miércoles, 16 de febrero de 2022

El ocaso de los dioses

Hacía unos veinte años que no acudía al Teatro Real de Madrid. Lo hice ayer por la tarde para ver la ópera El ocaso de los dioses. Me invitó un amigo mío, lector asiduo de este Rincón. La representación comenzó a las 18,30. Salimos del teatro a medianoche. Cinco horas y media de intensidad dramática, con dos descansos que separaban los tres actos, dan para mucho. Confieso que no me aburrí en ningún momento. Cuando lo que sucedía en el inmenso escenario no me atrapaba, recorría con la mirada el palco izquierdo de la primera planta (donde sonaban algunos metales) o el palco derecho (donde estaban las seis arpas y varios instrumentos de percusión). 

El efecto sonoro producido por el cuerpo orquestal, sepultado en el foso, y sus dos brazos extendidos en los palcos era en algunos momentos sublime. No soy muy aficionado a Richard Wagner. No me atrae su compleja personalidad, pero reconozco que anoche su orquestación me pareció en algunos momentos brillante como la de Berlioz y, en otros, seductora como la de Beethoven. Pablo Heras-Casado (granadino, nacido en 1977) hizo un excelente trabajo dirigiendo la orquesta del teatro. El público lo premió con sentidas ovaciones.


El teatro estaba casi lleno, aunque se fue aligerando un poco a partir del segundo acto. No todos los espectadores pueden permitirse un horario tan dilatado. En mi caso no había ningún problema porque el teatro está a un cuarto de hora a pie de mi casa. 

El libreto de la ópera está escrito en alemán, pero todos pudimos seguir su traducción al español y al inglés en tres grandes pantallas colocadas en la parte superior y en los laterales de la boca del escenario. Me sorprendió la perfecta sincronización entre lo que los actores cantaban en el escenario y lo que aparecía en pantalla.

Confieso que me costó entender la trama argumental a pesar de que me había leído el opúsculo que se reparte a la entrada. No estoy familiarizado con las sagas nórdicas ni con la obra de Wagner. Tuve dificultades para identificar a los personajes principales: Siegfried (tenor heroico), Brünnhilde (soprano dramática), Alberich (barítono bajo), Hagen, su hijo (bajo), Gunther, medio hermano de Hagen (barítono), Gutrune, medio hermana de Hagen (soprano lírica), Waltraute, walkiria hermana de Brünnhilde (mezzosoprano), etc. 

El ocaso de los dioses (Götterdämmerung) es una ópera muy larga y compleja. Es la cuarta y última de las óperas que componen la tetralogía de El anillo del nibelungo (Der Ring des Nibelungen). Fue estrenada en 1876. A España llegó en 1901. A pesar de su trama algo enredada, la ópera narra una historia sencilla: cómo el anillo maldito, hecho con oro robado al Rin por el enano Alberich, perteneciente a la raza de los nibelungos, produce la muerte de Sigfrido, pero también la destrucción del Walhalla, la morada de los dioses, donde habitaba Wotan (Odín). La narración del apocalipsis final que hace Wagner se aparta bastante de las antiguas fuentes nórdicas. Tiene mucho de creación personal tras varios borradores.


Para algunos críticos, la ópera de Wagner se mueve entre la distopía medioambiental y el totalitarismo. En algún momento, cuando aparecían en el escenario las banderas albirrojas y los uniformes militares, me parecía estar recordando la estética nazista de los años 30 y 40 del siglo pasado. Incapaz de pronunciarme con suficiente conocimiento acerca de esta historia y de sus posibles interpretaciones contemporáneas, me recreo en la fascinación estética que me produjo la escenografía (esquemática y enérgica a un tiempo, incluido el fuego y la suave lluvia final) y, sobre todo, la potencia y el colorido de la orquesta. 

A veces me fijaba en el joven músico que tocaba la tuba (en el palco derecho) y que, durante largos períodos, permanecía en silencio. De vez en cuando bebía agua de una botella de plástico sin perder de ojo la partitura. Solo en los momentos de mayor sonoridad hacía resoplar sus notas profundas y dramáticas que contrastaban con el lirismo de las arpas, reservadas para momentos más íntimos.

Pasada la medianoche, mientras regresaba a casa a pie, me preguntaba cómo los seres humanos somos capaces de hacer algo tan grandioso y bello como una ópera y fatigamos tanto para resolver problemas como la desnutrición, la falta de vivienda, el cáncer o la malaria. Necesitamos artistas de la música, de la pintura y de la literatura, pero también “artistas” (uso deliberadamente esta expresión en vez de la más habitual de “profesionales”) de la política, la economía, la medicina, el urbanismo y las ciencias sociales. 

Cuando ponemos en primer plano la dimensión artística, y no la meramente productiva, accedemos a niveles de humanidad que son verdaderamente transformadores. Una ópera (con su complejo equipo de músicos, cantantes, actores, escenógrafos, figurinistas, iluminadores, etc.) es una maqueta del tipo de mundo en el que el talento, el orden y la cooperación se dan la mano para construir algo bello que puede mejorar la vida humana abriéndola a una dimensión trascendente.

Para aquellos que estén interesados en conocer mejor el Teatro Real de Madrid, es posible hacer una visita virtual pinchando en uno de los siguientes enlaces:  visita virtual (1), visita virtual (2).



1 comentario:

  1. Una ópera no se hace en solitud, es un equipo que tiene un fin común, que buscan una unidad, lo que hace que suene bien y todo sea armonioso. Importante no ir en solitud por la vida… Unidos haremos más fuerza.
    Gracias Gonzalo por irnos aportando formación, en este caso, musical.

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