martes, 17 de diciembre de 2019

La fuerza del pasado

Hoy comienza la recta final que nos conduce a la Navidad. Son nueve días en los que la liturgia parece acelerarse. Las célebres antífonas de la O ponen un punto de emoción y sobrecogimiento. El Evangelio de hoy propone la  genealogía de Jesús tal como la cuenta Mateo, un artificioso sistema dividido en tres grupos de catorce generaciones que desemboca en Jesús: “Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo”. Como es bien sabido, Mateo incluye en su genealogía a cuatro mujeres que entraron a formar parte del pueblo de Israel de forma irregular: Tamar (Gn 38,1-30), Rajab (Jos 2,1-21), Rut (Rut 1-4) y Betsabé (2 Sm 11-12). 

La meditación sobre el origen humano de Jesús es un estímulo para meditar también sobre nuestro origen. Es este un ejercicio periódico muy recomendable, aunque no fácil de hacer. Hay personas que se glorían de tener antepasados nobles o famosos; para ellas el pasado es fuente de seguridad y aun de orgullo. Continuamente hablan de él; a menudo, un supuesto pasado glorioso enmascara la mediocridad del presente. Otras, por el contrario, se avergüenzan. Les cuesta aceptar que sus antepasados fueron pobres o sufrieron algunas taras que tal vez ellas mismas han heredado. Apenas hablan del pasado, lo ocultan o lo maquillan. No es fácil manejar nuestro pasado con verdad y serenidad. Todos tenemos una memoria selectiva que va más allá de los pocos o muchos datos documentales. Lo que determina nuestra manera de relacionarnos con el pasado no es tanto lo que, de hecho, sucedió, sino el significado que nosotros le atribuimos y, en consecuencia, la actitud que adoptamos ante él.

Me he encontrado con personas que apenas recuerdan nada de lo que vivieron en su infancia, adolescencia y juventud. Es como si hubieran formateado una parte de su disco duro. Emergen de vez en cuando recuerdos borrosos, pero falta un cordón de sentido que una las perlas sueltas. Hay otras personas, sin embargo, que parecen ancladas en su pasado; sobre todo, algunas que vivieron experiencias muy traumáticas y dolorosas de abusos, desprecios, humillaciones, abandonos o rupturas. Es como si cada día reabrieran el libro de su vida en la misma página. Muchas de estas personas sienten la necesidad compulsiva de volver una y otra vez sobre los mismos recuerdos. Buscan algún alivio en mantenerlos siempre vivos, como si la superación fuera, en el fondo, una claudicación, la confesión de la propia  derrota frente a los victimarios triunfadores. Entienden la existencia como un permanente ajuste de cuentas porque consideran que la vida las ha tratado mal. Sienten envidia de quienes parecen felices y confiados. No les basta con recordar y aclarar lo sucedido una y mil veces. Necesitan además identificar a los posibles culpables de sus desgracias y condenarlos. Les parece que el único resarcimiento posible a las afrentas sufridas es señalarlos con el dedo en la plaza de la opinión pública y someterlos a una humillación parecida a la que ellas experimentaron. 

Respeto mucho los caminos de cada persona porque no es fácil juzgar desde fuera las batallas que cada uno de nosotros libramos dentro. Toda historia es sagrada y debe ser, ante todo, acogida con temor y temblor, con amor infinito y empatía. Toda víctima es, en el fondo, un sacramento del Cristo humillado y crucificado, un santuario. Desde el respeto, la cercanía y la comprensión, ¿cómo ayudar a estas personas a caer en la cuenta de que la vuelta incensante a sus heridas no es un camino sanador y liberador a largo plazo, aunque pueda proporcionar algún alivio momentáneo? Conocer el pasado nos ayuda a vivir con verdad, justicia y esperanza, pero a condición de que no hagamos de él un arma arrojadiza, por más razones y motivos que tengamos para proceder así. Incluso cuando hemos sido víctimas de otras personas y de las circunstancias, lo que más nos ayuda a seguir adelante es nuestra capacidad de dar un nuevo significado a lo vivido. Me duelen las personas que no pueden dar este paso por bloqueos psicológicos o porque tal vez no han recibido la ayuda necesaria para darlo. Sufro cuando las veo encerradas en una cárcel de la que nunca pueden salir, incapaces de descubrir dentro de ellas mismas la fuerza de su liberación. Toda terapia psicológica y espiritual fracasa cuando uno hace de las heridas del pasado una fuente permanente de sufrimiento y deseos de venganza y no quiere salir de ahí. Da igual que pasen diez, veinte o cincuenta años. El tiempo nunca cierra las heridas, sino que las mantiene vivas, las alimenta, hasta el punto de hacer del sufrimiento un triste modus vivendi. No es posible permanecer indiferentes ante estas historias. Toda persona que sufre es un aldabonazo en nuestra conciencia. Necesita ser abrazada, escuchada y acompañada.

¿Tiene algo que ver la Navidad con todo esto? Mucho, todo. Si algo celebramos en este tiempo es que la gracia de Dios se ha abierto paso, no a través de una historia lineal, inmaculada, perfecta, sino por los entresijos de las contradicciones y fragilidades humanas. La familia de Jesús, por más elaboraciones teológicas que los evangelistas hagan, no difiere mucho de cualquier otra. Ha tenido personajes luminosos y sombríos, historias de fidelidad y traición, triunfos y fracasos. Desde esta perspectiva, podemos también contemplar nuestra propia historia con los ojos de Dios y ayudar a otros a ver la fuerza de la gracia bajo la superficie de experiencias dolorosas. Lo que más importa no es tanto que hayamos nacido en una familia rica o pobre, psicológicamente estable o desestructurada, famosa o desconocida, sino que, desde una fuerte experiencia del amor de Dios manifestado en el pequeño Jesús, aprendamos a valorar cada gesto de amor recibido, a relativizar los olvidos y negligencias y, sobre todo, a perdonar los agravios sufridos. Solo el perdón hace del pasado una fuerza de futuro. La Navidad, aunque hace memoria de las raíces de Jesús (este es el sentido de la genealogía), nos proyecta a un futuro de esperanza. La fuerza del pasado no debe oprimirnos como una losa, sino que tiene que proporcionarnos savia para crecer y madurar. Como esto no se logra solo a base de buena voluntad y ejercicios psicológicos, necesitamos pedir este don humildemente como el mejor regalo que podemos recibir en este tiempo en el que celebramos la presencia de Dios entre nosotros.


Frente a este mensaje esencial, pasa a un segundo plano que el papa Francisco cumpla hoy 83 años (Muchas felicidades, Santidad) , que esta sea la entrada 1.250 del blog o que ayer yo participase en la entrega de premios a los mejores deportistas del año organizada por el Circolo Canottieri Aniene en el Parque de la Música de Roma, a diez minutos de mi casa. Por cierto, las interpretaciones musicales de mi amigo Lorenzo Porzio y su orquesta y de la pianista Cristiana Pegoraro fueron magistrales. Pusieron un contrapunto musical a la sucesión de vídeos, entrevistas y regalos. Me sorprendieron la altura y el aplomo del tenista Matteo Berrettini y la simpatía y el porte de la nadadora Federica Pellegrini. Lo malo es que me fui a la cama pasada la medianoche. En fin, cosas de este tiempo prenavideño.

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