jueves, 5 de septiembre de 2019

El peligro de ser (demasiado) fuertes

En realidad, tendría que haber escogido para la entrada de hoy un título positivo, algo así como “La bendición de ser débiles”, pero me temo que más de un amigo mío me diría irónicamente que en los últimos dos años me estoy dejando influir demasiado por el planteamiento optimista de la Indagación apreciativa, método al que estoy dedicando algunos estudios y prácticas. Por otra parte, si Friedrich Nietzsche levantara la cabeza –cosa muy poco probable– me diría que cualquiera de los dos títulos (tanto el negativo como el positivo) confirman su sospecha de que el cristianismo es una religión de débiles esclavos, no de señores fuertes. A la “muerte” del Dios judeo-cristiano en la sociedad occidental secularizada le sigue, según él, una etapa de nihilismo, pero éste se superará cuando el Übermensch (el superhombre) imponga valores nuevos basados en la “moral de señores” (la fe en uno mismo, el orgullo, el dominio, la gloria), no en la “moral de esclavos” (la compasión, el servicio, la paciencia, la humildad) propiciada por el cristianismo. ¿No os suena esto a música conocida? ¿No hay algunos intérpretes modernos de esta teoría supremacista?

No comparto las propuestas que hace Nietzsche, y además me produce lástima su desgraciada vida, pero reconozco que posee una extraordinaria lucidez a la hora de hacer el diagnóstico de lo que le estaba pasando a Europa en la segunda mitad del siglo XIX. Seguimos padeciendo las consecuencias. Su “superhombre” ha tenido varias versiones. Creo que la más conocida fue la versión nazista propugnada por Hitler y su obsesión de la supremacía aria,  con las consecuencias nefastas que ya conocemos, pero otra –más suave en apariencia, pero igual de deletérea en el fondo– es la inoculada por la “ideología del triunfo” presente en nuestra sociedad capitalista. Basta mirar los anuncios de algunas universidades privadas, centros deportivos, empresas, etc. Todo se basa en la competitividad. La vida se concibe como una lucha por el poder. El darwinismo histórico impregna todo. Solo los triunfadores tienen un lugar en este mundo; los demás (incluidos los niños no nacidos y los ancianos enfermos o dependientes) son sobrantes, pura escoria que debe ser eliminada.

Me he extendido más de la cuenta con Nietzsche cuando, en realidad, hoy quería escribir sobre algo que veo en los religiosos de la India y que se ha vivido ya en Europa y en varios lugares de América. Muchas congregaciones que llegaron a este país hace medio siglo o más están viviendo una etapa de esplendor que, en realidad, puede ser la antesala de una grave crisis. Tienen vocaciones (aunque empiezan ya a escasear), poseen numerosas instituciones y propiedades (algunas muy lucrativas) y sienten que, aunque el cristianismo es una minoría en un país de mayoría hindú, los religiosos tienen todavía prestigio social e influencia (si bien ya saltan a los medios de comunicación las noticias de algunos escándalos). Como ha sucedido varias veces a lo largo de la historia (pensemos en los cluniacenses o en los jesuitas, por ejemplo), la prosperidad, el poder y la fuerza conducen inadvertidamente a una vida relajada e insignificante. Jesús lo dijo con otras palabras: “Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?” (Mt 5,13). 

Cuando uno se sabe fuerte, reconocido y admirado, fácilmente cae en la tentación de la arrogancia y la autosuficiencia, se alinea con los poderosos, empieza a vivir un estilo de vida aburguesado, se aleja de los pobres, prefiere las grandes instituciones a las misiones periféricas; es decir, se va situando en las antípodas del Evangelio. Naturalmente, el ser humano –incluido el religioso– encuentra justificaciones para todo. La más socorrida es esa de que “los ricos también lloran”. No es éste el asunto. A veces, cuando se quiere reaccionar, es ya demasiado tarde. En este sentido, ser “fuerte” es muy peligroso. Uno tiende a sustituir la espiritualidad del Magnificat de María (“derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”) por el “America first” de Donald Trump.

Jesús, que “siendo rico, se hizo pobre por nosotros” (Flp 2,1), nos propone con su vida y sus palabras un camino de sencillez y pequeñez que no tiene nada que ver con la interpretación débil de Nietzsche. La “debilidad” cristiana es expresión de vaciamiento interior, de confianza en Dios, de fuerza creativa, no de desprecio de la humanidad. Algunos de mis compañeros, para evitar una interpretación de Dios en clave de fuerza y de poder, transforman las oraciones litúrgicas. En vez de dirigirlas al “Dios todopoderoso” (omnipotens Deus) –tal como señala a menudo el Misal Romano– las dirigen al “Dios misericordioso”. Unos pocos, en un intento bienintencionado por aparecer más modernos y creativos, hablan de un “Dios tododebilidoso”. A mi entender, no es necesario recurrir a ningún artificio lingüístico. Yo me siento muy cómodo dirigiéndome a Dios Padre todopoderoso porque soy consciente de que el suyo es el “poder del amor”, no el poder de dominación o destrucción. Cuanto más poderoso, más amante. Los cristianos en general –y los religiosos en particular– no estamos llamados a ser muchos o muy poderosos e influyentes. Como solía repetir santa Teresa de Calcuta, cuya memoria litúrgica celebramos hoy, “estamos llamados ser fieles, no triunfadores”. Al fin y al cabo, somos seguidores del “fracasado” más transformador de la historia humana

Escribo esto precisamente en el día en el que celebro el 43 aniversario de mi primera profesión religiosa como misionero claretiano; es decir, de mi compromiso de seguir a Jesús en castidad, pobreza y obediencia para el anuncio del Evangelio. Es un tiempo suficientemente largo como para poder suscribir al cien por cien las palabras de Pablo: Por eso me complazco en las debilidades, en insultos (maltratos), en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo, porque cuando soy débil, entonces soy  fuerte (2 Cor 12,10).



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