sábado, 14 de diciembre de 2019

Adorar, interceder, agradecer

Estoy un poco confundido. Había pensado escribir sobre la conferencia que di ayer en el XLV Convegno di Vita Consacrata en el aula magna de la Universidad Urbaniana de Roma, pero a primera hora de hoy me han llegado noticias del ataque violento a nuestra iglesia del Corazón de María de Antofagasta en Chile. Estuve allí, un lugar entre el océano y la cordillera, a primeros de mayo de este año; por eso, me resulta más doloroso lo que acaba de suceder. A la espera de recibir noticias más precisas, puedo decir que los violentos (más de doscientas personas) irrumpieron en la iglesia a eso de las 22,45 de ayer, derribaron imágenes, tiraron por el suelo ornamentos y libros, sacaron bancos y sillas para formar barricadas, realizaron pintadas en el altar y otros lugares, etc. Es un síntoma más de la grave situación por la que atraviesa Chile. A las justas reivindicaciones, se añaden actos de rabia y aun de violencia. La Iglesia está en el punto de mira. Los numerosos casos de abusos a menores han sido el detonante de una ira acumulada. Sé que no es fácil manejar una situación como esta. No hay que perder la calma. Profanar una iglesia es un acto execrable, pero más todavía profanar las vidas de los más pequeños y vulnerables. Lo malo es que, en esta ceremonia de la confusión y la protesta, suelen pagar justos por pecadores. 

Cuando ayer di mi conferencia en la Universidad Urbaniana todavía no se habían producido los sucesos de Antofagasta. El tema general del congreso era “La misión de la vida consagrada en un mundo que cambia”. A mí me asignaron la última intervención, que llevaba por título “¿Cómo ora un misionero? Espiritualidad de la misión de los consagrados”. Para aprovechar al máximo el tiempo disponible, preferí leer el texto que había preparado. No suelo hacerlo casi nunca. Me gusta hablar “a braccio”; es decir, espontáneamente. Ayer fue una excepción. Procuré partir de mi experiencia personal y de lo que he visto en muchos misioneros en varias partes del mundo. Dibujé un itinerario en tres etapas: la adoración, la intercesión y la acción de gracias. 

Lo primero que hace un misionero es admirarse de la obra de Dios en las personas. Antes de que nosotros pronunciemos una palabra, Dios ha llegado al corazón de los seres humanos en forma de inquietud, pregunta, zozobra, duda o respuesta. Mientras va de camino, después de haber asentido a la voz de Dios, el misionero ora haciendo un viaje a la profundidad de las cosas y de las personas. Se convierte así en un “buceador” en el océano de la realidad. No se contenta con las apariencias o las estadísticas. No reduce su misión a subvenir a las necesidades materiales de las personas, aunque le preocupe mucho su bienestar. No es un mero trabajador social o el representante de una ONG llamada Iglesia católica. Busca ante todo rastrear las huellas del misterio de Dios en cualquier hombre o mujer, en cualquier acontecimiento o experiencia porque sabe que Dios es el mejor “tesoro” del ser humano. Con el salmista, canta: “Tú eres mi dueño, mi único bien, nada hay comparable a ti” (Sal 16,2).

El contacto con los hombres y mujeres nos hace descubrir las muchas necesidades que todos tenemos. Es normal que en la oración privada y pública del misionero aparezcan con mucha frecuencia nombres de personas y de situaciones porque su espiritualidad se nutre del encuentro con ellas. Puede interceder por una mujer que piensa abortar, por un toxicómano enfermo de SIDA, por una familia sin hogar, por un desempleado que no llega a fin de mes, por un preso a quien nadie visita, por un joven que busca su vocación… y hasta por un cura pedófilo y un político corrupto. Nadie queda fuera de su oración de intercesión porque está convencido de que todo el mundo busca y necesita a Jesús. Hay un anciano obispo claretiano que ha vivido como misionero más de 50 años en Brasil. Se llama Pere Casaldáliga. Tomo prestados unos versos suyos para expresar una hermosa dimensión de la oración misionera: la intercesión por las personas, con sus nombres y apellidos, que vamos encontrando en el camino de la vida: “Al final de la vida me preguntarán: ¿has amado?…/ Y yo no diré nada. / Mostraré las manos vacías / y el corazón lleno de nombres”.

Es verdad que el misionero también pide perdón por sus errores y pecados, pero, bendecido con los muchos signos de gracia que contempla en el corazón de las personas, es, ante todo, un hombre o una mujer que practica la acción de gracias. Da gracias a Dios por haberlo enviado, por haberlo puesto en contacto con nuevos lugares y personas, por el desafío de abrirse a nuevas culturas y aprender nuevas lenguas, por darle paciencia y sentido del humor para relativizar las dificultades que encuentra en su misión. Pero, por encima de todo, da gracias a Dios lleno de alegría –como Jesús– porque Dios ha querido revelar sus misterios a la gente sencilla (cf. Lc 10,21). Da gracias –como María– porque a través de su pequeñez Dios ha hecho obras grandes, ha derribado del trono a los poderosos y ha enaltecido a los humildes, ha colmado de bienes a los hambrientos y a los ricos los ha despedido sin nada (cf. Lc 1,47-55). Da gracias –como Pablo– por la fe de las personas a las que ha sido enviado (cf. Rm 1,8), por los dones de palabra y conocimiento que ha descubierto en ellas (cf. 1 Cor 1,5) y por la colaboración en el anuncio del Evangelio (cf. Filip 1,5). La acción de gracias que el misionero practica en el “viaje de vuelta” es un canto a la acción del Espíritu de Dios en el corazón de los seres humanos. Porque está convencido de ella, puede practicar el diálogo cultural, ecuménico e interreligioso sin tener conciencia de estar traicionando el Evangelio. Más aún, agradecido porque Dios va derribando muros que los seres humanos hemos construido, va abriendo caminos que nunca podremos roturar con nuestras solas fuerzas. La gratitud es, en el fondo, la base espiritual para la audacia misionera.

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