sábado, 27 de julio de 2024

¡Vivan los novios!


Ayer iba de abuelos; hoy va de novios. A primera hora viajo a Logroño para presidir esta tarde el matrimonio de dos jóvenes amigos que han vivido unos años en Londres y ahora residen en Madrid. Espero vivir una celebración hermosa y auténtica. Confieso que hay muchas cosas de las bodas actuales que no van con mi manera de entender el matrimonio. Me resulta incomprensible la sofisticación que envuelve casi todos los aspectos de las bodas (despedidas de solteros, invitaciones con números de cuenta incluidos, webs de la boda, trajes, decoración, banquetes, baile, fotos y vídeos, luna de miel, etc.). Algunos novios me dicen que no pueden proceder de otra manera debido a la presión familiar o social. Los comprendo. Pero a veces en la vida hay que dar un puñetazo encima de la mesa y no claudicar de las propias convicciones. 

Creo que, gracias a Dios, la boda de mis jóvenes amigos se separa un poco del guion tradicional. A ambos los he visto muy implicados, conscientes de su verdadero significado. Mientras escribía la homilía que quiero compartir esta tarde con ellos y sus familiares y amigos, pensaba que todo matrimonio es una aventura “excesiva”. Lo que los cónyuges se prometen en el rito (amor personal, fecundo y fiel) excede con mucho sus capacidades humanas. ¿A santo de qué viene una promesa de tal envergadura? Después de comprobar de cerca innumerables fracasos, ¿merece la pena embarcarse en una travesía tan arriesgada y desproporcionada?


Muchos dicen que los célibes no deberíamos decir una sola palabra acerca del matrimonio porque no lo vivimos. Hablar por hablar. Es una advertencia sensata que nos previene contra discursos demasiado idealistas, alejados de la experiencia real. Pero el hecho de que no vivamos la realidad en primera persona no significa que no tengamos ninguna relación con ella. Si solo pudiéramos hablar de lo que experimentamos hasta el final, todos deberíamos permanecer mudos. 

A mí me parece -lo he escrito en numerosas ocasiones- que el matrimonio cristiano es una realidad “demasiado nueva” como para ser comprendida por la gente de nuestro tiempo. ¿Cómo vamos a saber qué significa un amor personal, fiel y fecundo cuando culturalmente vivimos tiempos de anonimato, incertidumbre y egocentrismo? Un matrimonio cristiano es seguramente el mejor signo de la existencia de Dios porque, sin mediar palabras, nos habla de un amor que refleja lo que Dios es.


De Madrid a Logroño tengo unos 334 kilómetros. Haré el camino en dos etapas tratando de evitar las horas más calurosas del día. Procuraré ser un testigo discreto de un compromiso que es en sí mismo hermoso y sobrecogedor, por más que se repita miles, millones de veces, y a menudo naufrague en una teatralidad vacía. A algunos de mis amigos que viven en pareja les cuesta dar este paso. Me dicen que no lo ven necesario, que lo importante es quererse y respetarse, que no se necesitan papeles para eso. Es verdad. Y, sin embargo, todo matrimonio es algo más que una historia entre dos. Es un acto social que involucra a quienes forman parte del círculo afectivo de los cónyuges, sin que esto implique que ese círculo deba condicionar la historia personal. 

Esto es evidente en las culturas asiáticas y africanas. Por eso celebran con tanta intensidad los matrimonios. Se ha perdido casi por completo en las culturas europeas y americanas. Aquí hemos subrayado tanto la dimensión personal (sin duda básica), que hemos olvidado que las personas no existimos en la burbuja sellada de nuestra afectividad, sino abiertos a múltiples relaciones que forman parte de nuestro entramado afectivo. En fin, que todo esto ronda por mi cabeza mientras procuro acomodar bien el traje y la camisa para que no se arruguen durante el viaje.

viernes, 26 de julio de 2024

¡Vivan los abuelos!


Tuve la suerte de conocer a un bisabuelo, dos abuelos y una abuela y de presidir como sacerdote el funeral de los tres últimos. Viví una relación muy prolongada y afectuosa con ellos, así que hoy celebro con alegría y gratitud el Día de los Abuelos en la memoria de los santos Joaquín y Ana, los padres de la Virgen María y “abuelos” de Jesús. Precisamente ayer estuve compartiendo la comida con unos amigos míos, sus hijas, sus yernos y sus tres nietos. Pude comprobar una vez más cómo los abuelos se transforman ante la presencia de los nietos. 

Es como si, cansados de haber batallado en la educación de sus hijos, sacaran de su bodega los mejores recursos afectivos sin tener que cargar con la responsabilidad de ser los educadores principales. Esto les permite combinar la ternura y la libertad en dosis que no usaron con sus hijos. La relación abuelo-nieto se caracteriza por el binomio gratificación-libertad. Viene a ser una sutil alianza contra un “enemigo” común: los hijos de los abuelos (es decir, los padres de los nietos). Me divertí mucho comprobando cómo funcionan estos juegos psicológicos sin que los protagonistas sean muy conscientes.


Hoy muchas familias jóvenes en las que los dos cónyuges trabajan fuera del hogar dependen mucho de los abuelos para el cuidado de los hijos. Hay abuelos y abuelas que los llevan al colegio, supervisan las comidas, los acompañan a algunas actividades extraescolares o al pediatra y se hacen cargo de ellos cuando los padres tiene que viajar por motivos laborales o recreativos. He conocido más de un caso en que la abuela se ha convertido en catequista de sus nietos, dado que los padres pertenecían a la generación de parejas secularizadas que tienen a gala no educar a sus hijos en la fe “para que decidan libremente cuando sean mayores”. 

Los abuelos, bastante más sabios que sus hijos, saben que no se pueden cosechar frutos donde no se han sembrado semillas de calidad. Son verdaderos profetas en tiempos de confusión. Los abuelos, además, aportan una estabilidad afectiva en los casos de padres separados o divorciados. Son ellos quienes, libres de vaivenes emocionales, aseguran un amor exento del “mercadeo” que a veces caracteriza el amor de los padres separados. En casos extremos, los hijos se utilizan como armas arrojadizas o como chantajes afectivos. Los abuelos tienen que salir al paso de estas trampas para minimizar, con tacto y paciencia, su impacto negativo en los más pequeños.


No he dicho nada del aspecto económico, pero, cuando las jóvenes familias viven una situación precaria, son también los abuelos quienes, con sus ahorros o sus pensiones, salen al rescate. Así que, ante la mole inmensa de méritos, está bien que haya un día al año en que los abuelos salten al primer plano. Sus aportes suelen ser tan positivos que pierde importancia el hecho de que a veces “malcríen” a los nietos con una permisividad excesiva o que de vez en cuando se entrometan más de la cuenta en las relaciones entre padres e hijos. ¡Peccata minuta en comparación con su generosidad a prueba de bomba! 

Sin los abuelos, muchos niños de hoy crecerían dando tumbos, mímesis perfectas de padres que viven en la confusión y en la volatilidad. Son los abuelos quienes proporcionan algunas convicciones sólidas con respecto a la vida, afectos generosos y tiempo de calidad. Los abuelos son una especie de “complejo vitamínico” que enriquece una educación familiar que a menudo deja bastante que desear porque los padres modernos no disponen ni de tiempo ni de recursos para cultivarla como les gustaría. ¡Vivan los abuelos!

jueves, 25 de julio de 2024

No será así entre vosotros


Del evangelio que se lee en esta solemnidad de Santiago, apóstol, patrono de España, destaco una frase de Jesús: “No será así entre vosotros”. Un amigo mío, allá por el año 2017, cuando el auge de Podemos como partido político, se fijaba más bien en la respuesta que Santiago y Juan dan a la pregunta de Jesús: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”. La contundente afirmación de los dos hermanos le parecía el acta fundacional del partido podemita. En efecto, Santiago y Juan respondieron al unísono: “Podemos”. El paso del tiempo ha demostrado, una vez más, que quien pretende escalar el cielo con aires prometeicos acaba en el infierno. 

Bromas aparte, Jesús trata de compartir con los suyos una enseñanza que nunca acabamos de comprender y menos de hacer nuestra. Parte de una constatación tan vieja como los seres humanos: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen”. Esta tiranía y esta opresión a veces revisten formas descaradamente autoritarias y dictatoriales; otras se disfrazan de formas democráticas, pero, en el fondo, todas entienden el poder como dominación. Se trata de imponer a los demás, por la fuerza de las armas, del dinero, de los medios de comunicación o de los votos, el propio criterio. Jesús no se anda con rodeos: “No será así entre vosotros”. El poder de dominio no tiene cabida en la comunidad cristiana.


¿Cuál es entonces la alternativa? ¿Cómo deberían ser las cosas? También Jesús es claro: “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”. ¿Qué líder político, académico, empresarial o eclesial no comienza el ejercicio de su cargo diciendo que ha venido para servir? ¡Hasta el Papa se denomina servus servorum Dei! El vocabulario del servicio a los ciudadanos es de uso común. Y, sin embargo, pocos son los casos en los que vemos líderes que son verdaderos servidores de los demás. Lo más frecuente es encontrar a personas que se sirven del poder para sus intereses personales o corporativos o, a lo más, que se comportan como grises funcionarios que realizan una tarea remunerada pero sin conciencia de servicio. 

En el lenguaje de Jesús, servir significa “dar la vida”; es decir, desgastarse por los demás, preocuparse por atender sus necesidades, anteponer los intereses públicos a los privados. ¿Aprendieron Santiago y Juan esta lección? Parece que no les fue fácil. Su misma madre tenía otro modo más humano de ver las cosas. De hecho, según la versión de Mateo, fue ella la que con cierta arrogancia le dice a Jesús: “Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”.


La historia nos confirma que fue Santiago el primero en derramar la sangre por el Maestro y el evangelio en el año 44. Acabó entendiendo muy bien qué significa “dar la vida” (es decir, servir). Sobre su improbable venida a España y sobre la extraordinaria tradición de peregrinaje a Santiago de Compostela he escrito en otras entradas de este blog. Este año quisiera contemplar a Santiago como el ejemplo de discípulo que es capaz de hacer una peregrinación interior desde el poder de dominio al poder de servicio. Contemplado desde esta perspectiva, Santiago bien pudiera ser el patrono de los líderes laicos y religiosos. 

Mi país, España, lo tiene como patrono. En algunos momentos de nuestra multisecular historia lo hemos contemplado como el “matamoros”. En fidelidad al evangelio, mejor sería contemplarlo como el discípulo que ha aprendido a servir y dar su vida imitando a Jesús. En un momento tan complejo como el que mi país vive ahora, con partidos y líderes que buscan sus intereses particulares y pierden la perspectiva del conjunto, Santiago nos enseña a “dar la vida” para que los demás puedan vivir mejor. No me resigno a creer que, tanto en la política como en la comunidad cristiana, no pueda haber personas con estos valores. A primera vista no son muy visibles, pero los buenos servidores se caracterizan precisamente por su discreción y eficacia, alejados de los focos mediáticos. Que Santiago los proteja y estimule. 

miércoles, 24 de julio de 2024

Será culpa del calor


No es fácil concentrarse en el trabajo cuando el termómetro marca 38 grados y en algunas zonas 40. Desde ayer, Madrid es un horno. He pasado la mañana en San Lorenzo del Escorial. También allí el calor era asfixiante. Quien se lo pueda permitir, huirá durante el próximo puente de Santiago. Pienso en las personas que residen en viviendas mal acondicionadas. Sé que hay algunos a los que les gusta el calor. A mí me mata, pero, antes de matarme, me pone de mal humor, así que procuro defenderme como puedo. Evito salir a la calle en las horas más calurosas. 

Incluso a las 7 de la mañana, que es ahora mi tiempo de paseo, se nota ya el agobio. Si a eso se añade la suciedad de algunas calles, es difícil empezar el día con buen humor. No entiendo por qué muchas personas arrojan al suelo latas de bebidas, cajetillas de tabaco vacías y todo tipo de desperdicios teniendo abundantes papeleras a unos cuantos metros. En las escalinatas de algunos lugares emblemáticos hay botellines de cerveza y chicles pegados. Los empleados de la limpieza urbana no dan abasto, sobre todo en los alrededores de la Puerta del Sol, Callao y Gran Vía. Aunque todos podemos cometer descuidos, observo que en la mayoría de los casos se trata de grupos de adolescentes y jóvenes, los mismos que suelen decir: “¡Para eso hay gente que barre!”.


Me enoja esta falta de civismo. Madrid podría ser una ciudad preciosa -de hecho, lo es- pero cada vez está más descuidada. Las hordas de turistas y el incivismo de muchos locales la van deteriorando poco a poco. ¡Con lo fácil que sería mantenerla limpia y cuidada si todos pusiéramos algo de nuestra parte! Supongo que esas mismas personas que arrojan al suelo tantos desperdicios no harán lo mismo en sus casas. Algo parecido podría decirse de quienes pasean infinidad de perros por las calles. Hay algunos que van provistos de lo necesario para recoger los excrementos, pero en la mayoría de los casos los canes hacen lo que les place sin que sus dueños se preocupen lo más mínimo. ¡Al fin y al cabo, la ciudad no es de nadie! 

Hace un par de semanas vi este aviso en un pueblo de Cataluña: “El perro es tuyo, pero la caca es de todos”, escrito en catalán naturalmente: “El gos és teu, però la caca és de tots” (o algo parecido). En fin, que el calor excesivo hace que todavía lleve peor el olor a orina en algunos lugares y la sensación de que cada uno hace de su capa un sayo. Si -lo que no va a suceder- se me ocurriera llamar la atención a alguien, me imagino la cascada de insultos que recibiría. El incivismo se ha adueñado de los espacios públicos y nadie puede rechistar. ¡A ver si baja la temperatura cuanto antes!

lunes, 22 de julio de 2024

El amor de mi alma


Me gusta que la liturgia nos proponga como primera lectura de la fiesta de santa María Magdalena un breve fragmento del Cantar de los Cantares. La esposa busca con ahínco al “amor de su alma”. Para María de Magdala Jesús fue “el amor de su alma”. También ella lo buscaba con toda la fuerza del amor. En el evangelio de Juan, Jesús se dirige a ella con estas palabras: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. La segunda pregunta es intemporal. También hoy Jesús nos pregunta a cada uno de nosotros a quién buscamos. No se trata de buscar algo (qué), sino de buscar a alguien (quién). 

Tras la renuncia del católico Joe Biden, los demócratas de Estados Unidos buscan a un nuevo candidato a la presidencia de su país. No disponen de mucho tiempo. Los católicos de ese país celebran un multitudinario congreso eucarístico en el que buscan descubrir la fuerza de Jesús eucaristía. Aquí, en España, miles de personas buscan algunas ofertas de última hora para organizar sus vacaciones estivales. Quienes acuden al programa televisivo First Dates buscan también, a veces con palabras parecidas a las del Cantar de los Cantares, al amor de su vida. De formas muy distintas, todos en la vida buscamos algo/alguien, aunque a veces digamos que estamos satisfechos con lo que ya tenemos.


En este juego constante de búsquedas y encuentros, de ausencias y presencias, de tristezas y alegrías, ¿podríamos decir que Jesús es “el amor de nuestra alma”? Solo los místicos se atreven a expresar su fe en términos tan afectivos. San Juan de la Cruz se expresa son falsos pudores: “¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido”. A los pastores les dice que “si por ventura vierdes / aquel que yo más quiero, / decidle que adolezco, peno y muero”. 

Para la esposa (es decir, para el propio Juan de la Cruz), el Amado (es decir, Jesús) es “aquel que yo más quiero”. La pregunta adquiere ahora otro tono: ¿Es Jesús para nosotros “aquel que yo más quiero”? Y, si es así, ¿cómo estamos cultivando esa relación? El mismo Juan de la Cruz aclara que la dolencia de amor no se cura “sino con la presencia y la figura”. Necesitamos de alguna manera “experimentar” que Jesús está verdaderamente presente en nuestra vida. Necesitamos reconocer los “lugares” en los que él se hace el encontradizo con nosotros.


Creo que podemos encontrar al “amor de nuestra alma” en muchos lugares, pero hay dos que, en el contexto actual, cobran un relieve extraordinario: el sacramento de la Eucaristía y el “sacramento” del pobre. La adoración eucarística -tan apreciada hoy por muchos jóvenes- no es un residuo devocional de tiempos pasados en los que apenas se daba importancia a la celebración eucarística. Tampoco es una “reliquia” visible de Jesús que sustituye al sacramento invisible. Es un eslabón esencial de la cadena eucarística que nos habla de la Eucaristía-sacrificio, la Eucaristía-comunión y la Eucaristía-presencia. Así entendida, la adoración eucarística, en su extremada sencillez, nos ayuda a dejarnos mirar por “el amor de nuestra alma” hasta el punto de ser transformados por él. 

Y algo parecido sucede cuando nos dejamos tocar por las personas necesitadas. Entonces, aunque no seamos conscientes de ello, es Jesús mismo quien nos toca y nos cura desde su fragilidad. No somos nosotros los que hacemos cosas en favor de los pobres, sino que ellos nos transforman por dentro porque nos ponen en relación con el Jesús que sigue sufriendo en la carne de quienes pasan necesidad o son excluidos por cualquier causa. Aquí se abren dos caminos espaciosos para nutrir nuestra fe en tiempos en los que es más fácil dejarse arrastrar por la rutina o el cansancio que por el amor. 

domingo, 21 de julio de 2024

¿Compasión o programa?


Confieso que me encanta el pasaje del evangelio de Marcos que leemos en este XVI Domingo del Tiempo Ordinario. El mismo Jesús que ha enviado a sus discípulos en misión por los pueblos del entorno del lago de Genesaret, les invita ahora “a un sitio tranquilo a descansar un poco”. Esta invitación suena muy refrescante en medio de las vacaciones. Hay muchos directores de ejercicios espirituales que los comienzan citando este texto. Parece que “descansar un poco” es un derecho de todo evangelizador que se ha desgastado en la misión. Yo mismo he dedicado mi carta de julio como director en la revista Vida Religiosa a este asunto. 

Hoy somos muy sensibles a la importancia y necesidad del descanso como actividad espiritual. Algunos van más allá y colocan el “derecho a las vacaciones” por encima de cualquier otro compromiso. No es el caso de Jesús. Él, que había sido el organizador del retiro con sus discípulos, no tiene ningún inconveniente en romper el programa para atender a la gente “porque andaban como ovejas sin pastor”. El texto griego indica no solo que “sintió compasión”, sino que “se le removieron las entrañas”. En esto se distingue claramente el “pastor” Jesús de esos otros pastores “que dispersan y dejan perecer las ovejas”, como denuncia en la primera lectura el profeta Jeremías. Jesús es el verdadero pastor que “reinará como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra”.


A la luz del mensaje de este domingo, creo que, a los cuatro principios de discernimiento que el papa Francisco nos ofrece en la exhortación apostólica Evangelii gaudium (el tiempo es superior al espacio [222-225]; la unidad prevalece sobre el conflicto [226-230]; la realidad es más importante que la idea [231-233]; el todo es superior a la parte [234-237]), habría que añadir un quinto: “la compasión va más allá del programa”. 

Aunque no aparece en el fragmento del capítulo de Marcos que leemos hoy, los discípulos no son muy partidarios de este quinto principio. Ellos quieren ser fieles al programa que les había propuesto Jesús. Quieren descansar de sus muchas tareas apostólicas. Consideran la presencia de la gente como un obstáculo; por eso, le piden al Maestro que la despida para que se vayan a las aldeas cercanas a proveerse de comida. Se comportan como pastores “modernos”, que privilegian el programa sobre la compasión, justamente lo contrario de lo que hace Jesús. No es difícil hacer algunas aplicaciones a lo que hoy vivimos en nuestras familias y comunidades.


¿Qué significa hoy “tener compasión”? ¿Qué realidades nos “remueven las entrañas”? Para algunos, la palabra compasión debería ser proscrita del diccionario porque indica una actitud de superioridad moral que casa mal con la esencial igualdad de los seres humanos. Quien se compadece parece situarse por encima de la persona compadecida. Y, sin embargo, la compasión no tiene nada que ver con eso. Expresa un “sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien” (RAE). Significa, pues, ponerse al nivel de la otra persona, sentir con ella, experimentar sus necesidades, percibir su vulnerabilidad. Ese “ponerse al lado” es seguramente lo mejor que podemos hacer. Solo desde esa actitud podemos imaginar luego otros servicios que respondan a lo que la persona necesita y requiere.

Jesús “se puso a enseñarles con calma”. En nuestro caso, la reacción dependerá de la propia realidad. Para una persona con un mínimo de sensibilidad resulta imposible no “sentir compasión” hoy de los miles de inmigrantes que llegan a nuestras costas después de haber atravesado el desierto del Sahara en condiciones infrahumanas. O de quienes no encuentran una vivienda digna porque los alquileres están por las nubes. O de quienes padecen violencia doméstica, viven solos sin desearlo, no llegan a fin de mes o no encuentran razones para levantarse cada mañana. No sé si tenemos “programas” para responder a tantas necesidades, a tantas personas que andan por la vida “como ovejas sin pastor”. Lo que sí sé es que Jesús no permanecería indiferente. También hoy se le removerían las entrañas. Sus discípulos no podemos echarnos atrás o marear la perdiz perdiéndonos en programas que no acaban de llegar al corazón de las personas y que solo sirven para engordar el monstruo burocrático y tranquilizar nuestra conciencia. 


sábado, 20 de julio de 2024

El cansancio de la fe


Hay mucha gente de vacaciones. ¡Y eso que todavía no estamos en agosto, el mes por antonomasia del “cerrado por vacaciones”! Yo sigo en Madrid, disfrutando de unos llevaderos 28 grados. Las actividades pastorales de las parroquias se han reducido al mínimo. En la misa matutina de las 8,30 en el santuario del Corazón de María todavía hay un grupo de unas cincuenta personas. Algunas tiran de abanico o se acercan todo lo que pueden a los ventiladores que hay en los pasillos laterales. Admiro a quienes comienzan la jornada celebrando la eucaristía. Hay un señor que se acerca a recibir la comunión en su silla de ruedas eléctrica. El pasillo central de la iglesia se convierte por unos minutos en una autopista eucarística. 

De vez en cuando, me gusta sentarme en los bancos de la iglesia y participar de la Eucaristía como un fiel más. Así comprendo mejor cómo suenan las lecturas y las homilías de mis compañeros sacerdotes, cómo se vive el misterio desde la bancada de quienes no presiden, pero celebran. Os puedo asegurar que no es lo mismo ver la asamblea desde el presbiterio que sentirse parte de ella acomodado en uno de los bancos. Uno de los riesgos más evidentes es la desconexión. Si la acústica de la iglesia no es buena y quienes leen no vocalizan bien, entonces es muy fácil cansarse y distraerse. Desde abajo, entiendo muy bien las quejas de algunas personas. Se convierten en un acicate para cultivar con más sencillez y belleza el “arte de celebrar”.


Pero el problema es más de fondo. No solo corremos el riesgo de cansarnos de las celebraciones, sino de cansarnos de creer. Esa es la impresión que tienen a menudo muchos cristianos asiáticos y africanos que vienen a Europa. Nos ven cansados, como si la fe supusiera para nosotros un fardo más que una fuente de alegría. Les extraña, por ejemplo, que muchos fieles exijan a sus párrocos que la misa dominical no dure más de 30 o 40 minutos cuando en la mayor parte de las parroquias africanas no baja de hora y media. Les extraña que “aguantemos” la misa en vez de “disfrutarla”. Les extraña que cuestionemos todo lo relativo a la fe como incomprensible e incluso obsoleto y que luego nos abandonemos sin ninguna crítica a los ídolos modernos del fútbol, los viajes, las vacaciones o la tecnología. 

Nos ven cansados, en definitiva, porque pareciera que no creemos “desde dentro” sino “desde fuera”, que no estuviéramos cultivando una relación personal y gozosa con Dios, sino solo cumpliendo ciertos ritos que se consideran obligatorios y que nos gustaría despachar cuanto antes. Quizás el cansancio de la fe sea una de esas enfermedades espirituales que nos impide vivir la vida en plenitud. Nos cuesta conectar la fe con la fuente de la vida. En vez de alimentarnos de ella, nos limitamos a mantenerla.


¿Se puede uno cansar de creer? La fe es un don de Dios que nosotros aceptamos libremente. Dios nunca se cansa de salir a nuestro encuentro. Por su parte, no hay desgaste posible. Pero la fe es también una actividad humana que exige humildad, apertura y entrega. En cuanto actividad humana, está expuesta a los vaivenes de cualquier otra actividad, incluido el cansancio. Es normal, pues, que nos cansemos de creer cuando a primera vista no observamos ningún cambio en nuestra vida personal, cuando nos parece que nuestra vida sería más o menos la misma sin necesidad de confiar en Dios, cuando vemos que nuestras comunidades se van consumiendo en una especie de lenta monotonía, cuando, viendo el panorama estadístico,  tenemos la impresión de que pertenecemos a la última generación de creyentes. 

Caer en la cuenta de este cansancio es fundamental para no dejarse dominar por él. Como sucede con otras dimensiones de la vida, hay que aprender a “cultivar el asombro” para que la fe sea siempre una experiencia fresca. A veces, un gesto o una palabra pueden despertarnos del sopor. Solo se cansa de creer quien no abre los ojos para ver los muchos signos que Dios pone en nuestro camino. Aunque la fe es un don, podemos entrenarnos para acogerlo como el pan fresco que llega cada día a nuestra mesa. Si es verdad -como se dice en la jerga periodística- que “no hay nada más viejo que el periódico de ayer-, también es verdad -como afirman los verdaderos creyentes- que no hay nada más nuevo que una fe que se estrena cada día.