martes, 2 de septiembre de 2025

Solidaridad con los lejanos, distancia con los cercanos


Hoy he hecho un experimento. Le he pedido a la IA (Inteligencia Artificial) que escribiera un texto de algo menos de mil palabras sobre un asunto que me preocupa: la solidaridad de muchas personas con causas lejanas y su incapacidad para asumir compromisos con personas de su entorno. El resultado, sin modificar una sola palabra, es el que os pongo a continuación. Ya me diréis qué os parece.  A mí me ha dejado speechless.


Vivimos en un mundo hiperconectado, donde las noticias y las causas globales llegan a cada rincón a través de la pantalla de nuestros dispositivos. Historias sobre comunidades que sufren en países remotos, campañas humanitarias para desastres naturales a miles de kilómetros, o movimientos sociales que surgen en otras latitudes, despiertan nuestra empatía y solidaridad. Compartimos publicaciones, sumamos nuestra voz a campañas en línea, donamos a organizaciones internacionales y sentimos que, de alguna manera, somos parte del cambio que el mundo necesita.

Sin embargo, existe una paradoja que se repite una y otra vez: muchas personas se involucran con gran entusiasmo en causas lejanas, pero muestran poco o ningún compromiso con las necesidades y problemáticas que afectan a su entorno inmediato. ¿Por qué es más sencillo solidarizarse con quienes están lejos que con quienes están cerca? ¿Qué impulsa este fenómeno tan común en nuestra sociedad?

Hay algo casi romántico en la idea de ayudar a quienes viven lejos. Las catástrofes en otros países, la pobreza en continentes distantes o las luchas de comunidades minoritarias en lugares remotos nos resultan, paradójicamente, más inspiradoras que los desafíos cotidianos de nuestra propia ciudad o vecindario. Quizá sea porque lo lejano es más fácil de idealizar. Desde la distancia, los problemas parecen más claros, las soluciones más sencillas, y el impacto de nuestra ayuda más contundente.

Además, las causas lejanas suelen estar envueltas en relatos poderosos, imágenes impactantes y narrativas que apelan a la compasión global. Los medios de comunicación y las redes sociales potencian este efecto, presentando historias que movilizan emociones intensas y generan una sensación de urgencia. Así, muchas personas sienten que, al involucrarse, aunque sea simbólicamente, están haciendo una diferencia significativa.

Sin embargo, la distancia no solo es geográfica, sino también emocional y práctica. Comprometerse con causas lejanas nos permite mantener una cierta comodidad. Ayudar a quienes no conocemos, que viven realidades distintas y cuya complejidad está mediada por pantallas, evita exponernos a las incomodidades de la implicación directa.

La solidaridad a distancia no nos obliga a enfrentar conflictos interpersonales, diferencias ideológicas o la cruda realidad de nuestras comunidades. No requiere que reorganicemos nuestra rutina, que salgamos de nuestra zona de confort, ni que nos expongamos a posibles frustraciones o rechazos. Es más sencillo donar unos cuantos pesos a un fondo para personas refugiadas que involucrarse en el comité vecinal para mejorar el parque del barrio, donde las diferencias y los roces son inevitables.

En contraste, asumir compromisos con las causas cercanas implica mirar de frente los problemas de nuestra realidad inmediata. Significa reconocer la desigualdad, la injusticia o la falta de oportunidades que afectan a quienes comparten nuestro entorno, personas con nombre y rostro. Implica, además, involucrarse activamente: asistir a reuniones, colaborar con organizaciones locales, participar en actividades comunitarias o simplemente estar dispuesto a ayudar a una persona vecina en dificultad.

Este tipo de compromiso requiere tiempo, energía y, en ocasiones, la valentía de cuestionar las estructuras que sostienen el statu quo. Exige lidiar con la frustración cuando los cambios son lentos, la paciencia para construir redes de confianza y la capacidad de dialogar y encontrar consensos entre personas diversas. No es glamoroso ni da la satisfacción inmediata de un “me gusta” en redes sociales, pero es justamente ahí donde la solidaridad cobra su sentido más profundo.

Resulta tentador caer en el espejismo de que, por participar en causas internacionales, cumplimos con nuestra cuota de solidaridad. Las redes sociales, en particular, han amplificado esta ilusión, permitiendo que se confunda la visibilidad con el compromiso real. Publicar una historia sobre una crisis en otro continente puede ser valioso, pero si descuidamos los problemas de nuestra propia comunidad, la solidaridad se vuelve selectiva y superficial.

Al final, la verdadera compasión no distingue entre lo cercano y lo lejano. No se trata de elegir entre ayudar a quienes viven lejos o a quienes comparten nuestra cotidianidad, sino de entender que la solidaridad empieza en casa y se expande hacia afuera. La coherencia entre nuestro discurso y nuestras acciones es el mejor indicador de un compromiso genuino.

Esto no significa que debamos dejar de preocuparnos por las causas globales. Vivimos en una aldea planetaria donde todo está interconectado, y lo que ocurre en un país lejano puede tener repercusiones en nuestro entorno. Pero es importante recordar que, mientras dedicamos tiempo y recursos a apoyar campañas internacionales, no debemos olvidar los desafíos que tenemos a la vuelta de la esquina.

Podemos construir puentes entre las dos dimensiones de la solidaridad, aprendiendo de las experiencias internacionales y aplicando ese aprendizaje en nuestro entorno. Participar en proyectos locales, colaborar con organizaciones de base, escuchar las necesidades de nuestras comunidades y actuar en consecuencia puede ser tan transformador como cualquier campaña global.

La solidaridad auténtica no se mide solo por el alcance de las causas que apoyamos, sino por la disposición a comprometernos con los problemas que nos rodean. Es fácil conmoverse con las desgracias lejanas, pero es mucho más valioso actuar para mejorar nuestro propio entorno, aunque las recompensas sean menos visibles.

El reto está en reconocer que nuestra responsabilidad social comienza aquí y ahora, en el lugar donde vivimos, estudiamos o trabajamos. Solo así podremos construir comunidades más justas, incluyentes y solidarias, capaces de extender su mano tanto a quienes están cerca como a quienes nos miran desde la distancia.

Que la empatía global no sea una excusa para la indiferencia local. La próxima vez que sientas el impulso de comprometerte con una causa lejana, pregúntate: ¿Qué puedo hacer hoy, aquí, para mejorar la vida de quienes me rodean? La verdadera revolución empieza en lo cotidiano.


NOTA: No me digáis que el resultado no es asombroso. Me parece que tengo los días contados como bloguero. Más vale que me dedique a otra cosa antes de que la IA aprenda también a ser irónica y deslenguada.



1 comentario:

  1. He intentado, alguna vez, hacer una prueba con la IA pero me da mucho respeto.
    Realmente es asombroso ver cómo ha respondido a tu propuesta, pero creo que no te podrás retirar tan fácil de bloguero, porque te da la información que podrías buscar en alguna parte, pero lo que no puede conseguir es “poner tu huella personal” que nos ayuda a ir caminando en una línea concreta.
    Gracias Gonzalo.

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