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miércoles, 7 de septiembre de 2016

Impenitente, con perdón

Estoy ya en Roma, pero mañana mismo salgo para Sri Lanka. Hoy me aguardan muchos asuntos. La noche es joven. Hace semanas que quería escribir sobre un libro que me ha hecho pensar, reír y emocionarme a un tiempo. Está escrito por un laico anglicano desconocido en el ámbito hispano. Se llama Francis Spufford. Tiene 52 años. Hace algo más de dos años escribió un artículo en El País titulado Queridos ateos. Merece la pena releerlo. Cuestiona, desenmascara, propone. Hoy sugiero su libro Impenitente. Una defensa emocional de la fe. Conviene saber que el título original en inglés es: Unapologetic. Why, despite everything, Christianity can still make surprising emotional sense. La edición española tiene 213 páginas. Es un escrito descarado. La traducción de Catalina Martínez Muñoz se arriesga a usar expresiones coloquiales y aun barriobajeras para ver que no se trata de un libro académico sino de un testimonio personal escrito con el lenguaje de la calle. A alguno le puede escandalizar, pero estamos saturados de obras demasiado piadosas y devocionales. Nos hace bien hablar de la fe de otra manera; con menos circunloquios y con más emoción. 

Nada más comenzar la introducción, Spufford se mete al lector en el bolsillo. Intenta hacerle ver a su hija de seis años que sus padres, por el hecho de ser creyentes, son tipos raros en esta sociedad europea que nos ha tocado vivir. Ahora bien, no se trata de cerrarnos en un ghetto, de asumir un complejo de inferioridad, sino de entrar en un diálogo abierto con quienes cuestionan o impugnan la fe cristianaSpufford parte del deseo de perfección que todos esperamos y de la propensión humana a estropear todo cuanto tocamos. A esta propensión, Spufford la denomina PHaC. El lector tarda en adivinar que esa sigla significa, ni más ni menos, “Propensión Humana a Cagar las cosas”, concepto que será fundamental en toda la obra. Nos invita a descender a nuestras experiencias de fragilidad y culpabilidad sin tener miedo a llamar a las cosas por su nombre.  ¿Quién no ha vivido este abismo alguna vez?

En los dos capítulos siguientes, de alto contenido emocional, se pregunta sin tapujos por la cuestión de Dios y del mal del mundo. Aquí toma el toro por los cuernos. Es muy consciente de que en este terreno se dirime la batalla entre la fe y la increencia. ¿Se puede creer en un Dios bueno cuando el mal nos rodea por todas partes? ¿Qué padre puede tolerar el sufrimiento de sus hijos como si nada pasase?


El capítulo quinto se centra en Jesús, a quien llama Yeshua, para que el nombre original nos ayude también a descubrir la originalidad de su vida y de su mensaje, demasiado rutinizados por el paso del tiempo.  Es un capítulo escrito con humor, plagado de referencias evangélicas que se cuentan de un modo nuevo, como si el lector las escuchara por primera vez. Quiere ayudarnos a redescubrir la imagen y sorprendente novedad de un Jesús que se ha infiltrado en la historia humana y la ha transformado por entero. Lo hace en continuo diálogo con las situaciones que hoy vivimos. Nos obliga a preguntarnos qué queda de todo. El capítulo titulado «Etcétera» ahonda en la interpretación que se ha hecho del hombre Jesús a lo largo de la historia. ¿Por qué confesamos que es Hijo de Dios, que es Dios encarnado, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre?

Como es natural, no olvida hablar de la Iglesia en un capítulo que lleva un título muy provocador: «La liga de los culpables». Afronta sin pelos en la lengua los escándalos en los que se ha visto involucrada a lo largo de la historia. La Iglesia se ve afectada, como toda la humanidad, por esa PHaC que contamina todo y, sin embargo, aporta lo que permite superarla: la aceptación de la culpa, la reconciliación, la gracia como oportunidad. Que nadie espere un tratado de eclesiología. Es algo más elemental: una defensa emocional de la comunidad de los seguidores de Jesús. En el capítulo dedicado a las «Conclusiones» comparte su propio itinerario de fe y de la emoción que experimentó al sentirse perdonado.

Lo que acabo de hacer no es un resumen sino una invitación a acercarse a un libro que pone el dedo en la llaga y que reflexiona en voz alta sobre muchas de las cuestiones que nos preocupan en relación con la fe y la vida y que no nos atrevemos a plantear con claridad. Se agradecen testimonios frescos que nos ayuden a desperezarnos. Soy consciente de que hablar de defensa emocional puede sonar a una especie de apología que acentúa los sentimientos y deja en segundo plano las convicciones y las acciones. Pero no va por ahí el planteamiento. El lector puede juzgar por sí mismo. 

miércoles, 10 de agosto de 2016

No veo a Dios en el aeropuerto

Escribo esta entrada en el aeropuerto de Barajas mientras degusto un cappuccino. Acabo de llegar de Lima. Confieso que esta vez no me tocó en suerte una señora de 130 kilos sino una escuálida y simpática muchacha que se comportó con amabilidad y discreción. Durante el vuelo leo algunas informaciones sobre la muerte del filósofo calceatense Gustavo Bueno. Confieso que no he leído nada de él, aunque sí he visto por televisión varias intervenciones suyas. Hay tres cosas que me sorprendieron: su erudición, su verbo atropellado con entonación pueblerina (era un gran polemista) y su ateísmo sin fisuras. En erudición no puedo competir con un hombre de 91 años, lector empedernido y dotado de una memoria prodigiosa. Por lo que respecta a su ateísmo, no sé qué decir. Cuando un hombre como él, culturalmente católico, defiende con pasión no solo que Dios no existe sino que no puede existir, yo permanezco callado. Entiendo estas declaraciones como un reto.

Desde la mesa en la que escribo veo algunos grupos de personas conversando mientras toman un café o un helado. El trasiego es constante. Barajas en el mes de agosto parece la Gran Vía. Millones de pasajeros van y vienen. No veo a Dios con una maleta en la mano. Y me temo que la mayoría de las personas están más preocupadas por no perder su vuelo que por buscar a Dios en este laberinto. ¿Qué significa creer en Dios? ¿Qué imagen nos hacemos de él los que nos confesamos creyentes? ¿Cómo se ha formado en nosotros esta idea? ¿Por qué la mantenemos a pesar de que hombres de la talla intelectual de Gustavo Bueno quieren convencernos de que es absurda? ¿Seguimos creyendo por costumbre, por miedo, por pereza intelectual, por infantilismo? Me resulta difícil responder a estas preguntas con precisión. Dejo que me trabajen por dentro, que me obliguen a pensar, a seguir explorando, a superar prejuicios, a abrirme al misterio.

En otras etapas de mi vida he debatido –si se puede decir así– con Aristóteles, Platón, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Kant, Hegel, Heidegger, Sartre, Wittgenstein, Bertrand Russell, Albert Camus… Recuerdo con qué fruición leí en 1979 la obra de Hans Küng ¿Existe Dios?. Me ayudó a repasar las diversas posturas en torno a esta sempiterna cuestión. 

Confieso que hoy planteo las cosas de otro modo. Me dejo guiar por la palabra de Jesús. Para algunos –estoy seguro de que para Gustavo Bueno– esto es una dejación irresponsable, la aceptación de una derrota intelectual, el refugio fácil en el fideísmo. Puede ser. Yo lo percibo como el único camino para no errar, para no ser víctima de un racionalismo suicida. Recuerdo ahora las palabras de Jesús: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños” (Mt 11,25). No veo en estas palabras de Jesús ningún desprecio a la razón humana sino una actitud que va más allá. Mi convivencia con orientales me ha ayudado a superar el racionalismo que nos caracteriza a los europeos. La realidad es siempre más compleja de lo que nosotros conseguimos analizar.

Es verdad, no veo a Dios en el aeropuerto. Las conversaciones de las mesas de al lado versan sobre un viaje a las fallas de Valencia y sobre otros asuntos parecidos. No escucho a nadie que hable de Dios. Y, sin embargo, no logro apagar la inquietud. ¿Seré un extraterrestre? ¿Habré dejado de pensar hace mucho tiempo? 

miércoles, 8 de junio de 2016

Brasas bajo las cenizas

Quizá tendría que haber reservado estas reflexiones -más largas de lo habitual- para los fríos días del invierno, cuando apetece sentarse junto al fuego, leer un buen libro y saborear una taza de café. Ahora, con casi 30 grados en Roma, lo que se desea es ponerse a la sombra y tomarse una bebida fría. Pero los acontecimientos no suelen pedirnos permiso ni se ajustan por fuerza a las condiciones meteorológicas. Y lo mismo sucede con las ideas o emociones que nos visitan. 

Algunos encuentros casuales de las últimas semanas me han confirmado que muchas personas de mi generación que fueron educadas en la fe cristiana y luego, por razones diversas, han vivido largos períodos de ateísmo, agnosticismo, alejamiento o indiferencia, redescubren el significado de la fe y de la pertenencia a la Iglesia pasados los 40 o 50 años. Es como si todas las cenizas acumuladas a lo largo de los años en forma de experiencias negativas, objeciones intelectuales, preguntas, rutina y pereza, no hubieran podido apagar del todo las brasas de la fe intuida en la infancia. Hace poco me lo decía una italiana con una trayectoria digna de una película de Fellini: “Por primera vez caigo en la cuenta de que están muriendo algunos de mi generación. Empiezo a hacerme preguntas y ver las cosas de otra manera”. Sus conocidos -incluyendo algún psiquiatra de prestigio- se mueven en ambientes que podríamos denominar de hedonismo cansado. Y, por supuesto, esbozan una sonrisa de conmiseración cuando ella se atreve a confesar alguna tímida inquietud religiosa a estas alturas de la vida, en que se supone que uno ya ha superado esa etapa mágica.

Todos mis amigos que nacieron en los años 50 o 60 del siglo pasado fueron educados, tanto en la familia como en la escuela, en un ambiente cristiano. Parecía que la fe era entonces algo connatural, como el aire que respiramos. Es probable que fuera más por inmersión ambiental (en algunos casos, hasta por presión social) que por convicción personal, pero en la mayoría se trataba de una experiencia serena, alegre, compartida. No sé dónde situar el punto de inflexión, pero las dos décadas siguientes (los años 70 y 80) fueron para nosotros tiempos críticos. A la natural rebeldía de la adolescencia y juventud se unió un cambio social, político y religioso de proporciones formidables. En mi país, España, pasamos de un régimen dictatorial (o autoritario, como otros prefieren llamarlo), que había durado casi 40 años, a otro democrático. Este viento de cambio (Al vent, cantaba Raimon por entonces) se llevó muchas cosas: algunas, obsoletas o abiertamente injustas; otras, valiosas pero incomprendidas. Muchos habían identificado tanto el régimen político con la fe católica (se hablaba de nacionalcatolicismo) que, caído uno (el régimen), era lógico que también la otra (la fe) corriera parecida suerte. Bastantes de mis amigos, que no tuvieron más oportunidades de formación religiosa que las pocas que brindaba un ambiente cada vez más secularizado, se fueron alejando de la Iglesia sin especial violencia, como quien deja de hablarse con un amigo a quien hace muchos años que no vemos, pero al que tal vez volvemos a encontrar con agrado al cabo del tiempo. O, en algunos casos, como quien se libera –¡por fin!– de una tutela asfixiante o castradora. No conviene generalizar. Hay historias de todo tipo. 

Por otra parte, tras muchos años de censura y férreo control de las ideas, se produjo un comprensible desbordamiento de críticas y hasta de sátiras y ataques contra la religión en general y contra la Iglesia católica en particular, acusándola de todo excepto de la muerte de Manolete. Es verdad que una buena parte de la jerarquía había apoyado el régimen anterior por razones que no vienen al caso, pero también es verdad que la Iglesia jugó un papel decisivo en la transición del régimen dictatorial al democrático. 

Para muchos, ser creyente empezó a parecer una antigualla reservada a personas de bajo nivel intelectual, ideología conservadora y psicología infantil. Lo que se llevaba en aquellos años de mi juventud era ser contestatario en política, liberal en costumbres, indiferente o agnóstico en cuestiones religiosas y relativista en asuntos morales. Por supuesto que había personas de todos los tipos, algunas muy lúcidas y comprometidas, pero me parece que esa era la tendencia dominante, la que privilegiaban los medios de comunicación y muchos intelectuales. Los cambios de etapa se hacen siempre a base de trazos gruesos, no de sutiles matices. No hay que extrañarse demasiado de estos vaivenes. Es cierto que muchos se han quedado por el camino, pero otros han purificado y madurado su fe. Ya se sabe que los tiempos difíciles son un verdadero crisol que ponen a prueba la solidez de nuestras convicciones.

Durante todos estos años, muchos de mis amigos y conocidos han vivido experiencias muy variadas en el campo afectivo (incluyendo matrimonios, separaciones e incluso divorcios), en el profesional (con experiencias de trabajo bien remunerado, precario, y también de paro forzoso) y político (aunque no tengo ningún amigo que se haya dedicado por entero a esta faceta). En la primera mitad de la vida, uno tiende a compartir solo los éxitos. Necesita afirmarse ante los demás. Llegados a estos años, no hay reparo en compartir los problemas y los fracasos. También yo he tenido mi personal proceso evolutivo. Soy hijo de mi tiempo. En muchas cosas sintonizo con la gente de mi generación. Comprendo bien su trayectoria. En otras, he tenido un itinerario alternativo, dada la dirección que tomó mi vida cuando decidí ser misionero.  

Cuando ahora hacemos balance, caemos en la cuenta de que tal vez las cosas podrían haber sido de otra manera, pero hay que aceptarlas como son. Solo se cambia lo que se acepta. Quizá la sorpresa viene, como me confesaba la mujer italiana, cuando uno empieza a escarbar en las cenizas acumuladas y descubre que, en el fondo, todavía hay algunas brasas encendidas. Hace años que el brasileño Leonardo Boff tituló así uno de sus libros: Brasas bajo las cenizas. También la religiosa norteamericana Joan Chittister escogió un nombre parecido para uno de sus libros dedicados al futuro de la vida religiosa: El fuego en estas cenizas. La metáfora es hermosa y reveladora. Con frecuencia, debajo de las cenizas que parecen indicar que todo ha terminado, hay todavía brasas ardientes. Basta soplar un poco -solo un poco- para que empiece a flamear una tímida llama. 

Esta es la experiencia -atractiva y compleja a un tiempo- que están viviendo algunos de mis amigos que están entre los 50 y 60 años. ¿Y si lo vivido en la infancia no fuera tan absurdo como uno suponía a los 20 o 30 años? ¿Y si la imagen que me he ido haciendo de Dios, de la fe, de la Iglesia no fuera, en el fondo, más que una burda caricatura que me ha permitido liberarme de compromisos serios pero, al mismo tiempo, me ha ido dejando vacío, sin referentes? ¿Por qué un hombre de la talla humana e intelectual de Agustín de Hipona pudo decir aquello de Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón siempre estará inquieto hasta que no descanse en ti?  Pero ya no se trata de volver a un pasado añorado sino de encontrar una respuesta nueva a la altura de los tiempos: los propios y los del mundo circunstante. Esto no es nada fácil. Las frustraciones están a la vuelta de la esquina. Uno se ha vuelto exigente. No se contenta ya con cualquier sucedáneo. Por otra parte, a medida que uno envejece, va cayendo en la cuenta de que la vida no se mide por acontecimientos aislados: una crisis, un fracaso, un éxito, un viaje, una relación... Es una línea, por lo general muy quebrada, que va entrelazando todos los puntos. Lo que importa es el dibujo final, la experiencia de que, haya pasado lo que haya pasado, hemos sido sostenidos por un Amor que nunca acaba. Llegar a esta convicción nos lleva a veces toda la vida. 

jueves, 2 de junio de 2016

Solidario, sí; creyente, según y como

Ayer escribí sobre los voluntarios que se ofrecen para realizar tareas sociales. Son millones en todo el mundo. Hoy quiero ir un poco más lejos. Cuando el pasado mes de febrero viajé a Barcelona, los responsables de la pastoral del Col.legi Claret me aseguraron que la mayoría de los muchachos eran muy sensibles a las cuestiones relacionadas con la solidaridad (campañas, voluntariado, proyectos, etc.), pero –siempre hay un pero– cuando se les invitaba a vincular este esfuerzo solidario con la fe, muchos fruncían el ceño. Respondían como los atenienses cuando el apóstol Pablo les hablaba de la resurrección: “De esto te oiremos hablar otro día” (Hch 17,32). 

Creo que esta situación se repite en otros muchos lugares, sobre todo entre los jóvenes. Es como si creer en Dios fuera algo del pasado, una rémora para la liberación de las personas. Lo que hoy se lleva es trabajar por los seres humanos sin ninguna referencia trascendente. Nos valemos por nosotros mismos para arreglar nuestras cosas. Basta un poco de solidaridad. ¡He aquí la palabra clave! Pasó el tiempo de los creyentes. Ha llegado la hora de los solidarios. ¿Quién se apunta? Muchos eclesiásticos ocupan los lugares de cabeza. Están hartos de que los tilden de meapilas. Lo que hoy mola es ser un cura... solidario. 

La palabra solidaridad y todos sus derivados y sinónimos prestigia cuanto toca. Alude a una realidad que se vive como positiva y que se asocia  a ideales como paz, libertad, fraternidad, etc.  Por eso, se usa a todas horas y casi nadie la discute. Se habla de semana solidaria, vacaciones solidarias, proyecto solidario... Cada vez que hay un atentado terrorista o una catástrofe natural, enseguida se ponen en marcha campañas de solidaridad con los damnificados. Muchas personas dicen: Je suis Paris, Je suis Bruxelles, etc. Los mensajes en Facebook se llenan de cientos o miles de Me gusta, lo cual denota una sensibilidad muy positiva, aunque luego no se traduzca en compromisos concretos. Si uno quiere estar al día, tiene que ser solidario. No queda otra. 

La palabra fe, por el contrario, suscita sentimientos encontrados. Para algunos, representa la experiencia humana más alta y sublime y también más humanizadora; para otros, una realidad abyecta, irracional, excluyente, prescindible, la causa de los principales males que asolan a la humanidad. 

¿Qué está pasando? ¿Cómo hemos llegado a esta absurda contraposición? ¿Por qué hemos separado "lo que Dios ha unido"? ¿Por qué muchos perciben la solidaridad como una alternativa a la fe cuando tendría que ser su expresión visible?  ¿O acaso es la solidaridad el nuevo nombre de la fe? Cada vez que reflexiono sobre estas cuestiones me vienen a la mente dos referencias: una evangélica y otra poética. 



La referencia evangélica tiene que ver con la famosa parábola de las cabras y las ovejas, que nos cuenta Jesús en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo:
Entonces el rey dirá a los de la derecha: Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era inmigrante y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba encarcelado y vinisteis a verme. Los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber, inmigrante y te recibimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y fuimos a visitarte? El rey les contestará: Os aseguro que lo que hayáis hecho a uno solo de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis.
Según esta parábola, cada vez que un ser humano ayuda a sus semejantes, se encuentra con el mismo Jesús, aunque no lo reconozca. Muchos jóvenes suscribirían sin dudar estas palabras. Lo que importa es dar de comer, dar de beber, vestir, acoger, visitar...

La referencia poética me viene del poemita Equívocos del obispo claretiano Pedro Casaldáliga.

Donde tú dices ley,
yo digo Dios.
Donde tú dices paz, justicia, amor,
yo digo Dios.
Donde tú dices Dios,
yo digo libertad, justicia, amor.

No basta con decir Creo en Dios. Hace falta saber en qué Dios creemos. ¿Es un Dios que promueve la libertad, la justicia y el amor? Entonces, quienes buscan estos valores se están encontrando con él… aunque no lo sepan. Todos, en el fondo, adoramos a un Dios desconocido. 

La experiencia humana es mucho más compleja de lo que hacen suponer estas antítesis. ¿Por qué muchas personas se niegan –o, al menos, tienen dificultades– para creer en ese Dios escondido? ¿Por qué no lo reconocen cuando son solidarias? ¿Por qué les cuesta tanto agradecer su presencia misteriosa? ¿Por qué no disfrutan sintiéndose amadas por él? Demasiadas preguntas de no fácil respuesta. Una fe madura siempre lleva a la solidaridad. Una actitud solidaria no siempre lleva a la fe. Algo falla en el circuito. Es probable que a las personas solidarias que se resisten a creer les pese mucho una idea equivocada de Dios. Quizá en quien no creen es precisamente en esa idea equivocada

La colaboración de creyentes y agnósticos y ateos al servicio de los más necesitados, ¿no podría servirnos a todos para superar prejuicios, purificar ideas distorsionadas  y abrirnos juntos a Aquel que ha sido tan solidario con nosotros que se ha hecho uno como nosotros? El evangelio de este jueves 2 de mayo nos da la clave. 

lunes, 18 de abril de 2016

Goodbye England

Dentro de unas horas regreso a Roma después de una semana en Inglaterra en la que he tenido oportunidad de conocer lugares y personas que me han enriquecido. Viniendo de un contexto latino, el encuentro con la cultura anglosajona siempre me estimula. Me ayuda a ver el otro lado de la realidad, a atenerme a los hechos más que a las teorías, aunque sin llegar al extremo de aquel profesor de Oxford al que un alumno le preguntó de qué color era el autobús que estaba pasando en ese momento por la calle, a lo que el profesor respondió con circunspección: "Al menos por este lado, es rojo". De lo que no se sabe -como decía el neopositivista Wittgenstein- es mejor no hablar.

Ayer pasé la tarde en Cambridge. Lucía un precioso sol de primavera. Las calles estaban llenas de estudiantes en manga corta y multitud de turistas de muchos países. Visitando algunos colleges e iglesias, me encontré con estampas que parecen de otros tiempos. ¿En cuántos lugares se puede anunciar una conferencia sobre “Dios y el ADN”? Es curioso que muchos de los mejores científicos que han salido de los colleges de Cambridge han sido hombres y mujeres de fe; es decir, personas que, en su investigación profunda sobre la realidad, no se han detenido en los simples fenómenos: se han abierto al misterio que los sostiene. Un poco de ciencia nos hace, por lo general, agnósticos. Nos sitúa en el campo de los enigmas. Ahí Dios no aparece por ninguna parte porque no es un enigma que se pueda despejar en un laboratorio. Mucha y buena ciencia nos coloca en el umbral del misterio.

¿Quién ha visto a media docena de jóvenes tocar en grupo las campanas dentro de una iglesia, a media tarde, como si estuvieran dando un concierto? La mayoría de sus coetáneos están pendientes de otras cosas. (Para que no haya duda sobre estas extrañas costumbres inglesas, adjunto las fotos correspondientes). 

Cambridge representa el encuentro entre lo más tradicional de Inglaterra y la investigación puntera, entre el King’s College y los laboratorios Cavendish. Uno puede ver a un grupo de estudiantes ensayando un concierto y, a renglón seguido, remando en las aguas mansas del río Cam. Esto es algo que me gusta. 

He nacido en un país (España) que admiro y quiero, pero que tiene una tendencia incurable a los extremismos. Casi siempre se plantean las cosas de manera dilemática: o música o deporte; o ciencia o fe; o derechas o izquierdas; o capitalista o socialista; o creyente o ateo. Da la impresión de que estamos genéticamente castigados a elegir entre una cosa (tesis) u otra (antítesis), cuando la mayor parte de las veces los extremos se podrían integrar en una vigorosa y original síntesis. 

Las personas y países que tienen esta capacidad integradora aprenden a sacar partido de todo, no desprecian nada que sea valioso aunque no coincida con las propias tesis. Esto significa una visión sinfónica de la vida en la que cada instrumento (cada persona o grupo) puede aportar algo a la armonía del conjunto. Si planteáramos así los problemas nos libraríamos de muchas batallas inútiles y enriqueceríamos mucho el patrimonio común.




Mientras escribo estas notas, antes de salir para el aeropuerto de London-Stansted, leo que un terremoto de magnitud 7,8 en la escala Richter ha causado ya cerca de 300 muertos en Ecuador, un país que he visitado en alguna ocasión y al que guardo cariño. Estas noticias rompen la serenidad de una preciosa mañana de primavera en la campiña del Cambrigdshire, pero son las que nos ponen siempre alerta: la vida cotidiana es un milagro permanente. He recibido noticias de nuestros misioneros en Ecuador. Ninguno ha sido directamente afectado por el terremoto, pero todos están viviendo en carne propia el dolor de la gente. Oremos por las víctimas y colaboremos en la medida de lo posible en la ayuda a los damnificados.

domingo, 3 de abril de 2016

Las dos huidas de Tomás

En el aeropuerto de Fiumicino no se notan más controles de los habituales. Mejor así. Estamos ya un poco hartos de que el temor a un atentado haya inundado los sitios estratégicos de tanquetas del ejército. ¡Y luego decimos –con más miedo que convencimiento– que los terroristas no han cambiado lo más mínimo nuestro estilo de vida! Me faltan un par de horas para el vuelo a Lisboa. Mientras decenas de japoneses se hacen fotos junto al stand de Ferrari y casi todos los demás pasajeros están pendientes de sus teléfonos inteligentes, yo aprovecho para teclear el post de este segundo domingo de Pascua, fiesta de la Divina Misericordia por expreso deseo de san Juan Pablo II, cuyo undécimo aniversario de la muerte celebramos ayer sábado. Para meditar las lecturas de este domingo disponéis de muchos recursos: audiovisuales, escritos, etc. Yo me voy a limitar a explorar la enigmática figura del apóstol Tomás, una especie de “hombre moderno” incrustado en el grupo de discípulos de Jesús. A él le costó mucho reconocer que el Resucitado era el Crucificado. No porque fuera un escéptico profesional o un empirista adelantado a su tiempo. Su problema era de otra índole. En realidad, era un fugitivo: huía de la comunidad y del sufrimiento. Cuando volvió a casa y tocó las heridas de Jesús, pasó de incrédulo a creyente: ¡Señor mío y Dios mío!

Contemplando el itinerario de Tomás, veo dos puntos de contacto con lo que nosotros vivimos hoy. Muchos –como Tomás– tenemos dificultades para “reconocer” a Jesús resucitado en nuestro mundo porque:




Nos hemos separado de la comunidad. El texto del evangelio de Juan dice que Tomás no estaba con los demás discípulos cuando se apareció Jesús la primera vez (cf. Jn 20,24). No sabemos la razón de su ausencia. ¿Era puramente circunstancial u obedecía a motivos más profundos? Cuando uno emprende en solitario el camino de la fe, se siente protagonista (“No dependo de los demás”), experimenta el vértigo de la aventura (“Tengo mis propias luces y sombras”), maneja las dudas y hallazgos a su antojo (¿Quién me tiene que decir a mí lo que tengo que hacer?”). Nosotros, hombres y mujeres modernos, incurablemente egocéntricos y a menudo individualistas, queremos hacer las cosas a nuestro modo, sin tener que depender de nadie. Ya pasó el tiempo en el que nos limitábamos a obedecer lo que otros instruidos decían por aquello de “doctores tiene la santa madre Iglesia”.

Sin embargo, no es exactamente éste el camino de Jesús, por moderno y liberador que pueda parecer. Él se hace presente cuando “dos o más están reunidos en su nombre”. Él no se relaciona con nosotros en una especie de “dueto amoroso” sino de manera personal pero siempre dentro de la comunidad de los discípulos. Separarse de ella, aunque proporcione de entrada una extraña sensación de libertad y autonomía, acaba diluyendo la relación con Jesús. Poco a poco, lo reduce a una creación personal, a la medida de nuestros temores y necesidades. Eso es lo que han vivido todos los que se han apartado de la Iglesia por considerarla un obstáculo más que una mediación, un sacramento. Los puros que han querido separarse de la comunidad impura han terminado siendo vagabundos, no peregrinos de la fe. Solo cuando Tomás “regresa” a casa (a modo de apóstol pródigo) se encuentra con el Resucitado y cree en él. Ya está bien de engañarnos con aventuras solitarias y de imaginar un cristianismo cortado a nuestra medida. Por auténtico que parezca a primera vista, acaba esfumándose.

No queremos tocar sus heridas. Hace años que una amiga mía -médico por más señas- me confesó algo que no he olvidado desde entonces: “Solo descubro a Jesús cuando toco sus heridas” (lo que el evangelio de Juan llama las huellas de los clavos en las manos y en los pies). Nos pasamos la vida huyendo del sufrimiento propio y ajeno porque nos han dicho que tenemos que ser felices. Y, según estos modernos gurús de la felicidad (basta ver la abundante producción de libros de autoayuda), ésta es incompatible con el sufrimiento. ¿Resultado? Una permanente insatisfacción. Pero el sufrimiento nos acompaña desde el primero hasta el último día de nuestra vida. No se trata de ocultarlo sino de tocarlo, de acompañarlo, de traspasarlo. 

Esta es la experiencia de Tomás. Meter las manos en los agujeros de los clavos y en el hueco del costado no es una prueba científica sino un ejercicio de acercamiento. Lo mismo nos pasa a nosotros. Cuando tocamos las propias heridas (sin taparlas precipitadamente con tiritas de autocompasión) y, sobre todo, cuando tocamos las heridas de los demás, experimentamos algo que solo quienes se mueven en este campo conocen bien: el poder transformador del sufrimiento aceptado. Jesús se manifiesta como resucitado, viviente, en su energía para transformar el sufrimiento en esperanza, alegría y capacidad de entrega.



La megafonía del aeropuerto, con continuos avisos sobre horarios, puertas de embarque y atención a los equipajes, no facilita la concentración. Pero, por otra parte, es un símbolo de lo que nos pasa en la vida cotidiana. Estamos saturados de mensajes que nos dificultan reconocer el timbre de voz del Resucitado, que sigue diciéndonos: “Paz a vosotros”. Esto es lo que os deseo de corazón en este segundo domingo de Pascua. Y, por supuesto, siguiendo la costumbre del papa Francisco: Buon pranzo!

Os dejo con la canción de Álvaro Fraile, Aunque me veas dudar.



sábado, 20 de febrero de 2016

No creer en nada es una putada

No me gusta usar tacos, pero tengo que ser fiel al autor de la frase. Hoy, navegando por “El Mundo” digital, me he encontrado con una entrevista al cantante Coque Malla. Apenas he escuchado de él alguna canción suelta. Pero me ha llamado la atención su sinceridad. A la pregunta “¿A quién reza un ateo como usted?” ha respondido: “A algo intangible que los ateos sufrimos. A veces tenemos ganas de rezar y no tenemos a nadie porque no creemos. Es una putada. Hay veces que tienes tantas ganas de rezar y pedir algo poderoso que cambie las cosas...Yo siempre había sido un ateo convencido, pero llega un momento en que no creer en nada es una putada. Y me inventé esta canción. Dios no voy a decir, Alá tampoco... Así que Santo, Santo”.

¿Quién no ha tenido, a veces, la impresión de que orar es como hablar con las paredes? Hace años que me acompaña esta canción de Luis Alfredo Díaz. Pone letra y música a la sensación de que orar es la actividad humana más inútil: “A veces, me parece que estoy loco, un interlocutor a quien le han colgado el teléfono, un vendedor de feria que se ha quedado sin voz”. 

Cuando he presidido algunos funerales de jóvenes muertos en accidente de tráfico me he estremecido viendo cómo sus amigos lloran desconsolados. Algunos –como Coque Malla– sienten ganas de rezar, pero no saben a quién. Creen que no creen. Su oración está hecha de lágrimas y vacíos. Utilizan un eufemismo para no tener que usar la palabra “cielo”, tan ligada a la fe. Dicen: “allá donde estés”. Es el último resquicio de una fe que, como las brasas cubiertas de ceniza, no ha desaparecido del todo. Y quizá ni siquiera puede desaparecer porque está anclada en nosotros, en nuestro ADN. No encuentro mejor explicación antropológica que la que nos brindó Agustín de Hipona hace dieciséis siglos: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón siempre estará inquieto hasta que no descanse en ti”. Tiene razón Coque Malla: “Llega un momento en que no creer en nada es una putada”. Ni siquiera tienes alguien a quien echarle la culpa del sufrimiento inútil.

Algunos de mis amigos se confiesan ateos. No me asusta. La vida es demasiado compleja como para resolver su misterio de forma rápida o ingenua. Han combatido la batalla por el sentido de la vida y, de momento, no vislumbran ningún Dios en el horizonte. Otros siguen siendo víctimas de una triste educación infantil que les pintó un Dios despótico y ridículo en el que hace falta cuajo para creer. Lo que me desconsuela es encontrar a gente –jóvenes, sobre todo– que despachan el asunto con una indiferencia insultante. La putada, entonces, no es “no creer en nada” sino naufragar en el océano de la superficialidad.