miércoles, 8 de junio de 2016

Brasas bajo las cenizas

Quizá tendría que haber reservado estas reflexiones -más largas de lo habitual- para los fríos días del invierno, cuando apetece sentarse junto al fuego, leer un buen libro y saborear una taza de café. Ahora, con casi 30 grados en Roma, lo que se desea es ponerse a la sombra y tomarse una bebida fría. Pero los acontecimientos no suelen pedirnos permiso ni se ajustan por fuerza a las condiciones meteorológicas. Y lo mismo sucede con las ideas o emociones que nos visitan. 

Algunos encuentros casuales de las últimas semanas me han confirmado que muchas personas de mi generación que fueron educadas en la fe cristiana y luego, por razones diversas, han vivido largos períodos de ateísmo, agnosticismo, alejamiento o indiferencia, redescubren el significado de la fe y de la pertenencia a la Iglesia pasados los 40 o 50 años. Es como si todas las cenizas acumuladas a lo largo de los años en forma de experiencias negativas, objeciones intelectuales, preguntas, rutina y pereza, no hubieran podido apagar del todo las brasas de la fe intuida en la infancia. Hace poco me lo decía una italiana con una trayectoria digna de una película de Fellini: “Por primera vez caigo en la cuenta de que están muriendo algunos de mi generación. Empiezo a hacerme preguntas y ver las cosas de otra manera”. Sus conocidos -incluyendo algún psiquiatra de prestigio- se mueven en ambientes que podríamos denominar de hedonismo cansado. Y, por supuesto, esbozan una sonrisa de conmiseración cuando ella se atreve a confesar alguna tímida inquietud religiosa a estas alturas de la vida, en que se supone que uno ya ha superado esa etapa mágica.

Todos mis amigos que nacieron en los años 50 o 60 del siglo pasado fueron educados, tanto en la familia como en la escuela, en un ambiente cristiano. Parecía que la fe era entonces algo connatural, como el aire que respiramos. Es probable que fuera más por inmersión ambiental (en algunos casos, hasta por presión social) que por convicción personal, pero en la mayoría se trataba de una experiencia serena, alegre, compartida. No sé dónde situar el punto de inflexión, pero las dos décadas siguientes (los años 70 y 80) fueron para nosotros tiempos críticos. A la natural rebeldía de la adolescencia y juventud se unió un cambio social, político y religioso de proporciones formidables. En mi país, España, pasamos de un régimen dictatorial (o autoritario, como otros prefieren llamarlo), que había durado casi 40 años, a otro democrático. Este viento de cambio (Al vent, cantaba Raimon por entonces) se llevó muchas cosas: algunas, obsoletas o abiertamente injustas; otras, valiosas pero incomprendidas. Muchos habían identificado tanto el régimen político con la fe católica (se hablaba de nacionalcatolicismo) que, caído uno (el régimen), era lógico que también la otra (la fe) corriera parecida suerte. Bastantes de mis amigos, que no tuvieron más oportunidades de formación religiosa que las pocas que brindaba un ambiente cada vez más secularizado, se fueron alejando de la Iglesia sin especial violencia, como quien deja de hablarse con un amigo a quien hace muchos años que no vemos, pero al que tal vez volvemos a encontrar con agrado al cabo del tiempo. O, en algunos casos, como quien se libera –¡por fin!– de una tutela asfixiante o castradora. No conviene generalizar. Hay historias de todo tipo. 

Por otra parte, tras muchos años de censura y férreo control de las ideas, se produjo un comprensible desbordamiento de críticas y hasta de sátiras y ataques contra la religión en general y contra la Iglesia católica en particular, acusándola de todo excepto de la muerte de Manolete. Es verdad que una buena parte de la jerarquía había apoyado el régimen anterior por razones que no vienen al caso, pero también es verdad que la Iglesia jugó un papel decisivo en la transición del régimen dictatorial al democrático. 

Para muchos, ser creyente empezó a parecer una antigualla reservada a personas de bajo nivel intelectual, ideología conservadora y psicología infantil. Lo que se llevaba en aquellos años de mi juventud era ser contestatario en política, liberal en costumbres, indiferente o agnóstico en cuestiones religiosas y relativista en asuntos morales. Por supuesto que había personas de todos los tipos, algunas muy lúcidas y comprometidas, pero me parece que esa era la tendencia dominante, la que privilegiaban los medios de comunicación y muchos intelectuales. Los cambios de etapa se hacen siempre a base de trazos gruesos, no de sutiles matices. No hay que extrañarse demasiado de estos vaivenes. Es cierto que muchos se han quedado por el camino, pero otros han purificado y madurado su fe. Ya se sabe que los tiempos difíciles son un verdadero crisol que ponen a prueba la solidez de nuestras convicciones.

Durante todos estos años, muchos de mis amigos y conocidos han vivido experiencias muy variadas en el campo afectivo (incluyendo matrimonios, separaciones e incluso divorcios), en el profesional (con experiencias de trabajo bien remunerado, precario, y también de paro forzoso) y político (aunque no tengo ningún amigo que se haya dedicado por entero a esta faceta). En la primera mitad de la vida, uno tiende a compartir solo los éxitos. Necesita afirmarse ante los demás. Llegados a estos años, no hay reparo en compartir los problemas y los fracasos. También yo he tenido mi personal proceso evolutivo. Soy hijo de mi tiempo. En muchas cosas sintonizo con la gente de mi generación. Comprendo bien su trayectoria. En otras, he tenido un itinerario alternativo, dada la dirección que tomó mi vida cuando decidí ser misionero.  

Cuando ahora hacemos balance, caemos en la cuenta de que tal vez las cosas podrían haber sido de otra manera, pero hay que aceptarlas como son. Solo se cambia lo que se acepta. Quizá la sorpresa viene, como me confesaba la mujer italiana, cuando uno empieza a escarbar en las cenizas acumuladas y descubre que, en el fondo, todavía hay algunas brasas encendidas. Hace años que el brasileño Leonardo Boff tituló así uno de sus libros: Brasas bajo las cenizas. También la religiosa norteamericana Joan Chittister escogió un nombre parecido para uno de sus libros dedicados al futuro de la vida religiosa: El fuego en estas cenizas. La metáfora es hermosa y reveladora. Con frecuencia, debajo de las cenizas que parecen indicar que todo ha terminado, hay todavía brasas ardientes. Basta soplar un poco -solo un poco- para que empiece a flamear una tímida llama. 

Esta es la experiencia -atractiva y compleja a un tiempo- que están viviendo algunos de mis amigos que están entre los 50 y 60 años. ¿Y si lo vivido en la infancia no fuera tan absurdo como uno suponía a los 20 o 30 años? ¿Y si la imagen que me he ido haciendo de Dios, de la fe, de la Iglesia no fuera, en el fondo, más que una burda caricatura que me ha permitido liberarme de compromisos serios pero, al mismo tiempo, me ha ido dejando vacío, sin referentes? ¿Por qué un hombre de la talla humana e intelectual de Agustín de Hipona pudo decir aquello de Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón siempre estará inquieto hasta que no descanse en ti?  Pero ya no se trata de volver a un pasado añorado sino de encontrar una respuesta nueva a la altura de los tiempos: los propios y los del mundo circunstante. Esto no es nada fácil. Las frustraciones están a la vuelta de la esquina. Uno se ha vuelto exigente. No se contenta ya con cualquier sucedáneo. Por otra parte, a medida que uno envejece, va cayendo en la cuenta de que la vida no se mide por acontecimientos aislados: una crisis, un fracaso, un éxito, un viaje, una relación... Es una línea, por lo general muy quebrada, que va entrelazando todos los puntos. Lo que importa es el dibujo final, la experiencia de que, haya pasado lo que haya pasado, hemos sido sostenidos por un Amor que nunca acaba. Llegar a esta convicción nos lleva a veces toda la vida. 

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