lunes, 6 de octubre de 2025

El puerto escondido


Los días vuelan. Se suceden los viajes y actividades. Queda poco tiempo para reabrir el Rincón. Lo hago hoy, bien entrado el mes de octubre, uno de mis favoritos en el calendario anual. Tras un viaje intenso a Italia y un fin de semana con las Hermanas Trinitarias de todo el mundo en Madrid, me siento de nuevo ante el ordenador. Se solapan noticias y acontecimientos. Me impresionó la muerte súbita del joven obispo auxiliar de Madrid José Antonio Álvarez acaecida el pasado día 2. La lista de “pérdidas” se alarga de día en día. A medida que uno se hace mayor se da cuenta de que, en su grupo de personas queridas, son más los que se han ido que los que quedan. 

Y, sin embargo, hay que vivir y seguir ensanchando la tienda del encuentro. A veces, sin haberlo imaginado, nos encontramos con nuevas personas que nos sacan de la monotonía. La vida misionera está llena de encuentros que nos traen el aire fresco de Dios, aunque casa vez se hace más difícil. Hace años, por ejemplo, era frecuente compartir conversaciones interesantes con los compañeros de viaje en un avión o en un tren. Hoy se ha hecho casi imposible. Cada uno viaja encerrado en su pequeño mundo digital, pendiente solo de su pantalla y sus auriculares. Estamos yuxtapuestos en la cabina de un avión o en el vagón de un tren, pero apenas interactuamos. El mundo digital se come vorazmente al mundo presencial.


Quizá por esta invasión imparable de lo digital (ahora estamos dejándonos seducir por la IA), estoy desarrollando una actitud huidiza y casi defensiva. Me cansan las videollamadas y las conferencias en línea. Las evito todo lo que puedo, aunque paradójicamente se han multiplicado en las últimas semanas. Valoro -y a menudo añoro- las conversaciones cara a cara, donde la gestualidad cobra más importancia que las palabras. Si perdemos el arte de la conversación tranquila, no funcional, perdemos un espacio divino de encuentro. 

Nos vemos abocados a rellenar el vacío a base de un deslizamiento impúdico por la pequeña pantalla de nuestro teléfono móvil, ávidos de nuevos estímulos que nos mantengan entretenidos. Pero la vida es mucho más que un pasatiempo. Si estoy siempre entretenido, no me aburro. Y si no me aburro, no pienso. Y si no pienso, me echo en manos de quien me manipula a base de chutes de dopamina en el cerebro. Me alegro de haber vivido muchos años de mi vida en un mundo analógico, al menos para comprobar las diferencias con respecto al mundo digital. No reniego de ninguno de los dos. Quisiera aprender la lección vital que se deriva de su contraste.


Hoy celebramos la memoria de san Bruno de Colonia, un santo que cobra actualidad en estos tiempos acelerados y ruidosos. En una carta dirigida a sus hermanos cartujos, escribe: 
“Alegraos, pues, hermanos míos muy amados, por vuestro feliz destino y por la liberalidad de la gracia divina para con vosotros. Alegraos, porque habéis escapado de los múltiples peligros y naufragios de este mundo tan agitado. Alegraos, porque habéis llegado a este puerto escondido, lugar de seguridad y de calma, al cual son muchos los que desean venir, muchos los que incluso llegan a intentarlo, pero sin llegar a él. Muchos también, después de haberlo conseguido, han sido excluidos de él, porque a ninguno de ellos le había sido concedida esta gracia desde lo alto”.
Ese “puerto escondido, lugar de serenidad y de calma” es la Orden de los Cartujos por él fundada. Yo no pienso hacerme cartujo. Estoy muy contento con mi vocación misionera, pero reconozco que también necesito atracar a diario en el “puerto escondido” de una oración silenciosa y gratuita, en un “lugar de serenidad y de calma” que me ayude a no sucumbir ante la avalancha de estímulos que cae sobre mí.

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