viernes, 3 de enero de 2020

Dos caricaturas que hacen pensar

Anoche vi “Los dos papas”, la película del director brasileño Fernado Meirelles con guion de Anthony McCarten. Se difundió el 20 de diciembre pasado en la plataforma Netflix. Está dando mucho que hablar y escribir. El personaje del entonces papa Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) es interpretado por el galés-estadounidense Anthony Hopkins, un experto en personajes extremos. Al cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio (actual papa Francisco) lo interpreta el actor galés Jonathan Pryce. Creo que la película se ve con gusto, contiene escenas de majestuosidad vaticana (por ejemplo, los diálogos entre ambos personajes en la Capilla Sixtina con el Juicio Final de Miguel Ángel al fondo) y de estética hollywoodiana (como el viaje en helicóptero desde Castelgandolfo al Vaticano), aborda cuestiones que interesan a muchas personas, enfrenta dos maneras de entender la vida y la fe, disuelve los enfrentamientos en una balsa de amistad y humor y toma partido evidente por uno de los dos personajes. Reconozco, en definitiva, que la película entretiene y hace pensar, lo que no es nada sencillo. Es probable que guste a muchos espectadores. Tiene los ingredientes necesarios para ello.

Sin embargo, viéndola con una cierta distancia, tuve la sensación de presenciar el juego interesado de dos caricaturas. A poco que se conozca a Benedicto XVI, cuesta identificarlo con el personaje rígido, irónico, despótico y casi decrépito encarnado por Anthony Hopkins. Es evidente que al guionista y al director no les interesaba tanto acercarse al personaje real de Joseph Ratzinger cuanto servirse de él para caricaturizar al “rottweiler de Dios” y oponerlo al “argentino liberacionista”, lo cual resulta cinematográficamente más interesante, aunque tengo mis dudas sobre su verdadero alcance porque, a la larga, no hay nada más cautivador que la verdad desnuda. Asocio demasiado a Anthony Hopkins a papeles siniestros (como el que representaba en El silencio de los corderos) como para verlo interpretando al tímido, cortés y suave Benedicto XVI, aunque reconozco que Hopkins es un actor de raza.

Jorge Bergoglio, por su parte, es presentado como un hombre que ha vivido un proceso de transformación. Su discutida actuación durante la dictadura argentina, siendo provincial de los jesuitas, lo acompaña como un peso del que solo empieza a liberarse cuando Jalics –uno de los dos jesuitas secuestrados y torturados– y él se encuentran, celebran la Eucaristía y se abrazan. Da la impresión de que, tras dos años de “destierro” en la sierra cordobesa, Bergoglio experimenta un cambio que le hace descubrir una visión del Evangelio desde la compasión y la misericordia. Estarían aquí contenidas las claves principales de su ministerio posterior, claramente explicitadas en sus gestos, palabras y escritos tras su elección a la cátedra de Pedro. 

A pesar de sus rasgos caricaturescos, también Ratzinger/Hopkins experimenta un proceso de cambio que lo lleva a darse cuenta de sus errores y a dejar espacio para que otro (Bergoglio) pueda realizar lo que él intuye que es necesario, pero de lo que no se siente capaz. Cuando Bergoglio es él mismo, resulta muy popular. Cuando Ratzinger es él mismo, suscita rechazo. Es verdad que muchas escenas son sencillamente inverosímiles, pero ponen sobre la mesa la responsabilidad de dos hombres que, con sus fragilidades humanas respectivas, han sido elegidos para dirigir la Iglesia en los primeros años del siglo XXI. ¿Se puede ser el líder espiritual de más de 1.200 millones de católicos siendo una persona con un expediente no inmaculado?

Quizás sea este último aspecto el que más me interesa. Si en el pasado los personajes públicos eran, por lo general, recubiertos de un aura de perfección que enmascaraba sus debilidades y errores, hoy, por el contrario, son sometidos a un escrutinio implacable. De él no se libran ni los papas. Se examina con lupa la trayectoria de sus vidas para descubrir cualquier sombra o mácula que permita desautorizar su función actual. Pareciera que las redes sociales se han convertido en la moderna inquisición. Se investiga todo (desde la redacción de una tesis doctoral hasta los amoríos adolescentes, las búsquedas en Internet y los movimientos bancarios) para encontrar algún dato que permita descalificar a una persona. Es comprensible que no todo el mundo pueda resistir esta tremenda presión social. 

Como se insinúa en la película, Dios perdona y olvida siempre, pero las hemerotecas y los archivos de Internet nunca. Es como si hubiéramos entrado en una especie de presente continuo en el que todo lo vivido se pone al mismo nivel, sin posibilidad de evolución. En otras palabras, es imposible cambiar o convertirse, como se dice en el lenguaje cristiano. El pasado siempre está ahí. Lo que uno fue (incluidos sus errores y pecados) lo acompaña de por vida como una losa insuperable. Adivino detrás de esta neoinquisición mediática la visión pesimista del protestantismo clásico, que no creía que la fe pudiera renovar nuestra vida, sino solo librarnos de la imputación de nuestros pecados. ¡Menos mal que, cuando volvemos al Evangelio, descubrimos a un Jesús que llamó a hombres y mujeres imperfectos (comenzando por sus propios apóstoles) y que, aceptándolos como eran y queriéndolos sin límites, los ayudó a recorrer un camino de verdadera transformación! Hay vida más allá del juicio sumarísimo de Internet.


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