
Dentro de unas horas regreso a Madrid después de una semana intensa en Las Palmas. Con este eslabón canario, completo la cadena de los principales lugares claretianos en el mundo. En Canarias confluyen África, América y Europa. Las islas son un crisol de civilizaciones. También son un crisol de espiritualidad claretiana. El Claret forjado en su Cataluña natal (Europa) se entrena en Canarias (geográficamente África) para evangelizar en Cuba (América). Por eso, los catorce meses canarios son tan determinantes en su itinerario personal y apostólico. Después de haber conocido los lugares más significativos de Las Palmas, la capital, y de Teror, ayer tuve la oportunidad de visitar Agüimes (el lugar donde a Claret comenzaron a llamarlo El Padrito), Arucas (con su famosa “catedral”) y el sur turístico (Playa del Inglés, Maspalomas, etc.) con sus cerca de 90.000 plazas hoteleras.
Durante todo el día el cielo lució un “azul peninsular”, lo que hizo que el termómetro se alzase hasta cerca de los 30 grados. Durante estos días me ha acompañado el libro de Emilio Vicente Mateu “Claret. Vida y misión en las Islas Canarias”, un interesante texto que narra en forma autobiográfica el periplo canario del santo. Además de basarse en la Autobiografía y en algunas biografías generales, el libro bebe, sobre todo, de dos obras del padre Federico Gutiérrez Serrano: “San Antonio María Claret, apóstol de Canarias” (Madrid 1969) y “El Padrito” (Madrid 1972).

Hoy, algo desajustados con el cambio de hora, celebramos el XXX Domingo del Tiempo Ordinario. En el evangelio Jesús nos habla de dos figuras que nos resultan familiares: el fariseo arrogante y el publicano humillado. Podemos cambiarles de nombre y actualizar sus palabras, pero sus actitudes permanecen, traspasan los tiempos. Nos hablan de dos maneras de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Del fariseo se dice que oraba “erguido”, con la cabeza bien alta, seguro de sí mismo. Con el lenguaje corporal destilaba seguridad y altanería. Por si hubiera dudas, el lenguaje verbal es explícito: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres”. ¿Cómo eran los “demás hombres”? El fariseo no se corta un pelo. Eran “ladrones, injustos y adúlteros”. Por contra, él exhibe un currículo que considera impecable: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
La actitud corporal del publicano es completamente distinta: “Quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho”. El lenguaje verbal también era muy explícito. No presumía de currículo, sino que imploraba una petición: “Oh, Dios, ten compasión de este pecador”. Por si hubiera alguna duda interpretativa, Jesús remata la historia con una sentencia clara: “Os digo que este [el publicano] bajó a su casa justificado, y aquel [el fariseo] no”.

El fariseísmo es una enfermedad muy actual. Reviste modalidades burdas y sutiles. Uno puede decir: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como esos laicos ignorantes. Tengo estudios teológicos y rezo todos los días la Liturgia de las Horas”. O puede pensar cosas más rebuscadas como: “A estos africanos y asiáticos les queda mucho para ser cristianos pata negra”, “Comulgo en la boca y de rodillas mientras esas viejas se llevan la hostia a la boca con sus arrugadas manos”, “Soy un cristiano ilustrado que ha leído a Rahner, cita a De Lubac y no se pierde en efluvios emocionales como si fuera un predicador latinoamericano o carismático”. [Cada uno podemos escribir el guion de nuestras arrogancias farisaicas, que hay muchas].
Mientras perdemos el tiempo exhibiendo músculo cristiano (más aparente que real), abundan los “publicanos” que no encuentran nada de qué presumir. Intuyen que solo pueden seguir viviendo si se cobijan bajo la misericordia divina. Transforman los méritos que creen no tener en humildes peticiones y aceptan la gracia como lluvia de mayo. El resultado es claro. Los primeros se secan en su orgullo; los segundos florecen en su humildad. No hay nada más que añadir. Visto para sentencia.
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