lunes, 17 de septiembre de 2018

Todos somos subcampeones

El sábado concluí el taller de trabajo con los dos equipos: el CESC (Vic, Barcelona) y La Fragua (Los Negrales, Madrid). Por la tarde fuimos al cine. Vimos juntos Campeones, una película estrenada en abril que hasta ahora no había tenido oportunidad de ver. Ha sido elegida para representar a España en los Oscar de 2019. En la sesión de las 4,15 de la tarde había poca gente en la sala de cine. A esa hora del sábado muchos apuran la sobremesa o duermen la siesta. La imagen, el sonido, las butacas y la climatización eran excelentes. Me pasé más de dos horas riendo como no lo había hecho desde hacía semanas. Y, en algún momento, me sorprendí con una lágrima rodando por la mejilla derecha. La película sorprende, emociona, divierte y conmueve. La interpretación de Javier Gutiérrez como entrenador de un equipo de baloncesto formado por personas con discapacidad intelectual es creíble, potente y brillante. La película cuenta una historia que podría ser real, pero es, sobre todo, una parábola. Cada espectador ve lo que quiere ver. O quizá lo que necesita ver.

Aparte del disfrute estético y de la sacudida emocional, yo me quedo con dos lecciones: autenticidad y humildad. Las personas normales nos entrenamos cada día en el arte de la hipocresía. A menudo, la educación consiste en enseñarnos a ocultar lo que somos y queremos, a mostrar una cara que no se corresponde con nuestro interior. El personaje social acaba comiéndose a la persona que realmente somos. Pagamos un alto precio. Vivimos como si fuera otra persona la que vive dentro de nosotros. Los miembros discapacitados del equipo de baloncesto no tienen nada que esconder. Desnudan al espectador con su manera directa de hablar y comportarse. Lo confrontan con la verdad de sí mismo. Lo obligan a no andarse con tapujos y miramientos. Marco, el entrenador interpretado magistralmente por Javier Gutiérrez, vive un momento personal difícil. Lo han despedido del trabajo y ha roto con su novia. Acepta a regañadientes entrenar al equipo como una prestación social para librarse de la cárcel por conducir ebrio, provocar un accidente y no respetar a la autoridad. Poco a poco, cree que puede hacer algo “por esos chicos”. Se siente importante. Al final, son ellos los que lo sacan de su solipsismo y mal humor y le devuelven la humanidad perdida. Cuando, acabado su servicio, el entrenador se despide, Rubén, uno de los chicos, le dice una frase parecida a esta: “Nos ha faltado un poco de tiempo para cambiarte del todo”. ¿Cómo podemos ser felices cuando nos pasamos todo el día tratando de ser lo que no somos, maquillando emociones, escondiendo sentimientos, huyendo hacia adealnte e intentando ser educados para que nadie tenga nada que reprocharnos?

Con ayuda de su paciente y convertido entrenador, el equipo de discapacitados llega a la final de la liga de baloncesto. Mediante un chantaje urdido por Marco y su novia al dueño del restaurante que explota a uno de los chicos, consiguen el dinero suficiente para viajar a Tenerife, donde se juega la ansiada final. El pabellón estalla con los gritos y cantos de los hinchas locales. Tras los titubeos iniciales, Los Amigos (que así se llama el equipo de los discapacitados) acarician la victoria, pero en los últimos segundos un triple de Los Enanos (el equipo contrincante canario) se la arrebata. Los Campeones son, en realidad, subcampeones. Marco, el entrenador reacciona con rabia. Soñaba con la victoria. El segundo puesto le parece una frustración. Los jugadores, por el contrario, se abrazan a los vencedores y celebran la medalla de plata como si hubieran conquistado el Everest. No es necesario triunfar para tener éxito. Ellos han perdido la final por uno o dos puntos, pero han logrado mucho más de lo que esperaban: formar un equipo compacto, desarrollar sus cualidades cenestésicas, disfrutar del juego y de los viajes y, por si fuera poco, humanizar a su entrenador y ayudarle a reconciliarse con su novia y su madre. Marco, el entrenador, quería cambiarlos a ellos, hacerlos un poco más normales. Él era el técnico; los chicos eran unos aprendices sin cualidades ni destrezas. Los discapacitados del equipo no querían cambiar a nadie. Solo pretendían disfrutar siendo ellos mismos. Al final, su autenticidad y su humildad producen una cascada de transformaciones en el resto de los personajes y quizá también en algunos espectadores.

Coque Malla se encarga de poner fondo musical a este emocionante proceso con su canción Este es el momento. Los espectadores salimos tarareándola, comentando algunas de las frases más ingeniosas del guion y preguntándonos en qué consiste ser un tipo normal en una sociedad de hipócritas y engreídos como la que vivimos. Quizá comprendimos mejor que los verdaderos campeones somos siempre subcampeones. No hace falta triunfar para tener éxito y ser feliz. Caía suavemente la tarde. Las nubes nos protegían del sol poniente.








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