quienes piensan de otra manera. Esta es la orientación principal de los cristianos. Nuestra fe no nos encierra en una fortaleza inexpugnable sino que nos impulsa a abrirnos a todos, a buscar juntos lo mejor para nuestro mundo y a establecer alianzas estratégicas. Pero Jesús ya nos advirtió de que no fuéramos ingenuos. Siempre ha habido lobos vestidos de corderos, incluso dentro de la propia comunidad cristiana. Hay que adiestrarse para el diálogo, pero hay que estar también preparados para la persecución. En la mayoría de los casos no se trata de una persecución cruenta, sino de algo más sutil y quizá más deletéreo: la ridiculización del fenómeno cristiano como residuo cultural. No es necesario que nos disparen una bala. Basta con que, un día sí y otro también, presenten la fe como un fenómeno anormal, hablen de la Iglesia como una institución corrupta y ensalcen solo a aquellos cristianos que se muestran muy  críticos con su propia comunidad. Esto último da excelentes resultados. De no advertir a tiempo esta estrategia, acabaremos siendo engullidos por una cultura que no soporta la existencia de un Padre común que tiene preferencia por los últimos y descartados. Recordar el desenlace de san Esteban protomártir nos ayuda a mantener los ojos abiertos y a pedir el don de la fidelidad y la perseverancia en tiempos convulsos.

1 comentario:

  1. Querido amigo. Es cierto lo que escribes hoy Gonzalo, aunque en mi adentro siento que existe un renacer de la espiritualidad del Evangelio, como siempre sin demasiado ruido.

    Gracias por tu alimento diario, no sólo para el alma, sino para el ánimo y el intelecto. Un abrazo de Navidad.

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