
Los pobres, excluidos y necesitados de toda especie están ahí, a cuatro pasos, pero podemos no verlos. Se vive mejor pensando que no existen o, por lo menos, que su mundo no tiene nada que ver con el nuestro, que hay un “abismo” entre ambos, como dice Jesús en la parábola del rico (anónimo) y del pobre (Lázaro). La indiferencia nos anestesia contra una realidad hiriente, pegajosa, incómoda y nos permite seguir con nuestro estilo de vida, como si no hubiéramos visto nada. En realidad, no vemos porque no queremos ver.

Pero los problemas no acaban con la vista averiada. Tiene que ver también con un oído malogrado. No solo no queremos ver, sino que tampoco queremos oír. La Palabra de Dios, con infinidad de registros, nos habla de Jesús y de su mensaje liberador de toda opresión, de su anuncio del evangelio de la gracia a los pobres, pero nuestros oídos están secuestrados por otros mensajes más aduladores. Ser ciegos (indiferencia) y sordos (sordera) es una condición humana que en nuestro tiempo destaca con fuerza.
Ahora los medios de comunicación nos sirven a diario pobrezas sin cuento, una avalancha irrefrenable de desgracias humanas. Tan pronto nos ponen imágenes de muertos en el Dombás ucraniano o en la franja de Gaza como nos hablan de los niños explotados en las minas de coltán del este congolés. En nosotros se despierta una solidaridad primaria, de humanidad todavía despierta, pero pocas veces se traduce en compromisos solidarios o en cambios en nuestro tranquilo estilo de vida. Como no podemos tolerar por mucho tiempo esta especie de mala conciencia, acabamos por anestesiar esa parte del cerebro que se enciende con este tipo de noticias.

En realidad, Jesús no nos pide cambiar el mundo. Él sabe que es una empresa que rebasa nuestras débiles fuerzas. Nos pide algo más sencillo: mirar con humanidad a los pobres que tenemos al lado y escuchar su voz. Dios mismo nos habla a través de estas palabras humanas y comprensibles. La respuesta que demos, quizás también pequeña e insuficiente, es la respuesta que damos a Dios.
Pequeños gestos como estos acaban reseteando un corazón endurecido. Las grandes transformaciones suelen ser más auténticas y creíbles cuando son el fruto de pequeños cambios sostenidos en el tiempo. Los gestos grandilocuentes y efímeros sirven para poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.