domingo, 13 de noviembre de 2016

Esto se acaba, ¿sí o no?

En el reciente viaje a Israel, uno de nuestros guías –joven cristiano palestino– nos repitió varias veces que él estaba convencido de que el fin del mundo estaba próximo. Por todas partes veía señales de esta inminencia. Hablaba del “nuevo orden mundial”, del calentamiento del planeta y de conspiraciones de diverso tipo. No lo decía con rabia sino esbozando una sonrisa, como si, en el fondo, estuviera deseando que esto acaeciera cuanto antes. Lo interpretaba como una liberación y como el triunfo definitivo del Señor Jesús. ¿Quién puede saber cuándo se producirá el fin del pequeño planeta tierra y del enorme universo? Alguna vez leí que los científicos le calculan todavía –salvo intervenciones humanas desgraciadas– unos 500 millones de años, lo cual no es mucho teniendo en cuenta los larguísimos períodos evolutivos.  Pero, ¿habla de este final cósmico la liturgia de este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario? Creo que no. Jesús nunca se pronuncia sobre plazos y fechas. Él, con un lenguaje apocalíptico muy propio de la época, se refiere a otro final que se produce cuando él llega. No fue fácil entender su mensaje para las primeras comunidades cristianas (basta ver las confusiones que reinaban entre los Tesalonicenses, como lo atestigua la segunda lectura de hoy) ni nos resulta fácil hoy.

La semana pasada, estando en Jerusalén, tuve oportunidad de ver lo que queda del grandioso templo de Herodes que contempló Jesús. En realidad, muy poco: algunas enormes piedras del muro de contención en el lado occidental. Todas las excavaciones en curso no han logrado hallar nada significativo. Se ve que Tito, en el año 70, y los posteriores invasores de Jerusalén hicieron una destrucción en toda regla. Pero, viendo la superficie inmensa sobre la que estaba asentado y leyendo textos de Flavio Josefo, uno se hace una idea aproximada de su magnitud. Por eso los rabinos solían decir que “quien no ha visto el templo de Jerusalén no ha contemplado la más bella de las maravillas del mundo”. Cuando se escribe el Evangelio de Lucas (hacia mediados de los años 80 del siglo I) el templo ya ha sido destruido por los romanos, así que no es extraño que los cristianos apliquen algunas palabras enigmáticas del Maestro a una realidad contundente. Quieren mostrar que él ya había previsto la destrucción.

Pero Jesús no se refiere tanto a hechos cósmicos o históricos sino al final que se produce cuando uno, en medio de los avatares de la historia (siempre complejos), se decide a creer en él. Entonces, acontece un final que anticipa el final definitivo. La fe es la experiencia de vivir en Jesús en un mundo corrupto, injusto y peligroso, en un mundo en el que hay terremotos, guerras, calamidades, persecuciones, injusticias. ¿Cuándo el mundo de los hombres no ha sido así? Lo ha sido siempre… y siempre lo será porque llevamos dentro el virus de la destrucción. La fe cristiana nos cura de todo optimismo absurdo, de toda confianza vana en que nosotros solos vamos a arreglar los desaguisados y crear un universo maravilloso. El comunismo quiso mejorar las cosas y acabó empeorándolas de manera cruel. El capitalismo prometió un desarrollo humanizador y las desigualdades siguen siendo abismales. Los revolucionarios de todo signo siempre creen que con ellos llega un mundo nuevo. Ahora es el turno de la ciencia. Es el último mito en salir a la palestra. También algunos científicos prometen acabar con el hambre, las enfermedades y la muerte. ¡Ojalá se consigan victorias parciales, pero resulta pueril creer que la ciencia va a resolver todos nuestros problemas!


¿Qué hacer mientras tanto, en este intervalo que, en realidad, dura toda la historia? La respuesta de Jesús es neta: creer en él y vivir como él. Cuando un ser humano da este paso, ya está anticipando el final. Se puede vivir un mundo nuevo entre las ruinas de lo que destrozamos. El Reino ya ha comenzado a modo de simiente, levadura, sal. Por eso, la invitación es a la esperanza y a la alegría, a pesar de las pruebas y persecuciones que padezcamos, incluso por parte de los más allegados: “Cuando comience a suceder todo esto, poneos de pie y levantad la cabeza, porque ha llegado el día de vuestra liberación” (Lc 21,28). Hay dos actitudes más que Jesús nos pide cultivar en este larguísimo tiempo intermedio: la confianza absoluta en que a Dios no se le escapa la historia de las manos porque su Espíritu la guía (Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro) y la perseverancia en medio de las contradicciones (“Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas).

Fernando Armellini nos ayuda a seguir explorando este fascinante lenguaje apocalíptico que la liturgia nos propone al final del año litúrgico:


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