
Han pasado 155 años desde que, a eso de las 8,45 de la mañana, Antonio María Claret muriera en una celda del monasterio cisterciense de Fontfroide, en el sur de Francia, el 24 de octubre de 1870. Completó así un itinerario terreno de 62 años y diez meses, demasiado breve teniendo en cuenta las expectativas de vida actuales, pero más que cumplido en su tiempo. A lo largo de mi vida como claretiano he tenido la oportunidad de visitar casi todos los escenarios en los que Claret vivió.
Durante esta semana he podido hacerlo en el único lugar significativo que me quedaba: las Islas Canarias. Claret estuvo, sobre todo, en la isla de Gran Canaria, pero llegó primero a Santa Cruz de Tenerife (11 de marzo de 1848) y partió para la península desde Lanzarote (2 de mayo de 1849). Tenía 40 años. Estaba en plenitud de fuerzas. Los diez años por tierras catalanas habían supuesto su consagración como misionero apostólico. En los catorce meses escasos que pasó en las Islas Canarias pudo poner en práctica todo lo que había ensayado en su etapa anterior y madurar la idea de formar un grupo de compañeros que compartieran establemente con él la tarea misionera.

Lo vivido por Claret en Canarias demuestra una vez más que, cuando hay fuego interior, todo es posible, aunque las circunstancias externas sean adversas. Hoy solemos repetir a menudo que en las sociedades secularizadas es difícil evangelizar, que la mayoría de las personas son reacias o indiferentes al anuncio del Evangelio, pero esto no tendría que ser excusa para quedarnos con los brazos cruzados o abandonarnos a una pastoral minimalista. Donde hay fuego, hay luz y calor. No está en nuestras manos cambiar el curso de la historia, pero podemos avivar el fuego que hemos recibido.
Claret no perdió el tiempo en quejarse de la situación que encontró en Canarias. Desde el primer momento se puso manos a la obra. Mientras muchos agotan el tiempo en analizar ad nauseam lo que está pasando, unos pocos se aprestan a iluminar la situación y a acompañar a las personas en sus itinerarios de búsqueda. Durante estos días he tenido la oportunidad de reunirme con los claretianos de las islas, con cristianos de la parroquia Corazón de María de Las Palmas y con profesores del Colegio Claret. En todos he percibido el deseo de no echar en saco roto la herencia recibida de nuestro intrépido fundador.

Hablando con el secretario general de los Seglares Claretianos, quien me acompañó ayer en un interesante recorrido claretiano por el centro histórico de la ciudad, convinimos en que uno de los secretos del fruto apostólico de Claret consistía en ser claro y enérgico en la denuncia de los males morales y materiales que afligían al pueblo e infinitamente misericordioso con las personas que los padecían. Claridad (en tiempos de confusión e incertidumbre) y compasión (en tiempos de indiferencia y egocentrismo) son dos rasgos que tendrían que caracterizar nuestro estilo de vida hoy.
Si algo he aprendido durante estos días es que cuando un misionero ama a las personas produce siempre fruto. El amor nunca queda infecundo. Otras cosas (ideas brillantes, programas bien articulados, etc.) pueden ser vistosas, pero no transformadoras. Quien ama nunca se equivoca. Esta es una ley universal que puede aplicarse en todo tiempo y lugar. Los santos la han entendido, por eso nunca pasan de moda.
Claridad y compasión... Un sacerdote secular, Gregorio Chil y Morales, párroco de la ciudad de Telde en 1848, y testigo directo de las misiones de Claret en su localidad, le escribió a su obispo: "Esta población jamás ha presenciado cosa igual: los enemigos más encarnizados, reconciliados; los pecadores más obstinados, penitentes; los escándalos públicos y privados, cortados y expiados; los matrimonios extraviados, restablecidos; las restituciones y deudas, satisfechas;... y ¿por qué, señor esto? Porque nada era capaz de hacer frente al fuego de sus discursos, a la dulce insinuación de sus maneras, a la energía de sus reprehensiones, a la dialéctica y fuerza de sus razones. La unción de sus palabras rendía a los oyentes.... Y ¿podía esperarse otra cosa de unos trabajos sostenidos por las virtudes más heróicas? Una caridad ardiente, un amor infatigable por los pobres, una fe viva, una humildad sin igual, una dulzura inalterable, tal es el modelo y dechado que nos ha dejado el Padre Claret"... Aquí se ven claramente la claridad y la compasión, la energía y la dulzura... que no solo deben aparecer en la palabra y los discursos, sino también en el testimonio de vida. Solo así se puede hablar "de corazón a corazón y de alma a alma". Gracias, querido Gonzalo, por ese ratito tan vivificante de paseo y conversación compartido.
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