lunes, 31 de diciembre de 2018

¡Adiós a 2018!

Durante los últimos días los medios de comunicación social han presentado balances del año que termina. Es una tradición. También se hace en ambientes eclesiales. Nos gusta recordar los acontecimientos más relevantes y a los famosos fallecidos durante el año. Es una forma de hacer historia, de tomar conciencia del camino recorrido y de extraer algunas lecciones que nos ayuden a abordar con más sabiduría la nueva etapa. ¿Cómo despide un cristiano el año viejo? He titulado la entrada de hoy “¡Adiós a 2018!”. La palabra adiós es, en realidad, una apócope de la expresión “A Dios te encomiendo”. Lo que un cristiano hace es “encomendar” o “entregar” a Dios el tiempo, las acciones y las omisiones. No podemos cargar con el peso de la historia porque, aunque somos sus protagonistas, no nos pertenece del todo. Entregar lo vivido a Dios convierte el año 2018 en materia eucarística. Nosotros le presentamos “el fruto de la tierra y el trabajo del hombre” para que él transforme todo en el Cuerpo de su Hijo. De esta manera, podemos fijar nuestros ojos en el año que empieza, agradecidos por lo vivido, pero sin nostalgias excesivas y sin el peso de una responsabilidad que nos trasciende.

Como todos los años, dentro de unas horas comenzarán a desfilar las imágenes de las diversas celebraciones. Todo comienza en Nueva Zelanda y Australia y se va extendiendo como un tsunami pacífico por Asia, Europa y África hasta morir en América. Abundan las luces, los fuegos artificiales, las macrofiestas y otras múltiples tradiciones locales que los humanos inventamos para creer que somos dueños del tiempo cuando, en realidad, somos llevados por él. Estas ficciones y excesos hacen más tolerable el carácter efímero de nuestra existencia terrestre. O quizá son un símbolo que apunta a nuestra vocación celeste. Pasamos por esta vida como peregrinos. Cada año que pasa estamos más cerca de la meta, de la patria definitiva. Lo que para unos constituye un motivo de tristeza (la vida terrena se va acortando), para otros es un canto de esperanza (la vida celeste se aproxima).

Ayer domingo, fiesta de la Sagrada Familia, viví una tarde hermosa. La plaza mayor de mi pueblo natal se convirtió por unas horas en remedo de Belén (aunque, a la entrada del recinto, figuraba un letrero que decía Nazaret). Niños, jóvenes, adultos y ancianos nos dimos cita en ese espacio popular mientras por la megafonía sonaban los villancicos tradicionales y otros de factura moderna, muy rítmicos y bailables. La fachada de la iglesia se convirtió en una enorme pantalla de piedra sobre la que se proyectaban estrellas, mientras en el atrio de entrada, rodeados por pacas de paja, María, José y el Niño acogían a los visitantes. Como en todo belén que se precie, había una carpintería en la que algunos adolescentes, ataviados de época, manejaban con soltura la sierra y la garlopa. Seguía la fragua, con su fogón y su yunque de verdad. Mis sobrinos pequeños atendían con otros amiguitos la panadería. Con gracejo distribuían entre los peregrinos trocitos de bizcocho, que se acabaron pronto ante el exceso de demanda. No faltaban el molino, el aprisco con ovejas y cabras de verdad, la posada (en la que distribuían caldo y chocolate caliente), la oficina del escribano (que escribía cartas para los Reyes Magos), el castillo del procurador romano custodiado por dos soldados ataviados como exige el guion y otros rincones llenos de encanto en torno al pino colocado en el centro de la plaza. Durante más de tres horas (entre las 5 y las 8 de la tarde), Belén/Nazaret se convirtió en un verdadero “punto de encuentro” en el que vecinos y visitantes pudieron conversar, saborear algunos productos, cantar villancicos y, sobre todo experimentar lo más genuino de la Navidad: el amor que vence las barreras de las ideologías, edades, rencillas y soledades. Mereció la pena despedir el año de una manera tan popular y entrañable.


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