
Me resulta duro disfrutar de la calma matutina de mi pueblo cuando los informativos nos cuentan que España arde y no solo en sentido metafórico, que también. En el oeste de nuestra comunidad de Castilla y León hay varios fuegos activos. En Tres Cantos, ciudad que he visto nacer desde finales de los años 70, el fuego se ha cobrado la vida de un hombre. Las altas temperaturas están desquiciando a muchas personas. Los golpes de calor incluso han acabado con algunas de ellas.
Cuando los incendios son inevitables, solo queda reaccionar con energía, organización y solidaridad, pero, cuando son provocados deliberadamente por el hombre, lo que brota es una tremenda indignación. Detrás de algunos pirómanos hay secretas venganzas y oscuros intereses de empresas dedicadas a la extinción de incendios y otros colectivos que buscan la reventa de la madera quemada, la recalificación del suelo, etc. Sin ser experto en la materia, creo que las penas para este tipo de delitos son todavía demasiado leves y, por lo tanto, poco disuasorias.

He nacido en una tierra de bosques. Necesito el bosque para vivir. Admiro cómo la gente de esta tierra lo cuida y lo respeta. No podría decir lo mismo de bastantes turistas desconsiderados que hacen fuego en lugares prohibidos, dejan la basura en cualquier sitio, se internan con motos en zonas reservadas y no muestran el más mínimo sentido cívico. Los que más entienden de estas cosas llevan años quejándose de que los montes no se limpian como antes. Desde mi limitada observación, creo que esto es verdad. A veces se esgrimen razones falsamente ecológicas. A menudo la verdadera causa es la falta de presupuesto. La idea romántica de bosques salvajes, dejados a su suerte, no tiene mucho sentido en áreas pobladas por humanos.
En nuestros entornos ibéricos se trata de bosques “humanizados” que hay que saber cuidar y administrar teniendo en cuenta los beneficios que proporcionan a los seres humanos. Por mal que suene en un contexto de ecologismo libresco, no estamos nosotros al servicio de los bosques, sino los bosques al servicio de los demás seres, en una interacción beneficiosa para todos. Cuando llegan los incendios estivales, siempre hay políticos y ciudadanos que repiten como un mantra la misma frase: “Los incendios del verano se apagan en invierno”. Pero esta frase casi nunca se traduce en medidas preventivas eficaces.

Contemplando las enormes masas de pinos y robles que rodean a mi pueblo y el embalse que comienza a ensancharse en el valle del Revinuesa, me preguntaba cuántos años se necesitan para que la naturaleza adquiera un perfil y tan hermoso. Todo puede dañarse en pocas horas si algún desalmado cae en la tentación de prenderle fuego. Necesitamos torres de vigilancia, equipos especializados, material eficaz, cortafuegos inteligentes, planes estratégicos…, pero lo que más necesitamos es sensatez y sentido moral.
Atentar contra los bosques es atentar contra los seres humanos y los animales, es poner en juego los ecosistemas que nos permiten vivir. No se trata solo de vigilar y, en su caso, de perseguir a los pirómanos, sino también de evitar muchas malas costumbres (como tirar colillas al suelo, hacer fuego en espacios y tiempos prohibidos, etc.) que pueden tener consecuencias fatales. También aquí, como en tantos aspectos de la vida, la educación juega un papel esencial. Nos queda todavía mucho camino por recorrer.
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