martes, 31 de diciembre de 2019

Dejo el 2019 en sus manos

Cuando tecleo esta entrada, en Australia ya han comenzado el 2020. Como todos los años, las televisiones y los periódicos digitales se encargan de pasarnos las imágenes de las sucesivas celebraciones del nuevo año. Aquí en Fátima todavía estamos en 2019. No sé si estamos acabando una década y empezando otra o tenemos que esperar al 2021. La polémica se reabre periódicamente. Es ocasión de interminables –y quizás estériles– discusiones. Nosotros hemos llegado ya al ecuador del Capítulo de Fátima. Esta tarde se ha completado la elección del nuevo gobierno provincial, así que, con el nuevo año, podemos entrar en la etapa de la programación del sexenio. A año nuevo, programa nuevo. Aunque apenas dispongo de tiempo para otras actividades, no quisiera terminar el año 2019, con sus 290 entradas en el blog, sin agradeceros de corazón a todos los lectores vuestra constancia y vuestro apoyo. Saber que hay muchos lectores en casi todos los países del mundo (sobre todo, en España y América) constituye una responsabilidad, pero no me produce ninguna ansiedad, porque este blog no es una cátedra, sino, más bien, una tertulia digital entre amigos. Nació así, de manera informal, nada académica, y creo que así continúa. El hecho de que, fruto del blog, tuviéramos el pasado mes de febrero un retiro con algunos de los lectores y hayamos programados dos más para febrero de 2020, es un indicador positivo del interés que muchas personas tienen por compartir caminos de espiritualidad que respondan a sus búsquedas y les permitan situarse en esta sociedad compleja.

2019 ha sido un año de protestas en muchos lugares del mundo. Han crecido los movimientos xenófobos y racistas y los bloques políticos, pero, en realidad, cada uno de nosotros podemos elegir nuestra lectura del año que termina. Para mí, más allá de los muchos acontecimientos vividos, de los países visitados (España, Italia, Portugal, Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Perú, Bolivia, India y Colombia) y de las personas encontradas, lo importante es dar gracias a Dios por el año que termina y, sobre todo, por los muchos signos visibles de su amor. ¿Cómo se pueden olvidar algunas conversaciones entrañables, cientos de eucaristías en compañía de gentes diversas, horas dedicadas a la contemplación, a la escucha y al trabajo? Es verdad que algunos momentos, considerados aisladamente, pueden resultar anodinos, pesados y hasta dolorosos, pero, contemplados en el conjunto de un año, forman parte de ese misterioso itinerario que todos vamos siguiendo hacia el encuentro definitivo con Dios. 2019 ha sido una etapa de ese camino. He aprendido más de lo que hubiera imaginado, he visto que las cosas se pueden hacer de otra manera y, sobre todo, he redescubierto la importancia de valorar a cada persona por lo que es, más allá de su estimación moral o de su reputación social. No hay ser humano indigno porque todos hemos sido queridos por Dios.

Siempre que escribo pienso, sobre todo, en los jóvenes en búsqueda. He conocido a gente extraordinaria, chicos y chicas con ganas de vivir de otra manera que no acaban de encontrar en la Iglesia una comunidad que los escuche, acoja y camine con ellos, que no los atosigue con respuestas inmediatas, que no les exija una rectitud moral para la que no han sido entrenados, que no se escandalice de sus preguntas y de su estilo de vida, que se deje cuestionar por sus críticas, que no se ponga nerviosa por sus maneras diferentes de enfocar los asuntos más controvertidos como la sexualidad, las nuevas formas familiares, la vida social y política y el futuro del planeta. Si el blog se mantiene vivo es porque mis principales interlocutores son siempre ellos, aunque intuyo que la mayoría de los lectores se sitúan en la franja entre los 40 y los 80 años; es decir, gente adulta que ha hecho ya su propio camino y que se acerca al blog buscando la confirmación de lo que ya piensan o quizá una pequeña inspiración que les permita seguir creciendo. A unos y a otros, una vez más, gracias por la aventura que hemos compartido en este año 2019. Que Dios nos siga iluminado a lo largo del año que está a punto de comenzar.


domingo, 29 de diciembre de 2019

Familia somos todos

El día de hoy, fiesta de la Sagrada Familia, merecería una entrada más pensada y mejor articulada, pero no dispongo de tiempo. El ritmo del Capítulo me absorbe casi todas las horas del día (y algunas de la noche). ¡Menos mal que el sol que luce en Fátima transmite energía y ganas de vivir! Esta sobredosis de vitamina D ayuda a sobrellevar con buen humor las tareas encomendadas. En realidad, la verdadera vitamina es el clima fraterno y jovial que se respira entre los casi 60 claretianos que forman parte de la comunidad capitular. Viéndolos a ellos (provenientes de varias regiones de España, de Portugal, Reino Unido, Santo Tomé y Príncipe, India y Zimbabue), pienso que la novedad de la familia cristiana inaugurada por Jesús es que desborda los vínculos biológicos y legales hasta incluir a todos los seres humanos. En realidad, cada familia nuclear o extendida, cada comunidad religiosa, es una parábola de la gran familia a la que todos pertenecemos: la familia de los hijos e hijas de Dios. Ya sé que en tiempos de particularismos, de afirmaciones nacionalistas, de tendencias xenófobas, de nuevos racismos, esto suena un poco a película de Disney, pero los cristianos no podemos renunciar a la utopía de Jesús. En un contexto un poco polémico, él lo dijo con claridad: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). No hay vínculo más profundo, más familiar, que el que se crea entre todos aquellos que acogen la Palabra de Dios y la ponen en práctica.

En el relato evangélico que hoy se lee (cf. Mt 2,13-23) hay cuatro veces en las que se repite una fórmula similar en la que José de Nazaret es el sujeto que “toma al niño y a su madre”. Primero es invitado a levantarse y huir a Egipto, acciones que realiza con prontitud. Luego, es invitado a levantarse y regresar a Israel, acciones que ejecuta igualmente con diligencia. Tanto el viaje de ida como el de vuelta se gestan en sueños y se ejecutan en la realidad. Es hermoso este relato en el que los tres (José, el niño y la madre) aparecen como una familia itinerante, “en salida”, por utilizar una expresión muy querida por el papa Francisco. Esta itinerancia, que no está motivada por deseos turísticos sino por necesidad de supervivencia, acrisola a esta joven familia de Nazaret. Quizá este es el mensaje que mejor puede iluminar las situaciones de muchas familias contemporáneas, sometidas también a situaciones complejas: separaciones, divorcios, precariedad laboral, problemas educativos... Lo que más une a las familias es el hecho de afrontar juntos las pruebas de la vida, por duras que sean. Solo en las dificultades y contrariedades resplandece la fuerza del amor. Huir de las pruebas, refugiarse solo en los momentos placenteros, es probablemente el mejor modo de debilitar una coexistencia que no resulta nada fácil, por más vínculos biológicos que haya.

En un día como hoy no puedo olvidarme del belén viviente que, al igual que el año pasado, se está desarrollando en mi pueblo natal. Mis sobrinos pequeños hacen de panaderos, quizás sin saber que Belén significa precisamente “casa del pan”. ¡Ojalá pudieran comprender que cuando ofrecen a los visitantes algún producto típico hecho con harina están, en el fondo, ofreciéndoles a Jesús, el verdadero pan de vida! Aunque estoy muy contento en Fátima, en una tarde como hoy me gustaría estar en Vinuesa, ser uno más de los personajes que deambulan por las callejuelas de ese belén improvisado en la plaza mayor, hablar con unos y con otros, fotografiarme junto al herrero y al carpintero, o con las lavanderas y las que ofrecen miel, fundirme con ese pueblo sencillo que supo acoger al Mesías como no supieron hacer los grandes de la época. En el fondo, ese belén popular es también una hermosa parábola del tipo de mundo al que aspiramos, un lugar en el que todos tienen su puesto y son aceptados en su diversidad. ¿Por qué el belén puede funcionar como una parábola? Porque tiene un centro en torno al cual gravita todo: Jesús, María y José. Solo caminando con ellos caemos en la cuenta de que “familia somos todos”.

sábado, 28 de diciembre de 2019

Contra soberbia, humildad

El pasado 7 de diciembre escribí: “Si me animo, voy a dedicar en los próximos días algunas entradas a comentar estas extrañas parejas de pecados y virtudes a la luz de lo que estamos viviendo y, sobre todo, de lo que la Palabra de Dios nos ilumina”. Pues sí, me he animado. Aunque hoy celebramos la fiesta de los Santos Inocentes, me ha parecido oportuno separarme un poco del contexto navideño al que ya he dedicado media docena de entradas este año. No conviene abusar de un tema. Por otra parte, el binomio “soberbia-humildad” encaja bien en el marco de la fiesta de hoy. La soberbia de Herodes (que mata para dominar) contrasta con la humildad de los niños inocentes (que mueren para confesar). Es difícil establecer la historicidad de este relato reportado solo por el Evangelio de Mateo. Lo que está claro es su mensaje teológico: Jesús, como nuevo Moisés, viene de Egipto para ser el auténtico liberador del pueblo. No olvidemos que Mateo escribe para cristianos provenientes del judaísmo. Por eso, refuerza la intención de su descripción de la “huida a Egipto” con una par de citas del Antiguo Testamento.

La soberbia se ha convertido casi en una virtud. La exhiben algunos políticos para reforzar su liderazgo. Muchos deportistas presumen de ser los mejores y miran por encima del hombro a todos los demás. Tampoco escapan de esta tentación algunos cantantes y artistas y, en general, muchos personajes públicos a los que la fama los ha vuelto engreídos. El nacionalismo excluyente es también una forma de soberbia colectiva. Considera que el propio país es mejor que los demás y margina a quienes no comparten esta idea. Se dice que la soberbia es una virtud muy clerical. Quizás hunde sus raíces en aquellos tiempos en que solo los clérigos y algunos nobles recibían una formación superior que los empujaba a despreciar a quienes no tenían acceso a ella. Hay un dicho que resume esta actitud altanera: “Fraile ventanero y monja que sabe latín no pueden tener buen fin”. El acceso a la cultura se consideraba una fuente de engreimiento. En realidad, no es fácil librarse de este virus. A veces, se manifiesta de manera altanera; otras, disfrazado de falsa humildad. El denominador común es una actitud de superioridad hacia quienes son vistos como inferiores y que provoca un trato distante o despreciativo hacia ellos. Esta superioridad puede ser física, intelectual, económica, moral, etc.

Jesús se ha presentado a sí mismo como “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). El himno de la carta a los Filipenses presenta la humildad de Jesús de manera esencial: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (2,6-7). En el Magnificat, María canta al Dios que “que ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1,48). No es fácil entender la humildad como “andar en verdad”, según la célebre expresión de santa Teresa de Jesús. En la cultura de la apariencia y del triunfo, las personas humildes son juzgadas como débiles e inferiores. Nietzsche se encargó de criticar al cristianismo por ser una fábrica de personas débiles al haber hecho de la humildad una virtud central. Y, sin embargo, no hay energía más poderosa que la que nos proporciona un conocimiento objetivo de nosotros mismos. Solo este conocimiento nos permite apreciar lo que somos sin necesidad de estar comparándonos siempre con los demás. Si algo pone de manifiesto la celebración de la Navidad es que Dios resiste a los soberbios y se acerca a los humildes.



viernes, 27 de diciembre de 2019

Al amparo de Fátima

Recorrer los 118 kilómetros que separan Lisboa de Fátima lleva alrededor de una hora y veinte minutos en coche. Yo tardé ayer un poco más por el tráfico a la salida de la capital portuguesa y porque ya había caído la noche. He venido muchas veces a este lugar. Me encanta. Desde aquí he escrito también algunas entradas del blog. He hablado sobre la invitación a “guardar todo en el corazón”, como María, del futuro de los místicos, de la respuesta que está en el viento y de la palabra de Dios como lluvia suave que empapa nuestra tierra. Hoy luce un sol espléndido. La temperatura es más propia de la primavera que del invierno. Acabamos de empezar el I Capítulo Provincial de la Provincia claretiana de Fátima, formada por las comunidades del sur de España, Portugal, Reino Unido y Zimbabue. Nos hemos juntado unas 60 personas entre capitulares y colaboradores. Hay abundancia de jóvenes. Se respira un ambiente de fraternidad y alegría, propiciado por el tiempo navideño. Estaremos aquí hasta el próximo 3 de enero. Además de evaluar la etapa pasada y de elegir al nuevo gobierno provincial, el cometido del Capítulo es diseñar la estrategia misionera para los próximos años. No se trata de hacer una planificación al estilo empresarial para colocar el “producto cristiano” en el mercado de manera exitosa, sino de discernir cuál es la voluntad de Dios en este tiempo.

Mientras el Capítulo echa a rodar, en el mundo siguen sucediendo muchas cosas. Casi todos los periódicos hacen balance del año 2019 a punto de concluir. Uno nos ofrece 46 buenas noticias para empezar 2020 con optimismo. ¿Vamos hacia una humanidad mejor o hemos enfilado ya el camino de la decadencia? Para el autor de estas “buenas noticias” (no “fake news”) es evidente que, a pesar de los muchos problemas que la asolan, la humanidad en su conjunto progresa. No estoy seguro de que las 46 “buenas noticias” reportadas sean realmente “buenas”, pero es cierto que indican una tendencia. Estoy seguro de que no sería difícil elaborar otra lista con 46 malas noticias para empezar 2020 con pesimismo, pero no es el caso. Más allá de algunos indicadores de progreso, la pregunta crucial es: ¿Sabemos adónde vamos y, sobre todo, por qué vamos? Cuando la meta no existe o está muy desdibujada, entonces es difícil juzgar si un hecho es progresivo o regresivo. Mi viejo profesor de Moral Fundamental solía repetir a menudo que “no todo lo técnicamente posible es éticamente justificable”. No por el hecho de que una cosa pueda hacerse, debe hacerse sin más.

Desde el balcón de mi cuarto diviso el cercano santuario de la Virgen y escucho las campanas de la antigua basílica. Si dispongo de tiempo, esta noche quiero participar en el rosario nocturno y en la procesión de las velas. Me gusta sentir por fuera el frío de la noche fatimense mientras por dentro siento el calor de la Madre. Venir a Fátima siempre me produce la sensación de volver a casa, como si los lugares donde se venera con especial devoción a María tuvieran un carácter hogareño que se echa mucho de menos en el mundo impersonal y frío que estamos construyendo. Creo que no es una experiencia solo mía. Se la he oído a otras muchas personas. Donde está la Madre María se hace más visible y casi tangible el amor del Dios Padre/Madre. Ya sé que, como en todo santuario, hay un negocio organizado en torno a este lugar, pero me temo que esto es inevitable en todos los fenómenos de masas. Separar el oro de la ganga es una tarea de los verdaderos peregrinos. También aquí se dan cita las dos caras de toda realidad humana: la cara luminosa de la fe (que invita siempre a la esperanza) y la cara oscura de la avaricia (que empuja al pesimismo). Creo que la primera derrota con claridad a la segunda. Esto me mantiene en pie.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Variaciones navideñas

Escribo la entrada de hoy, fiesta de san Esteban, en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Espero mi vuelo para Lisboa. Hay mucho movimiento de pasajeros. Se nota que estamos en Navidad. Aunque litúrgicamente el tiempo de Navidad se prolonga hasta la fiesta del Bautismo del Señor (es decir, hasta el 12 de enero de 2020), lo cierto es que, pasado el día de Navidad, decae la fuerza. Es como si al subidón navideño le siguiera una suave depresión. Incluso la liturgia juega con estos contrastes. Al nacimiento de Jesús le sigue el martirio de san Esteban. Esta pareja formada por el niño y el mártir expresa bien la dinámica de la vida: nacemos para morir y morimos para vivir. Este año lo he podido experimentar con más intensidad. Solo siete horas antes de celebrar la Misa del Gallo participé en la celebración de un funeral. No hay contradicción. La vida y la muerte son expresión de la gracia de Dios. No hay ningún hecho que quede fuera de su gracia. La muerte es tan navideña como el nacimiento. Más aún, en la tradición de la Iglesia, el verdadero dies natalis es precisamente el día de la muerte, porque en él nacemos a la vida definitiva.

Mientras tecleo estas notas, la persona que está sentada a mi lado en los asientos del aeropuerto mira de reojo a la pantalla de mi ordenador. No sé qué estará pensando. Es evidente que no soy un periodista. Si logra leer palabras como “Jesús” o “Navidad”, es probable que piense que soy un cura que mata el tiempo  de espera escribiendo sus reflexiones navideñas. No le falta algo de razón. Pero, en realidad, lo que hoy quiero subrayar es el hecho de que, mientras en la mayoría de los países occidentales, los cristianos podemos celebrar con paz y alegría el nacimiento de Jesús, en otras regiones del mundo resulta muy peligroso. Los cristianos siguen siendo perseguidos como en los primitivos tiempos de Esteban, el protomártir. Jesús no es un Papa Noel inofensivo, que promueve una Navidad dulzona. Este Niño es muy peligroso. En su fragilidad y vulnerabilidad, está mostrando que no ha venido a sancionar el orden existente, a mantener un mundo donde unos pocos disfrutan de muchos privilegios a costa de las mayorías empobrecidas. La estampa pacífica con que solemos presentar la Navidad contrasta con el final de la vida de Jesús y con la suerte que corren sus discípulos. Por eso, es un acierto que la fiesta de san Esteban siga inmediatamente a la Navidad.

El pasado sábado os animaba –y me animaba– a ser “portadores de alegría” durante este tiempo natalicio. He tenido oportunidad de poner en práctica mi propio consejo. En apenas cuatro días he podido visitar a personas que están atravesando situaciones difíciles por diversos motivos. He privilegiado estas visitas a otras que, a primera vista, podrían haber resultado más placenteras. No he prodigado las palabras. No he dicho eso de que “Dios está cerca de los afligidos” o frases por el estilo. Me he limitado a hacer visible esta cercanía desde una cierta torpeza emocional. No siempre es fácil encontrar los signos que resultan ininteligibles para cada persona. Hay algunas que son habladoras. Agradecen ser escuchadas. Otras son muy silenciosas. Aprecian algunas palabras oportunas. El paso de los años nos va dando a todos la capacidad de sintonizar con el carácter y el momento de cada una. La Navidad se vive de otra forma cuando multiplicamos los encuentros interpersonales porque, al fin y al cabo, la Navidad es la celebración de un encuentro maravilloso: el Dios invisible se ha encontrado con nosotros en un niño desvalido pero no abandonado. 

María y José representan a la humanidad que acoge a Dios con toda la plenitud de sus corazones. En los últimos tiempos –no sé si por el feminismo en boga o por otras razones– proliferan las imágenes en las que el niño aparece en brazos de José mientras María duerme plácidamente para recuperarse de las fatigas del parto. Además de ser imágenes llenas de ternura, me parece que expresan un gran mensaje teológico: tanto María como José han sabido adecuar sus planes personales a la palabra de Dios. Por eso, ambos se convierten en custodios del don de la Vida. En ellos no se cumple el versículo del prólogo de Juan que leímos ayer: “Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). María y José, José y María, lo han recibido con todo el cariño del mundo. No hay mejores representantes de la humanidad.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

No es una "fake news"

En un día como hoy no hay mucho tiempo para escribir. El profeta Isaías nos ha recordado en la liturgia de la misa del día: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es rey!»” (Is 52,7). ¿Hay alguna “buena nueva” mejor que el anuncio del nacimiento de Jesús? O, dicho con las palabras del evangelio de Juan, ¿hay alguna afirmación más revolucionaria que esta: “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria” (Jn 1,14)? Anoche celebré la Misa del Gallo con 40 personas. Hoy, en una mañana soleada y suave, he celebrado la misa del día con un grupo algo más numeroso, pero alejado de mis recuerdos de niño, cuando se llenaba hasta la bandera la soberbia iglesia de piedra y sonaban con brío los cánticos navideños y los villancicos. Muchos o pocos, ancianos o jóvenes, con frío o con calor, la celebración tiene fuerza por sí misma. Si tuviéramos un solo segundo de lucidez para comprender qué significa que el Verbo de Dios se haya hecho carne, saltaríamos de gozo. En el desconcierto de “fake news” (noticias falsas) que hoy nos inundan, la del nacimiento de Jesús es la única absolutamente verdadera. Quizá no estamos preparados para tanta verdad y tanta luz. Por eso, volvemos una y otra vez, año tras año.

Feliz Navidad 
a todos los lectores del Rincón de Gundisalvus

martes, 24 de diciembre de 2019

El silencio de María

¿Qué pasa cuando la realidad no coincide con nuestras expectativas? Navidad es una celebración de la vida. Donde hay vida hay alegría y esperanza. Sin embargo, la muerte no hace ninguna tregua. Las personas siguen muriendo también en estos días santos. Mueren definitivamente o mueren de soledad, tristeza o desesperación. Para quienes viven solos contra su voluntad, la contemplación de familias numerosas que se reúnen a la mesa resulta a menudo una provocación. Quienes están postrados en la cama a causa de enfermedades crónicas pueden sentirse heridos por la proliferación de villancicos e invitaciones a la felicidad. Los que están presos o han emigrado en busca de un futuro mejor, pueden sentir que la Navidad es más un martirio que una celebración gozosa. La vida es muy compleja. Junto a quienes disfrutan degustando un menú suculento y brindando por el futuro, pueden vivir personas desahuciadas, deprimidas y aisladas. ¿Es posible estar alegre cuando sabemos que hay tantas personas que sufren? ¿No es la Navidad, en definitiva, una broma de mal gusto, una forma superficial de encubrir el dolor del mundo?

En un día como hoy, víspera de la gran celebración litúrgica del nacimiento de Jesús, es bueno rescatar algún tiempo de silencio antes de visitar a los amigos, sentarnos a la mesa o participar en la Misa de medianoche. Pasear por un bosque o un parque, entrar en una iglesia vacía o retirarnos a nuestra habitación, es un ejercicio saludable antes de afrontar las fiestas que llegan. Para dar densidad a ese silencio y no abandonarnos a nostalgias o ensoñaciones, es bueno imaginar cómo fue el silencio de la joven María las horas previas a dar a luz. Ninguno de los evangelistas nos transmite una sola palabra pronunciada por María en ese trance. Conocemos algunas palabras de María en el momento de la anunciación o cuando Jesús cumplió doce años, pero ninguna durante el alumbramiento de su hijo. Lucas se limita a decirnos que María guardaba todo en el corazón, permanecía en un silencio contemplativo, rumiando todo con calma, reconociendo la huella de Dios en lo que le estaba sucediendo, admirándose de lo que estaba viviendo.

Si no queremos morir de excesos navideños, tenemos que aprender también nosotros a “guardar todo en el corazón”. Ese “todo” engloba muchas cosas que inopinadamente acuden a nuestra mente: el recuerdo de los seres queridos ya fallecidos, la nostalgia de los ausentes, la dificultad de sentir alegría cuando sabemos que muchos lo están pasando mal, los pequeños detalles que hacen de estas fechas algo diferente en el calendario del año, las preguntas que nunca nos dejan (¿Será posible que Dios se haya encarnado en un pequeño ser humano? ¿Tendrá la Navidad un sentido real o es solo el símbolo de la necesidad humana de renacer cuando todo parece ya gastado?), los encuentros superficiales y los que dejan huella, las comidas que recrean vínculos y las que nos distancian, los deseos de estar a la altura de lo que nosotros mismos deseamos a los demás, la necesidad de desconectarnos de todo para estar con nosotros mismos… Solo un silencio como el de María puede ayudarnos a unir todos los puntos dispersos hasta dibujar con ellos una silueta hermosa y con sentido. Este silencio mariano nos prepara para acoger el misterio que se produce en la noche silenciosa de la Navidad.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Las cuatro navidades

Después de un domingo pasado por agua, ha amanecido un lunes luminoso, aunque hay algunas nubes que van engordando con el paso del tiempo. En el rincón en el que me encuentro, alejado del mundanal ruido, todo me habla de mis años de niño, de raíces familiares y de sabores añejos. Estamos a dos días de la Navidad. Millones de personas viajan de un sitio a otro para celebrar estos días con sus seres queridos y volver a los lugares de la infancia. O quizás para huir de algo que les agobia y explorar nuevos escenarios y experiencias. En realidad, me parece que en estas fechas se celebran cuatro navidades que conviven, se solapan o se excluyen. 

La primera es la navidad secularizada; es decir, la de aquellos que viven estos días sin ninguna referencia religiosa. Las dos semanas libres se convierten en vacaciones de invierno. Algunos, los metidos en rollos esotéricos, juegan con los ritos del solsticio de invierno y se inventan escapadas a lugares “cargados de energía” que permiten afrontar esta nueva estación con buen ánimo. Los más ilustrados insisten en que antes de que la Iglesia cristianizara estas fechas, ya existían celebraciones paganas que honraban al Sol Invictus o adornaban árboles con regalos que simbolizaban la fertilidad y otros bienes apetecibles. Los que se lo pueden permitir van a la nieve o a lugares tropicales para buscar el sol que se resiste en el hemisferio norte. Varias corrientes ecológicas transitan también por estos caminos, que conectan con la sensibilidad de muchos jóvenes. Quizás el famoso Jingle Bells (que habla de un trineo abierto tirado por caballos que se desliza por la nieve) sería su villancico emblemático. O tal vez el Merry Christmas (War is over) de John Lennon (que quiere dar una nueva oportunidad a la paz).

Existe, por supuesto, la navidad consumista. Desde que los colores institucionales de Coca-Cola (el rojo y el blanco) se convirtieran en los colores del gordinflón Papa Noel  o de Santa Claus (reducción consumista del bueno de San Nicolás), la feria del consumo se ha adueñado de estas fechas. Abundan las decoraciones públicas y privadas, las cenas de empresa y de amigos, el intercambio de regalos, la exhibición de fantasía en espectáculos y actos de todo tipo. Lo importante es conseguir vender el mensaje de que seremos más felices si compramos una determinada marca de perfume, nos vestimos según los criterios estilistas de los famosos, regalamos las últimas novedades tecnológicas y organizamos comidas y cenas pantagruélicas en las que todos tienen que mostrar/fingir expresiones de alegría, ganas de jolgorio y espíritu festivo. Como es natural, alcanzado un cierto nivel etílico o hiperglucémico, se multiplican los villancicos, entre los que nunca puede faltar este tratado metafísico-teológico llamado Pero mira cómo beben los peces en el río. Que los excesos terminen en resacas y largas horas de cama o que se desempolven conflictos familiares latentes o que uno se prometa a sí mismo no gastar tanto el próximo año (ni siquiera en lotería) son los efectos colaterales de una “guerra” que se desea/se odia casi a partes iguales.

Para muchos (quizá, sobre todo, para los ancianos y los niños), existe también una navidad sentimental. Los niños sueñan que lleguen estas fechas. Sienten que es el periodo del año en el que se convierten en protagonistas, quizás porque pertenecen al grupo de los amigos del niño por antonomasia, el Niño Jesús. En ellos dominan sentimientos de amparo, alegría, ansiedad, cariño, expectación… Imaginan un mundo maravilloso en el que todos viven unidos, abundan los regalos y la vida es amable y hermosa. Los ancianos, por su parte, suelen vivir estas fechas prisioneros de la nostalgia. Echan de menos a las muchas personas que han conocido y que ya no se sentarán a la mesa familiar. Evocan sus recuerdos infantiles y juveniles. Suelen decir que “entonces sí eran Navidades, aunque teníamos menos cosas”. Si están rodeados de nietos, sobre ellos vuelcan su afectividad. Los niños y los ancianos establecen una secreta alianza de complicidad en contra de sus hijos/padres que han sucumbido a la tentación del realismo y ya no son capaces de soñar. Su villancico preferido está cargado de nostalgia: “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos, y no volveremos más”. Los adultos estamos en la zona intermedia. Nos debatimos entre un regreso a la infancia (como los niños), un abandono a la nostalgia (como los ancianos) o un realismo exento de poesía que piensa las Navidades en términos de presupuesto económico, horas pasadas haciendo compras o en la cocina y alteración querida/temida de los hábitos cotidianos. Ya no escribimos postales a mano, pero enviamos infinidad de WhatsApps con motivos anodinos, ocurrentes, edulcorados y hasta profundos.

Existe también –por si alguien lo dudaba– la Navidad cristiana, que casi siempre se solapa con las anteriores formando un producto ecléctico en el que no es fácil separar cada ingrediente. Esta Navidad parte de un hecho desnudo narrado por los evangelistas Mateo y, sobre todo, Lucas: que en un lugar de la Palestina romana (¿Belén? ¿Nazaret?), unos seis años antes de la actual era, nació un niño de una joven llamada María, esposada con otro joven llamado José. A ese niño le pusieron el nombre de Jesús. No hubo ningún notario que levantara acta del nacimiento que más ha afectado a la historia humana posterior. Los datos de que disponemos son muy escuetos y, además, releídos ocho décadas después en clave teológica, a la luz de los acontecimientos que se fueron sucediendo; sobre todo, la pasión, muerte y resurrección de este Jesús de Nazaret. La Navidad cristiana pone el acento en un hecho incomprensible: que el Dios eterno haya querido hacerse uno de nosotros, haya asumido nuestra frágil humanidad. Y, además, no en condiciones de esplendor y riqueza, sino en la humildad de una aldea insignificante, en el seno de una familia pobre y necesitada. Cuando cantamos Noche de paz o Adeste fideles (dos de los villancicos más famosos en todo el mundo) estamos confesando algo que ni siquiera la imaginación más excitada podría haber alumbrado. No lo hacemos por simple capricho, sino porque en ello nos va la vida. Y sí, tenemos derecho a expresar nuestra alegría, cenar juntos, brindar por el futuro, visitar hospitales o residencias de ancianos y cantar villancicos. Lo que importa es que seamos conscientes de la razón última que nos empuja a ser solidarios con los demás como Dios lo ha sido con cada uno de nosotros.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Dios está con nosotros

Hemos llegado al IV Domingo de Adviento. Ahora sí que la Navidad está a dos pasos. Es posible que nosotros tengamos otras muchas preocupaciones en la cabeza. Como el joven rey Acaz (primera lectura de hoy), podemos pensar que es más eficaz afrontar los problemas con nuestras fuerzas que fiarnos de Dios. ¿Quién no ha experimentado alguna vez la “inutilidad” de poner nuestro futuro en manos de un Dios que parece mudo y ausente? En ese contexto, el profeta Isaías le hizo un anuncio al desconfiado Acaz. El joven rey tuvo un hijo de su joven esposa (“la virgen está encinta y da a luz un hijo”). Este niño se convirtió en el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo (“le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”). Fue la prueba visible de la fidelidad del Señor a sus promesas. El pequeño se llamó Ezequías. Fue un rey bastante bueno, pero no el soberano excepcional que quizás esperaba el mismo Isaías. Por eso, el pueblo siguió esperando en un rey que cumpliera a cabalidad sus expectativas. 

El evangelio de Mateo, escrito para cristianos provenientes del judaísmo, ofrece una respuesta neta: ese rey definitivo, ese Dios-con-nosotros, es Jesús, el hijo de María. El evangelio se abre y se cierra con la misma afirmación. En el capítulo primero, Mateo escribe que “todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros»”. El evangelio se cierra con esta promesa de Jesús: “Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El mensaje es muy claro: Jesús es el Emmanuel, la verdadera presencia de Dios en medio de nosotros. Todo lo que hace y dice es una expresión del amor de Dios por su pueblo.

No me gusta prodigar las consideraciones exegéticas. Hay muchos lugares en Internet donde se pueden encontrar buenas explicaciones a los textos de cada domingo. Sin embargo,  hoy me parecía obligado extenderme un poco más de lo habitual para comprender mejor el “sueño de José”, tal como Mateo lo narra en el evangelio de este domingo de Adviento. Es un hermoso recurso literario para hacernos comprender que, al igual que José, también nosotros estamos llamados a fiarnos de Dios, por más que muchas veces no entendamos sus caminos. El mismo joven José (tal vez un muchacho de 15 o 16 años) que, al descubrir el embarazo de su joven prometida (quizás una chica de 13 o 14 años, como era lo normal en la época), “no quería denunciarla y decidió repudiarla en secreto” es el mismo que, “cuando se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer”. Entre sus planes iniciales de repudio y su resolución final de aceptación se sitúa un sueño; es decir, una experiencia de revelación. En el sueño solo el ángel habla. José no dice ni una palabra. Ha pasado a la historia como un hombre silencioso. Se deja transformar por Dios. Comprende que ese niño es algo más que un mero hecho biológico: es el signo de la presencia de Dios entre nosotros, es el verdadero Emmanuel. Jesús llevará a cabo lo que solo tímidamente Ezequías pudo realizar.

¿No es el joven José de Nazaret un buen modelo de todos los que no acabamos de entender cómo se las gasta Dios? Educados en una cultura de la sospecha sistemática y de la desconfianza, a los creyentes de hoy se nos pide lo más difícil: confiar. Nos cuesta mucho porque nos parece que quien confía pierde la capacidad crítica para abandonarse a meros sentimientos o suposiciones. La fe es precisamente un acto supremo de confianza. No se trata de una actitud irracional, pero sí de una postura que desborda los límites de la razón. Si no fuera así, la fe no dejaría de ser una variante más de nuestras ideas y emociones; por tanto, no nos sacaría de nuestro pequeño mundo. A lo más, lo decoraría un poco con el consuelo de una esperanza vana. El evangelista Mateo es un hincha de José como Lucas lo es de María. Ambos nos ayudan a comprender el proceso por el que dos seres humanos (un hombre y una mujer) experimentan la irrupción de Dios en sus vidas, expresan sus temores e inquietudes, se abren humildemente al misterio de la gracia y, por último, se rinden al amor misterioso del Padre. Para ninguno de los dos la vida fue fácil. Fiarse de Dios no significó ahorrarse las pruebas de la existencia y la noche de la fe. Pero ellos se mantuvieron firmes. Por eso, son modelos e intercesores para los hombres y mujeres del siglo XXI, tan hábiles para hacer planes e inventar cosas y tan torpes para confiar.

sábado, 21 de diciembre de 2019

Portadores de alegría

Aunque tradicionalmente el invierno comienza en el hemisferio norte tal día como hoy, el invierno de 2019-2020 comenzará mañana domingo, 22 de diciembre, a las 4.19 UTC y durará 88 días y 23 horas, finalizando el 20 de marzo de 2020 con el comienzo de la primavera. Escribo, pues, en el último día del otoño. Afuera sopla un viento racheado y llueve. El suelo está empapado tras varios días de lluvias casi continuas. He terminado la actividad que me trajo a este rincón de la sierra madrileña. Me preparo para comenzar la siguiente. Cada día tiene su propio afán. A partir de hoy, voy a vivir unos cuantos días de itinerante. Se multiplicarán las visitas y los encuentros. Comenzaré esta misma mañana visitando en el hospital a un amigo que acaba de ser operado. Quisiera que todas las visitas se inspiraran en la que María hace a su pariente Isabel y que leemos en el evangelio de hoy. Tras el encuentro con la joven de Nazaret, Isabel exclama: “En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”. Toda visita tendría que ser portadora de Shalom (paz) y alegría. ¿Cómo hacer que nuestras visitas navideñas (las que hacemos y las que recibimos) sean expresiones de esta paz y alegría que el Niño nos trae con su propia visita? ¿Cómo no dejarnos atrapar por las personas tóxicas? ¿Cómo hacer que ellas mismas experimenten otra forma de ver la vida?

Creo que la clave la ofrece el mismo relato de Lucas que describe la visita de María a Isabel. Termina con una bienaventuranza: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”. Solo podemos ser portadores de alegría a los demás cuando nosotros mismos hemos experimentado la alegría que Dios nos concede; es decir, cuando somos bienaventurados. Nuestra alegría no es el resultado de los éxitos obtenidos. No estamos alegres porque las cosas nos vayan bien (de hecho, a menudo experimentamos contratiempos), rebosemos de salud y preveamos un futuro halagüeño. Este tipo de alegría es efímero porque está constantemente expuesto a los vaivenes de la vida. Hoy nos van bien las cosas y mañana pueden cambiar las tornas. No, la verdadera alegría es un fruto de la fe. Somos bienaventurados porque creemos que Dios nos ha bendecido con el don de la existencia y con la fuerza de su amor. Somos bienaventurados porque el ángel del Señor ha pronunciado sobre nosotros las mismas palabras que sobre María: “Alégrate, lleno (a) de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,26). Somos bienaventurados porque creemos que, aunque las cosas no salgan como habíamos imaginado, “a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien” (Rm 8,28).

Si falta alegría en nuestro mundo es porque, en el fondo, falta fe. Cuando hacemos depender la alegría de nuestras conquistas o de factores externos (buen tiempo, experiencias gratificantes, etc.), estamos siempre vendidos a las oscilaciones del “mercado de la vida”. Cuando acogemos el don de Dios, la alegría será siempre como una fuentecilla que no deja de manar agua incluso en tiempos de sequía. Necesitamos personas alegres. Son ellas las que nos reconcilian con el don de la vida, las que hacen llevadera esta existencia expuesta a tantas pruebas y contrariedades. Cada persona alegre es como un faro que se enciende en medio de la noche para indicarnos por dónde va el camino. Los hombres y mujeres alegres son en, el fondo, testigos de la presencia de Dios entre nosotros, centinelas de un Absoluto que se hace visible cuando menos lo pensamos. La Navidad es un tiempo extraordinario para ser “portadores de alegría”, para pensar más en los demás que en nosotros mismos. Los relatos del nacimiento de Jesús en el evangelio de Lucas están llenos de alusiones a la alegría. Este año podemos prestar una especial atención a todas las veces que aparece la palabra “alegría” como expresión del don de Dios. ¡Ojalá este fin de semana podamos descubrir dónde mana esta fuente interior que nunca se agota!

viernes, 20 de diciembre de 2019

Hay que montar el belén

El papa Francisco ha invitado a las familias e instituciones católicas a montar belenes en las casas y los espacios públicos. Esta antigua tradición franciscana ha combinado períodos de esplendor con otros de decadencia. ¿Por qué el Papa insiste ahora en revitalizarla? Me parece que la invitación a montar el belén (o el pesebre o nacimiento) es una forma de confesión y hasta de protesta. O, si se quiere, una manera de acentuar que la fe cristiana no se disuelve en una espiritualidad vaporosa –como promueve la new age y otras corrientes actuales– sino que es una fe anclada en la historia. Los cristianos creemos que la Palabra de Dios se ha hecho uno de nosotros: Verbum caro factum est. Eso significa que Jesús no es un mito, un extraterrestre o una especie de fantasma que sobrevuela la historia. Ha tenido un cuerpo, ha nacido en un lugar (la provincia romana de Palestina), en un tiempo (algún año antes de lo que hoy denominamos siglo I) y en el seno de una familia formada por José y María de Nazaret. Aunque a veces se lo presente así, el belén no es un juego de niños, sino una clase magistral de teología narrativa: “El pesebre es un Evangelio vivo, no lo olvidemos, que nos recuerda que Dios se ha hecho hombre. Es bonito detenerse delante del nacimiento y confiar al Señor las personas, las situaciones, las preocupaciones que llevamos dentro”.

Pero no solo eso. El Papa acentúa un aspecto que conecta con nuestro tiempo: “El nacimiento es también una invitación a la contemplación. Nos recuerda la importancia de detenerse. Ante una sociedad frenética, el belén nos hace dirigir nuestra mirada a Dios, que es pobre de cosas, pero rico de amor, nos invita a invertir en lo importante, no en la cantidad de bienes, sino en la calidad de los afectos”. Recuerdo que, cuando era niño, me gustaba situarme ante el belén de mi casa y jugar con él: cambiar las ovejas de sitio, adelantar los camellos de los magos un poco cada día, añadir o quitar musgo, etc. Me gustaba, sobre todo, mirarlo con calma mientras sonaban villancicos en un viejo tocadiscos. Creo que un ejercicio de este tipo es una especie de terapia doméstica antiestrés. Recomiendo que, cuando todos se hayan retirado a descansar, nos quedemos alguna noche contemplando el belén en silencio, tal vez con una música suave de fondo. Nos sorprenderemos del poder evocador que tienen las figuritas de la familia de Nazaret, de los ángeles y pastores, de los ríos y puentes, de las colinas y palmeras, de la nueve figurada con harina o algodón. Cuando todo se lentifica, empezamos a ver las cosas de otra manera, escuchamos la “música callada” que llevamos dentro. No hay que tener miedo a estos momentos contemplativos. Sin ellos, corremos el riesgo de ser como los peces que “beben y beben y vuelven a beber”. Una Navidad sin momentos contemplativos acaba siendo asfixiante. 

Por último, “el pesebre es también imagen artesanal de la paz ante tanta violencia e individualismo que nos rodea. En el pesebre todos convergen en Jesús, que es Príncipe de la paz. Y donde está Jesús hay armonía, y nos dice que no estamos solos, porque Él está con nosotros, dándonos una vida nueva”. Un buen belén es un ecosistema que converge en el niño Jesús. De él emana una luz y una energía que devuelven la armonía a nuestro mundo caótico.  Un belén es la fiesta del Shalom, del don de Dios a la humanidad, del resumen de todos los bienes que podemos imaginar. Multiplicar los “belenes” es como ir sembrando de mensajes de paz nuestras casas y calles. El belén no es un símbolo de una religión contra otra, o de una cultura contra otra. Es un símbolo universal de reconciliación y de paz. Al menos un par de veces (en 2006 y en 2013) me ha coincidido la Navidad en la India. En todas nuestras parroquias se suele instalar un gran belén (Christmas crib) dentro de la iglesia o en sus alrededores. Siempre me sorprendía la cantidad de hindúes y musulmanes que desfilaban ante él con una actitud adorante. Contribuía más al encuentro entre creyentes de diversas religiones y a la armonía entre los vecinos el belén parroquial que muchas otras iniciativas de diálogo interreligioso. Hay símbolos que unen el cielo y la tierra.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Yo (no) soy progresista

Leo todos los días la sección La Contra del periódico catalán La Vanguardia. Casi todos los personajes que desfilan por ella se declaran “progresistas”. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias (apóstoles del progresismo) firmaron hace semanas un acuerdo para formar en España un gobierno “progresista”. Se dice que quienes apoyan al papa Francisco en su plan de reforma de la Iglesia son “progresistas”. (No entro ahora en la doctrina política denominada “progresismo”)¿Qué demonios quiere decir este cacareado adjetivo que se aplica a realidades tan heterogéneas? Parece que el sentido no es unívoco. De hecho, el diccionario de la RAE dice algo tan vaporoso como que progresista es toda persona o colectividad “de ideas y actitudes avanzadas”. Estamos casi igual. Si buscamos el término avanzado, el diccionario nos proporciona esta definición: “que se distingue por su audacia o novedad en las artes, la literatura, el pensamiento, la política, etc.”. La audacia y la novedad parecen ser las dos notas que caracterizan a las personas que se autodenominan progresistas y, por lo tanto, avanzadas. No hay ninguna connotación axiológica. Pero no todo lo audaz y nuevo significa automáticamente progreso en el desarrollo de la humanidad.

Si por “progresista” se entiende a alguien que desea y promueve el desarrollo de la ciencia y de la técnica al servicio del ser humano, la lucha contra las desigualdades, la extensión y mejora de la educación y la sanidad, la preocupación por el planeta, la defensa y promoción de los derechos humanos, la superación de barreras y fronteras, la creatividad en el arte, etc., entonces me considero progresista. Pero si –como sucede a menudo con algunos partidos políticos de izquierda– en el mismo paquete se mete el derecho al aborto y la eutanasia, la maternidad subrogada, las trabas a una educación de acuerdo a las convicciones de los padres, la ideología (que no perspectiva) de género, la promoción de la lucha de clases, etc., entonces no me considero progresista. Lo que importa no es la etiqueta que nos ponemos o que concedemos a los otros, sino lo que hay dentro del paquete. Una de las perversiones del lenguaje es etiquetar con palabras prestigiadas (como “progresista”) realidades que no se corresponden con el sentido auténtico de esas palabras. ¿Es “progresista” (es decir, promueve el desarrollo de la humanidad) defender el aborto como un derecho? Quizá no hay una perversión mayor. La vida nos va enseñando a no dejarnos seducir por el lenguaje. También aquí vale el dicho de Jesús: “Por sus frutos los conoceréis”.

Creo que no hay nada más progresista que aquello que hunde sus raíces en la tradición. Sin savia, ningún árbol puede producir frutos. Si algo vivimos los cristianos en la Navidad es que Dios ha querido manifestarse como hombre, de manera que todo lo que hacemos por promover la verdadera vocación del ser humano significa dar gloria a Dios. En las últimas décadas se cita con mucha frecuencia la célebre frase de san Ireneo (“gloria Dei vivens homo”, la gloria de Dios es el hombre viviente), pero, por razones que ignoro, se desgaja de la segunda parte, que reza así: “et vita hominis visio Dei” (y la vida del hombre es la visión de Dios). Quien cree en Dios promueve al máximo el desarrollo pleno del ser humano, es “progresista” en el sentido más noble del término. Pero, al mismo tiempo, sabe que la vida plena no se reduce a una buena educación, salud y protección social, sino que aspira a la visión de Dios. Solo quienes mantienen los dos polos unidos son los verdaderos “progresistas”, los que contribuyen al desarrollo de la humanidad. Me temo que muchos de los que se autodenominan así han perdido un ala por el camino.