martes, 3 de diciembre de 2019

Aprender a perder el tren

Desde este lugar, encaramado sobre una de las montañas que rodean la ciudad de Medellín, el espectáculo es impresionante. De noche se ve la ciudad como un manto de luces que trepan por las laderas. La temperatura desciende hasta los 18 grados. Se puede dormir con sosiego. Han cesado ya los cohetes y fuegos artificiales que nos mantuvieron despiertos la madrugada del 1 de diciembre. Los casi 50 claretianos de América que nos hemos dado cita en “Villa Claret” arrancamos ayer con la sesión inaugural y media jornada de retiro. Ha comenzado la lluvia de interpelaciones. Nos acompañará hasta el final. Hay en la Iglesia una cierta tendencia al autoanálisis y a veces a la autopunición, quizá como consecuencia de los malos hábitos creados por una deficiente práctica del sacramento de la confesión. Nos preguntamos constantemente cómo ser más auténticos, cómo conectar con las nuevas generaciones, cómo renovar nuestro lenguaje, cómo ser más incisivos, cómo acompañar a las personas, cómo responder a los retos (esta palabra no puede nunca faltar en reflexiones de este tipo) que la sociedad de la información nos presenta, cómo escuchar a los pobres y otras muchas cosas. Esto nos mantiene despiertos, nos ayuda a caer en la cuenta de errores y omisiones, estimula la formación permanente y la creatividad pastoral, pero también acaba agotándonos. Cada vez me convenzo más de que no es necesario subirse a todos los trenes que pasan por delante de nosotros para vivir una propuesta fresca, auténtica y profunda. Empiezo a estar un poco harto de los discursos que acusan siempre a la Iglesia de haber perdido el tren de los intelectuales y de los obreros (en el siglo XIX), el de los jóvenes (en el siglo XX) y el de la mujer (en el siglo XXI). Me revientan estas simplificaciones que resultan muy impactantes, pero falsean la realidad.

Es probable que hayamos perdido algunos de esos famosos trenes, pero la Iglesia sigue siendo una comunidad viva, en continua renovación, mientras que otras muchas instituciones y voces que llevan siglos pronosticando su desaparición han dejado de existir o de ser relevantes. La razón última no es que la Iglesia sea muy hábil, establezca siempre alianzas con los poderes políticos y económicos que pueden sostenerla o se vuelva camaleónica según los lugares y tiempos, como suelen argüir sus críticos. La razón es más sencilla, profunda y desconcertante, incluso para los propios cristianos: la Iglesia está viva porque es guiada por el Espíritu de Jesús. Incluso cuando parece morir, esa muerte forma parte de su propio misterio pascual. Es posible que, a primera vista, pierda algunos de esos llamados trenes de la historia, que no esté siempre en las vanguardias, ni siquiera en las éticas, pero esto no significa que no sea una comunidad viva. Cada vez me convenzo más de que los tiempos tranquilos de la Iglesia (que algunos los llamarían paralizantes) son los que permiten un discernimiento sereno que acaba teniendo más incidencia y eficacia que las medidas rápidas y cortoplacistas a que nos tienen acostumbrados los políticos, las empresas y los medios de comunicación social. No llega antes quien corre más deprisa, sino quien sabe por dónde discurre el camino y dosifica sus fuerzas. En el fondo, no hay mejor forma de perder el futuro que subirse siempre al primer tren que pasa sin saber muy bien a dónde se dirige.

Me he dado cuenta de que a algunos jóvenes intelectual y espiritualmente inquietos les gusta conversar con personas mayores porque ya están hartos del discurso tecnológico imperante y buscan sabiduría. No necesitan más de lo mismo, sino un enfoque vital que suponga una alternativa al pensamiento que hoy se impone. Esta alternativa solo es posible cuando uno vive abierto al futuro, pero sin la ansiedad de quien siempre quiere estar a la última y es esclavo del último libro que lee, de la última conferencia que escucha o de la última moda que recorre las redes sociales. Sin un poco de sosiego y de distancia, no es posible decantar las cosas, distinguir el bien del mal, lo efímero de lo duradero, lo importante de lo secundario. En el fondo, no hay nada más viejo que la moda. Creo que la Iglesia es garantía de futuro porque su propuesta nace continuamente de la novedad de Jesús, de la creatividad del Espíritu (tantas veces contracultural), y no de los dictados cambiantes y contradictorios de las modas o de continuas ocurrencias para llamar la atención. Espero que los lectores del Rincón no entiendan la entrada de hoy como una cerrazón a las novedades que nos traen la ciencia y la técnica, sino solo como una humilde advertencia contra la ansiedad de quien, por querer estar a la última, acaba por ser insignificante.

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