sábado, 28 de diciembre de 2019

Contra soberbia, humildad

El pasado 7 de diciembre escribí: “Si me animo, voy a dedicar en los próximos días algunas entradas a comentar estas extrañas parejas de pecados y virtudes a la luz de lo que estamos viviendo y, sobre todo, de lo que la Palabra de Dios nos ilumina”. Pues sí, me he animado. Aunque hoy celebramos la fiesta de los Santos Inocentes, me ha parecido oportuno separarme un poco del contexto navideño al que ya he dedicado media docena de entradas este año. No conviene abusar de un tema. Por otra parte, el binomio “soberbia-humildad” encaja bien en el marco de la fiesta de hoy. La soberbia de Herodes (que mata para dominar) contrasta con la humildad de los niños inocentes (que mueren para confesar). Es difícil establecer la historicidad de este relato reportado solo por el Evangelio de Mateo. Lo que está claro es su mensaje teológico: Jesús, como nuevo Moisés, viene de Egipto para ser el auténtico liberador del pueblo. No olvidemos que Mateo escribe para cristianos provenientes del judaísmo. Por eso, refuerza la intención de su descripción de la “huida a Egipto” con una par de citas del Antiguo Testamento.

La soberbia se ha convertido casi en una virtud. La exhiben algunos políticos para reforzar su liderazgo. Muchos deportistas presumen de ser los mejores y miran por encima del hombro a todos los demás. Tampoco escapan de esta tentación algunos cantantes y artistas y, en general, muchos personajes públicos a los que la fama los ha vuelto engreídos. El nacionalismo excluyente es también una forma de soberbia colectiva. Considera que el propio país es mejor que los demás y margina a quienes no comparten esta idea. Se dice que la soberbia es una virtud muy clerical. Quizás hunde sus raíces en aquellos tiempos en que solo los clérigos y algunos nobles recibían una formación superior que los empujaba a despreciar a quienes no tenían acceso a ella. Hay un dicho que resume esta actitud altanera: “Fraile ventanero y monja que sabe latín no pueden tener buen fin”. El acceso a la cultura se consideraba una fuente de engreimiento. En realidad, no es fácil librarse de este virus. A veces, se manifiesta de manera altanera; otras, disfrazado de falsa humildad. El denominador común es una actitud de superioridad hacia quienes son vistos como inferiores y que provoca un trato distante o despreciativo hacia ellos. Esta superioridad puede ser física, intelectual, económica, moral, etc.

Jesús se ha presentado a sí mismo como “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). El himno de la carta a los Filipenses presenta la humildad de Jesús de manera esencial: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (2,6-7). En el Magnificat, María canta al Dios que “que ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1,48). No es fácil entender la humildad como “andar en verdad”, según la célebre expresión de santa Teresa de Jesús. En la cultura de la apariencia y del triunfo, las personas humildes son juzgadas como débiles e inferiores. Nietzsche se encargó de criticar al cristianismo por ser una fábrica de personas débiles al haber hecho de la humildad una virtud central. Y, sin embargo, no hay energía más poderosa que la que nos proporciona un conocimiento objetivo de nosotros mismos. Solo este conocimiento nos permite apreciar lo que somos sin necesidad de estar comparándonos siempre con los demás. Si algo pone de manifiesto la celebración de la Navidad es que Dios resiste a los soberbios y se acerca a los humildes.



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