viernes, 22 de agosto de 2025

A bordo del tren



El termómetro del vestíbulo de la estación de Atocha marca 26,2 grados. Hay mucha gente, pero todo discurre con orden. Me tomo un café con leche en el establecimiento Mahoudrid mientras espero mi tren para Barcelona. Apenas me subo al vagón 13 empiezo a teclear la entrada de hoy. No me ha sido posible hacerlo antes. La mañana se me ha ido en ultimar los detalles de la actividad que voy a desarrollar en Vic los próximos días. Observo a la gente que tengo alrededor. Muchos viajan solos como yo. 

Me acomodo en mi asiento 1C. Imagino a los pasajeros que podrían ocupar el asiento 1D. Me vienen a la mente los rostros y nombres de personas conocidas. Me pregunto con quién me gustaría viajar esta tarde y qué tipo de conversación podría darse durante las dos horas y media que dura el viaje a Barcelona. La hora se presta a una buena siesta veraniega, pero una buena conversación es siempre preferible a una cabezadita. 

Uno de los posibles temas sería la ola de incendios que nos está afectando desde hace varias semanas. Quizá repetiríamos los argumentos que leemos en los periódicos y en las redes sociales u oímos en las radios y televisiones. No es fácil ser original cuando ya se ha dicho todo lo imaginable.


Después de dar un rápido repaso a los temas de actualidad, tal vez nos internaríamos en terrenos más personales. Aquí se abrirían caminos distintos según la persona que estuviera sentada a mi derecha. En algunos casos, abordaríamos cuestiones laborales, la desgana a la hora de reanudar el trabajo tras el paréntesis vacacional y las perspectivas que se presentan para los próximos meses. Yo le comentaría algo de los nuevos proyectos editoriales en que nos estamos embarcando y de los viajes previstos hasta Navidad: Roma, Canarias, Londres, etc. 

Él (o ella) me preguntaría si sigo viajando como antes. Yo le diría que no tanto y que, en todo caso, los viajes de ahora son más cortos en tiempo y en distancia que los que solía hacer cuan do vivía en Roma. Es probable que, a la altura de Zaragoza, abordáramos algo relativo a la fe. Parece inevitable cuando uno de los interlocutores es sacerdote. Seguramente procederíamos de la periferia al centro. La otra persona comenzaría preguntándome qué opino del papa León XIV, seguiría por algunas cuestiones de moral sexual y acabaría confesándome lo difícil que resulta creer en Dios cuando en nuestro contexto europeo todo parece conjurarse para hacer de la fe una opción irrelevante.


Si viera que el terreno está preparado, quizá yo me atrevería a compartir algo de mis dudas y preguntas, de mis travesías del desierto y de mis pequeñas noches, de mis frágiles experiencias de encuentro con Jesús en medio de las tormentas de la vida. Es muy probable que, a partir de ese momento, los silencios fueran más prolongados que las palabras. 

Por la megafonía del AVE nos desean un buen viaje en castellano, catalán e inglés. Yo sigo abandonándome a un ejercicio de imaginación. Cuando miro al asiento de mi derecha, caigo en la cuenta de que en él no está sentada ninguna de las personas con las que me hubiera gustado compartir este viaje. En su lugar hay un muchacho de unos 20 años vestido con vaqueros claros y camiseta blanca. Huelga decir que lleva los auriculares puestos y está practicando el noble deporte de deslizar el dedo pulgar de la mano derecha por la pantalla manoseada de su móvil. No veo muchas posibilidades de entablar una conversación real, así que continuaré abandonándome a la imaginación. Nos vemos en Barcelona.

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