miércoles, 27 de septiembre de 2023

Dejar a Dios por Dios


Yo soy uno de los que contribuyen a que cada día se hagan unos mil millones de búsquedas en el motor de Google. Lo digo porque hoy el famoso motor cumple 25 años. Confieso que a mí me resuelve infinidad de dudas. Se ha convertido en una herramienta imprescindible para mi trabajo y también para escribir las entradas de este blog. No me imagino buscando el dato que necesito en una vieja enciclopedia impresa o en mis apuntes personales. Google nos proporciona un conjunto de herramientas que hacen más fácil, rápido y preciso nuestro trabajo. Aunque nos parezca que este conjunto es ya muy rico y eficaz, estamos solo en los comienzos de lo que veremos en los próximos años.

De todos modos, hoy quiero decir algo sobre la frase que encabeza la entrada. Es de san Vicente de Paúl, cuya memoria se celebra en este día. (Por cierto, para buscar una biografía accesible, he “gugleado” el nombre del santo en internet. El buscador me ha ofrecido casi 48 millones de respuestas, encabezadas por la de Wikipedia). 

He escogido esta frase del santo francés porque nos ayuda a superar muchas falsas dicotomías que arruinan la vida espiritual. Conviene situarla en el contexto:
“Hay algunas ocasiones en las que no es posible guardar el orden de la distribución del día; por ejemplo, llamarán a la puerta mientras hacéis oración, para que una hermana vaya a ver a un pobre enfermo que la necesita con urgencia; ¿qué hay que hacer? Será conveniente que vaya cuanto antes y que deje la oración, o mejor dicho que la continúe, ya que es Dios el que se lo manda. Porque, mirad, la caridad está por encima de todas las reglas y es preciso que todas lo tengáis en cuenta. La caridad es una gran dama; hay que hacer todo lo que ordena. Por tanto, en ese caso, dejar a Dios por Dios. Dios os llama a hacer oración v al mismo tiempo os llama a atender a aquel pobre enfermo. Eso se llama dejar a Dios por Dios”.
Los conocedores de los escritos de san Vicente de Paúl dicen que esa famosa frase –“dejar a Dios por Dios”– aparece no menos de veinte veces en sus obras. No es, pues, una afirmación feliz, pero aislada. Condensa muy bien su espiritualidad. El fundamento es muy claro: la caridad está por encima de todas las reglas. A los rigoristas de turno (hoy se está produciendo un nuevo rigorismo en algunos jóvenes) les cuesta entender esto porque consideran que la fe se expresa, sobre todo, a través del cumplimiento escrupuloso de algunas normas que ellos consideran sagradas: por ejemplo, recibir siempre la comunión en la boca, arrodillarse en el momento de la consagración, abstenerse de comer carne los viernes y cosas por el estilo. 


Para curar la enfermedad del rigorismo (no confundir con la radicalidad), necesitamos el testimonio de los santos que han vivido una profunda experiencia espiritual. Ellos nos muestran con su ejemplo y con su palabra que “donde hay amor, allí está Dios”. Eso significa que lo principal, el criterio para cualquier discernimiento, es el amor a Dios invisible verificado en el amor a los prójimos visibles. Cuando los atendemos a ellos en sus necesidades, no estamos “descuidando” a Dios, sino reconociéndolo y honrándolo en sus imágenes más acabadas: los seres humanos. Nos libraríamos de muchos demonios absurdos si tuviéramos la misma visión integradora que san Vicente de Paúl.

lunes, 25 de septiembre de 2023

Más defensores que buscadores


Este año el otoño astronómico entró el pasado sábado por la mañana. Ya se perciben con claridad sus síntomas, aunque por la tarde sigue haciendo calor. Como soy un enamorado de esta estación, empiezo a sentirme como pez en el agua. La temperatura suave ayuda a la concentración y al trabajo, lo cual es imprescindible al comienzo de un nuevo curso académico y pastoral cargado de compromisos.

En el panorama mundial no se percibe mucho optimismo, pero la vida nos empuja a convivir con la complejidad y a sacar el máximo partido de todo lo que sucede. Todos somos, en el fondo, surfistas de la vida. Tenemos que aprovechar la fuerza de las olas que nos arrastran al servicio de los objetivos que nos hemos propuesto. Para lograr este propósito no creo que nos ayude mucho vivir en un permanente debate. Hay personas a las que les encanta polemizar. Se crecen cuando tienen un adversario delante. Esto sucede en el campo de la política, pero también en la Iglesia. No es mi caso. Mi pasión -casi mi obsesión- es buscar siempre puntos de encuentro, aunque a veces no haya más remedio que enseñar los dientes para no ser devorados por los lobos.


¿Por qué nos estamos polarizando tanto? ¿Por qué resulta tan difícil llegar a acuerdos? Quizá la razón más profunda es que a todos nos cuesta abrirnos humildemente a la verdad y honrarla de corazón. Preferimos tener nuestra pequeña verdad y defenderla a capa y espada. Somos más defensores acérrimos que buscadores humildes. Nos falta sencillez y una visión de largo alcance para comprender que no siempre nuestro punto de vista es el más objetivo, que todos estamos muy condicionados por nuestros deseos, experiencias, aprendizajes, prejuicios, expectativas y temores. 

Pero hay además otras razones que son de menos envergadura. Detrás de posturas enconadas se esconden a menudo intereses políticos, económicos, afectivos, etc. No es tan frecuente buscar con limpieza el bien común. Lo decimos de boquilla, pero en la práctica nos vemos atrapados por otros bienes más individuales y grupales. El resultado es una cacofonía social y eclesial que acaba dañándonos a todos, incluidos a quienes la provocan para defender sus intereses.


La perspectiva cristiana es exigente, pero liberadora. Si queremos lograr puntos de encuentro, espacios de convivencia y bienestar para todos, necesitamos morir a nosotros mismos, no buscar chivos expiatorios. La dinámica del chivo expiatorio -sugestivamente analizada por René Girard en su teoría mimética- desplaza a otros lo que no sabemos o queremos asumir. La culpa de los males que padecemos siempre la tienen “los demás”: centralistas, nacionalistas, inmigrantes, conservadores, progresistas, negros, musulmanes, etc. 

Sobre ellos podemos ejercer una violencia “justificada” en nombre del bien común. Lo que casi nunca pensamos es que cada uno de nosotros debemos morir a nuestro “ego” para que los demás puedan vivir mejor. Solo renunciando libre y amorosamente a lo que nos pertenece podemos asegurar un futuro mejor. Jesús lo dijo con otras palabras: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,23-24). Solo las personas con una profunda espiritualidad llegan a este nivel de conciencia. Los demás vamos caminando como podemos, pero, al menos, es bueno saber la dirección para no engañarnos demasiado.

domingo, 24 de septiembre de 2023

Dios es bueno con todos


La parábola que Jesús nos cuenta en el Evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario siempre me ha desconcertado porque presenta un Dios demasiado bueno que no encaja con nuestra manera humana de afrontar la vida. A nosotros nos gusta programar, calcular, repartir equitativamente las cargas, evitar los privilegios y, en definitiva, dar a cada uno lo suyo. La parábola de Jesús y el mensaje del profeta Isaías (“Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos”) parecen ir en otra dirección. 

Jesús expresa este contraste poniendo en labios del propietario de la viña (o sea, Dios) una pregunta punzante: “¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que el ser humano tuviera envidia de Dios por el hecho de que Él sea bueno. Es como si, acostumbrados a una idea temible y justiciera de Dios, nos costara comprender y aceptar su bondad. Nos asusta tanto la idea que algunos cristianos sienten escrúpulos y, para mitigar este exceso, enseguida añaden: “Pero también es justo”. ¡Como si la bondad y la justicia de Dios fueran realidades contrarias! Dios es justo (a su manera, no a la nuestra) siendo bueno. Me parece que este es el mensaje central de este domingo. Lo demás no tiene gracia, no es divino, no es evangelio.


El breve fragmento del capítulo 55 del profeta Isaías que leemos en la primera lectura comienza con estas palabras: “Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca”. Los verbos “buscar” e “invocar” son propios de quien se sabe necesitado. Cuando estamos cómodos, no buscamos. Cuando nos sentimos seguros, no invocamos. Creo que hoy, aunque anestesiados por muchas cosas, comenzamos a sentirnos incómodos e inseguros en un mundo que parece caminar sin rumbo. He leído que algunos multimillonarios norteamericanos están buscando refugios para sí mismos porque temen que la combinación de una hecatombe nuclear (reactivada con la guerra de Ucrania), una pandemia devastadora y un colapso informático pongan a la humanidad al borde de la extinción. 

Yo no creo que lleguemos a ese extremo, pero es indudable que lo que estamos viviendo nos abre los ojos. ¿Por qué la humanidad ha llegado a este punto? ¿Tiene algo que ver con la pérdida del sentido de Dios? ¿Nos hemos olvidado del Dios bueno que solo busca nuestra salvación? ¿Qué quiere decir Jesús cuando afirma que “los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”? ¿No habrá llegado el momento de conjugar menos verbos como enriquecerse, disfrutar, medrar, mentir, etc. y de centrarnos en el buscar e invocar? La última conjugación no es difícil, pero exige un poco de lucidez y muchísima humildad.


Hoy celebramos con toda la Iglesia la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Con este motivo, el papa Francisco nos ha dirigido un mensaje en el que nos recuerda que “es necesario un esfuerzo conjunto de cada uno de los países y de la comunidad internacional para que se asegure a todos el derecho a no tener que emigrar, es decir, la posibilidad de vivir en paz y con dignidad en la propia tierra”. Una comunidad como Madrid acoge a hombres y mujeres venidos de Rumanía, Marruecos, Colombia, China, Venezuela, Perú, Italia, Ecuador, Honduras, Paraguay, República Dominicana, Ucrania, Bulgaria, Portugal, etc. En la capital, el 14% de la población es extranjera. Basta pasear por las calles del centro (sobre todo, el barrio de Lavapiés) para percibir esta gran diversidad. 

Las reacciones de la gente son muy diversas. Hay algunos que consideran que se trata de una “invasión” que acabará alterando la convivencia pacífica. No faltan indicadores para pensar así. Hay otros que, si no les afecta de manera directa, se muestran tolerantes y casi indiferentes. Y hay, finalmente, muchos (espero que la mayoría) que se muestran acogedores porque adivinan que, detrás de cada persona, hay una situación de necesidad o incluso de riesgo. Si las circunstancias empeoraran, cualquiera de nosotros podríamos vernos abocados a emigrar. 

Por otra parte, su presencia es necesaria en muchos sectores productivos y asistenciales. Lo único que piden es que se regule este flujo con criterios de humanidad y racionalidad. Sea como fuere, el futuro va en la línea de sociedades multiétnicas, multiculturales y multirreligiosas. Los cristianos sabemos mucho de eso. Podemos aportar nuestra capacidad de acogida e integración, conscientes de que todos somos trabajadores en la viña del Señor y de que los de la última hora también tienen derecho a su denario, porque “los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”.


martes, 19 de septiembre de 2023

Yo lo veo así


Desde la ventana de este inmenso complejo veo un parque en el que juega un grupo de niños. Mientras tecleo la entrada de hoy oigo de fondo los discursos de los parlamentarios que se estrenan en el Congreso de los Diputados hablando en gallego, catalán y euskera. No sé si más tarde lo harán en bable y aragonés. Aunque su mensaje celebrativo y reivindicativo parece ser el mismo, sus tonos son  diferentes. Unos son muy sentimentales y líricos, otros más racionales y algunos muy irónicos. Supongo que la votación final cambiará el reglamento del Congreso de modo que, de ahora en adelante, se podrán usar todas las lenguas del Estado en el parlamento español. 

Aunque se ha escrito y actuado mucho en contra de esta resolución, a mí no me parece mal como medida pedagógica. Ya sé que, desde el punto de vista práctico, no es estrictamente necesario. Ya sé que algunas lenguas son cooficiales solo en sus respectivos ámbitos territoriales, no en todo el país. Ya sé que esta pluralidad lingüística complica los debates y encarece el presupuesto. Ya sé que todos dominan la lengua común y podrían expresarse perfectamente en ella sin ningún esfuerzo. Ya sé que el asunto está politizado de principio a fin. Ya sé que se ha llegado a esta medida como peaje para que el candidato socialista consiga la mayoría parlamentaria necesaria para acceder a la presidencia del gobierno. Y, sin embargo, la decisión no me parece mal.


Yo me encuentro en Guadalajara acompañando a las Adoratrices en el comienzo de su XXXI Capítulo General. También aquí echamos mano de la traducción simultánea. Yo hablo en español (lengua de la mayoría de las capitulares europeas y americanas) y dos traductoras (una india y otra argentino-italiana) traducen al inglés desde su cabina. Me agradecen que hable despacio y claro. Les ayuda mucho en su tarea el hecho de contar previamente con las diapositivas que proyecto sobre las dos pantallas que hay en la sala. Hasta ahora todo transcurre con absoluta normalidad. El objetivo es que todas las capitulares puedan expresarse en la lengua que mejor dominen y, al mismo tiempo, puedan entender las intervenciones de las demás.

Confieso que a mí no me resulta extraño este procedimiento. Lo he experimentado en numerosas ocasiones en encuentros internacionales de diverso tipo. Se podrá argumentar que el Congreso español no es una reunión internacional y que, a diferencia de lo que sucede en un capítulo general o en un simposio, todos los parlamentarios entienden y hablan a la perfección la lengua común. Pero -¡ojo a esta partícula adversativa que nos despierta del letargo!- no siempre se trata de buscar solo la eficacia, sino también de celebrar la diversidad.


Entenderse en diversas lenguas exige un notable esfuerzo intelectual y un cambio de actitud. Solo quien habla más de una lengua sabe a qué me refiero. Nos obliga a ser humildes y empáticos, prestar mucha atención, salir del terreno conocido, ir a lo esencial, ser sensibles a las diferencias, cuestionarnos seguridades, ensanchar nuestro horizonte mental y afectivo, valorar los matices y sonoridades, etc. A primera vista, puede parecer una innecesaria pérdida de tiempo y hasta de dinero. Sin embargo, ese esfuerzo por entender a los demás en sus propias lenguas, si se realiza desde la buena voluntad y no como arma arrojadiza o excluyente, deshace muchos malentendidos, acerca posturas y va tejiendo una unidad de fondo que es más sana y duradera que las “unidades” impuestas por vía normativa. 

Por paradójico que resulte, se pueden reforzar más los lazos de pertenencia a un espacio común honrando la diversidad que condenándola al ostracismo o al folclore. Normalmente, no hay nadie más dispuesto a la colaboración que aquel que ve respetadas y promovidas sus características propias, entre las que adquiere un valor predominante la lengua.  No siempre los procesos sociales funcionan así, pero es preferible jugar esta carta que la del uniformismo y la intolerancia. Yo, por lo menos, lo veo así. No pretendo que sea la opinión de todos.

lunes, 18 de septiembre de 2023

No me alcanza la vida


La frase la he hecho mía de tanto oírsela a mi amigo Heriberto García Arias. Él, agobiado con muchos requerimientos académicos, pastorales y mediáticos, repite con frecuencia que “no le alcanza la vida”, como si necesitase jornadas de 30 horas para sobrevivir. 

Hay temporadas en las que parece que todo se nos junta. El comienzo de curso es una de ellas. Llueven los compromisos y falta tiempo para llevarlos todos a cabo. Es verdad que una justa priorización de las actividades y una equilibrada distribución del tiempo ayudan mucho a salir incólumes del atolladero, pero eso no basta. 

Muchas de las cosas que suceden en nuestras vidas (llamadas, visitas inesperadas, peticiones, invitaciones, etc.) escapan a toda programación. Yo diría que las mejores cosas de la vida casi siempre son las que nos sobrevienen por sorpresa. Por eso, además de practicar la programación, debemos adiestrarnos en el arte de “surfear la vida”, de aprovechar las olas que nos vienen y canalizar su energía hacia los objetivos que nos hemos propuesto.


Hoy los periódicos españoles hablan con profusión de la muerte repentina, a los 80 años, del periodista Pepe Domingo Castaño. Abundan los elogios por parte de amigos y colegas. Todos admiran su bonhomía y su creatividad profesional (sobre todo, en la radio). Destacan también que fue un hombre que tuvo éxito en varios campos: desde la música hasta el periodismo (en radio y televisión), pasando por incursiones en la literatura. 

Parece que de joven quiso ser fraile dominico. Enseguida orientó la pasión por la palabra (no olvidemos que el nombre oficial de los dominicos es Orden de Predicadores) hacia el mundo de la radio y de la comunicación en general. 

Aparte de sus cualidades para el desempeño de este trabajo, lo que todos subrayan es la pasión con la que lo vivía y su capacidad para compartirla con los colaboradores y los oyentes. Confieso que yo no lo seguía, pero he tenido curiosidad por ver la entrevista que otro gallego (el periodista de RTVE Jenaro Castro) le hizo en el programa Plano general. En ella aparece con claridad que Pepe Domingo Castaño fue capaz de hacer muchas porque era un soñador. En un momento llega a confesar que la vida sí le dio para llevar a cabo sus sueños.


Creo que la clave para que nuestra vida no sea un desierto vacío o un torbellino desbocado es tener una gran pasión que dirija y unifique todo lo que hacemos. Cuando sabemos por qué hacemos las cosas, entonces esa motivación “organiza” el caos y el tiempo. Nos cansamos, pero no nos quemamos. 

En el caso de los creyentes, no basta poner el acento en el por qué, sino también en el por quién o para quién. Nuestro objetivo es buscar en todo la gloria de Dios, que Él sea -como le gustaba decir a san Antonio María Claret- “conocido, amado, servido y alabado”. No buscamos obsesivamente ser felices (como se ha dicho siempre) o autorrealizarnos (como se dice ahora), sino que estas cosas se nos dan por añadidura cuando Dios es nuestro tesoro, nuestra pasión, y buscamos su Reino.

Si de algo adolecemos los creyentes de hoy es de falta de pasión, déficit de entusiasmo. Creemos, pero como al ralentí, sin poner la carne en el asador, como quien enfila el camino de una suave rutina. Nos hace bien encontrarnos con personas entusiastas que nos ayuden a recuperar la pasión de vivir. Cuando “no nos alcanza la vida” porque queremos vivir en plenitud, entonces habremos descubierto el secreto.

domingo, 17 de septiembre de 2023

El perdón renueva todo


No es fácil hablar del perdón sin naufragar en tópicos. Cuando Jesús lo hace, echa mano de la hipérbole para hacernos ver que el perdón es siempre algo exagerado, una realidad que sobrepasa cualquier límite razonable. Este me parece ser el mensaje central del Evangelio de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario. En el libro del Eclesiástico (primera lectura) leemos: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?”. Por punzante que suene la pregunta, esto es lo que sucede a menudo en nuestras vidas. Ansiamos que Dios perdone nuestros extravíos mientras nosotros llevamos cuenta de las afrentas que nos hacen los demás. 

Lo peor es que casi nunca nos damos cuenta, porque uno de los efectos más perniciosos del odio y del resentimiento es que producen ceguera. Nos impiden ver las cosas como son. Cuando uno se instala en el papel de víctima, todo lo filtra a través de la herida. Esto es perfectamente comprensible, sobre todo cuando las víctimas son ignoradas, silenciadas o menospreciadas. Pero no es el mejor camino para una curación integral y para un nuevo comienzo.


Lo que Jesús nos transmite con esa hiperbólica parábola del rey que perdona una deuda de diez mil talentos (cifra desorbitada que, según algunos cálculos, equivaldría a doscientos mil años de trabajo) es que solo Dios tiene el poder de perdonar hasta la raíz. Lo que cuenta no es la gravedad del pecado, sino la inmensidad del perdón. En otras palabras, solo Dios puede crear y recrear. El perdón de Dios no es un barniz que cubre nuestras miserias, sino un amor que nos regenera, que nos convierte en nuevas criaturas. A nosotros, hombres y mujeres limitados, se nos invita a reflejar ese perdón. No hay proporción entre diez mil talentos y cien denarios. Lo que nosotros le debemos a Dios por nuestra ingratitud no se puede comparar con lo que nos deben a nosotros. 

Y, sin embargo, tendemos a poner el acento en los agravios que recibimos de los otros más que en la falta de respuesta agradecida a Dios por nuestra parte. Por eso, nunca acabamos de ser libres. Somos prisioneros de nuestra tendencia innata al ajuste de cuentas. Creemos que hasta que no pongamos las cosas en orden no vamos a ser felices. Jesús insiste en que el verdadero perdón (el de Dios) “desordena” las cosas porque no es calculador, sino exagerado, magnánimo. Derrota el pecado por elevación.


La lección de este domingo es humanamente incomprensible (yo diría que hasta escandalosa y provocativa), a menos que hayamos tenido la experiencia de haber sido perdonados alguna vez sin haber hecho méritos para ello. Cuando hemos vivido en carne propia lo que significa que Dios nos perdone “cuando aún éramos pecadores”, entonces empezamos a barruntar qué significa este poder que Dios tiene de hacer todo nuevo. Luego, como a tientas y siempre con avances y retrocesos, tratamos de replicar esta actitud divina en nuestras relaciones con los demás. Nos vamos adiestrando en la lógica del perdón (“hasta setenta veces siete”; es decir, siempre), pero chocamos una y otra vez con nuestros deseos de justicia reparativa y a veces con nuestras ansias de venganza. 

Si ya es difícil aplicar esta lógica a las relaciones interpersonales, se hace casi imposible cuando se trata de aplicar a las relaciones sociales, al mundo de la política y de la economía. Sin embargo, este es el sueño de Jesús. El Eclesiástico dice: “Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados?”. La gran novedad de Jesús consiste en invertir el orden: “Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”. Podemos perdonar porque hemos sido perdonados.

sábado, 16 de septiembre de 2023

Cambiar, traicionar, mentir


¿Tenemos que pensar siempre igual a lo largo de nuestra vida? No necesariamente. Podemos cambiar. ¿Qué diferencia hay entre cambiar y traicionar? Ateniéndonos solo al diccionario de la RAE, cambiar es “dejar una cosa o situación para tomar otra”; traicionar implica “quebrantar la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”. Donde hay vida, hay cambio constante, sin que esto implique necesariamente una corrupción de nuestra identidad. Siempre somos “los mismos”, aunque no siempre seamos “lo mismo”. El cambio es una consecuencia lógica del carácter evolutivo de la existencia humana.

Podemos -y debemos- cambiar cuando percibimos nuevos aspectos de la verdad que antes nos pasaban desapercibidos. El cambio es el resultado, pues, de nuestra apertura a la verdad y de la escucha atenta de nuestra conciencia. A veces, el cambio se refiere a aspectos menores (cambiamos de trabajo, lugar de residencia, opinión, etc.), pero, en ocasiones, puede implicar un cambio de nuestra opción fundamental en la vida. En ese caso -sobre todo cuando nos referimos a algo que tiene que ver con nuestra actitud ante Dios- hablamos de “conversión”. Pero siempre en el horizonte amplio de búsqueda de la verdad.


La traición, por el contrario, implica infidelidad o deslealtad. No cambiamos porque hemos descubierto un aspecto más profundo de la verdad, sino por intereses espurios: búsqueda de mayor placer, honor, ganancia, prestigio, etc. La traición, pues, huye de la verdad, aunque a veces se disfrace de ella. La traición es un demonio que se presenta sub angelo lucis (en forma de ángel de luz). No tiene en cuenta los principios y valores, sino solo los intereses, ganancias y apetencias. 

La traición pasa por encima de afectos, acuerdos y compromisos, aunque normalmente encuentra subterfugios para que no se vea clara su estrategia. Para ello, la traición se sirve a menudo de la mentira. Mentir no es, sin más, cambiar de opinión (lo cual puede ser encomiable y hasta obligatorio en algunos casos), sino “decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”. Mentir, por lo tanto, significa ir contra la verdad percibida como tal, camuflar la traición con el disfraz de la adulación, la corrección política, el engatusamiento, etc.


Viene todo esto a cuento de lo que estamos viviendo en los últimos meses en la política española. Si no estamos atentos, fácilmente nos dan gato por liebre. Pareciera que la frase atribuida a Aristóteles -Amicus Plato, sed magis amica veritas (Platón es mi amigo, pero más amiga es la verdad)- ha sido sustituida por el chascarrillo encasquetado a Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. Disfrazar de política noble  lo que son simples mentiras o traiciones inaceptables es una de esas añagazas que algunos políticos usan para conquistar el poder o mantenerse en él. 

Si, además, son revestidas de palabras talismán (diálogo, entendimiento, progresismo) y amplificadas por algunos medios de comunicación social, entonces los ciudadanos estamos casi condenados a comulgar con ruedas de molino. No hay nada más frustrante que darte cuenta de que te están engañando y, al mismo tiempo, no disponer de herramientas útiles para defenderte.

En momentos así, la filosofía nos ayuda a no confundir los términos, a hacer un buen discernimiento y a no dejarnos engañar. Cuando más rimbombantes sean los argumentos y más seductoras las palabras, más debemos sospechar que hay gato encerrado. La democracia se debilita cuando perdemos nuestra capacidad crítica, nos dejamos anestesiar por los demagogos de turno y preferimos quedarnos en casa para no complicarnos la vida. Hay que reaccionar con lucidez y valentía antes de que sea demasiado tarde y la violencia empiece a enseñar sus garras.

jueves, 14 de septiembre de 2023

Cruces escondidas


La fiesta de hoy se llama La Exaltación de la Santa Cruz. Los cristianos “exaltamos” la cruz no porque un instrumento de tortura sea digno de alabanza en sí mismo, sino porque en ella se ha consumado la mayor entrega por amor. En realidad, exaltamos el amor de Dios al mundo en el sacrificio de Jesús. No sé si somos conscientes de este trasfondo cuando nos colgamos una cruz al pecho o la colocamos en algún lugar de nuestras casas e iglesias. 

Podemos gloriarnos en la cruz de Jesús como símbolo de salvación si al mismo tiempo procuramos abrir los ojos ante las cruces “escondidas” que nos rodean. Las cruces visibles atraen, repelen, provocan o desestabilizan. Pero hay cruces invisibles que mortifican a las personas y a las que casi nadie presta atención. Hago memoria de algunas situaciones que pueden estar a pocos metros de nosotros:
  • Niños y adolescentes que sufren acoso escolar por el color de su piel, su obesidad, su forma de hablar o de vestir, etc.
  • Homosexuales que esconden su orientación sexual por miedo a ser ridiculizados o excluidos.
  • Adolescentes y jóvenes que no ven sentido a sus vidas y piensan en el suicidio como la única salida a su túnel oscuro.
  • Deprimidos que se atiborran a pastillas para hacer un poco más soportable el peso de la vida y seguir ofreciendo una imagen de bienestar.
  • Parejas y matrimonios que conviven bajo el mismo techo, pero hace tiempo que no se comunican porque no tienen nada que decirse, excepto reproches e insultos.
  • Cuidadores de enfermos y ancianos que se sienten exhaustos y tienen que seguir poniendo buena cara para que todo el mundo valore su trabajo.
  • Trabajadores que llevan tiempo quemados, pero no pueden tirar la toalla porque necesitan el dinero de su salario para sobrevivir.
  • Padres y madres de familia que no encuentran un trabajo estable y se sienten incapaces de salir del pozo.
  • Toxicómanos que se prometen a sí mismos una y mil veces que van a dejar la droga, pero la adicción acaba derrotándolos.
  • Enfermos desahuciados que se enfrentan a la inminencia de la muerte sin ningún horizonte de esperanza.
  • Inmigrantes que habían soñado un futuro mejor y se ven abocados a vivir de manera miserable en un cuarto alquilado y a trabajar saltuariamente en lo que nadie quiere.
  • Víctimas de abusos que llevan encima una losa de la que no se pueden desembarazar.
  • Sacerdotes que no dan abasto para atender sus responsabilidades pastorales sin encontrar ninguna satisfacción en lo que hacen y padeciendo el desprecio de algunos.
  • Ancianos que hace tiempo que desean morirse porque nadie les presta atención y se sienten carcomidos por la soledad.


Estas cruces “escondidas” solo pueden volverse redentoras cuando se unen a la única Cruz victoriosa, la de Jesús. Es difícil comprenderlo porque el amor no tiene explicación. El escándalo no es de hoy. Viene de lejos. Pablo acuñó una fórmula que llega intacta hasta nuestros días: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,23-24). 

No hay verdadera salvación donde las cruces “escondidas” no son veneradas. Por eso, todas las propuestas científicas, políticas, económicas y religiosas que ocultan estas realidades, que pretenden lavar la cara a un mundo descompuesto, acaban siendo frustrantes e incluso manipuladoras. Exaltar la cruz de Cristo es mirar a las cruces escondidas de sus hermanos sufrientes.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Hágase tu voluntad


La figura de san Juan Crisóstomo, cuya memoria celebramos hoy, no es muy popular. Y, sin embargo, vivió una vida apasionante. Es uno de los cuatro grandes padres de la Iglesia de Oriente, junto con Atanasio de Alejandría, Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno. Murió el 14 de septiembre del año 407. En el Oficio de Lecturas de hoy leemos un fragmento de la homilía que pronunció antes de partir para el destierro. Escojo los párrafos que me parecen más iluminadores para nuestra situación:
“Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual. Por eso, os hablo de lo que sucede ahora exhortando vuestra caridad a la confianza”.

Para Juan Crisóstomo no hay situación humana que pueda hacer naufragar la barca de Jesús. Para cada posible crisis encuentra luz y fuerza en la Palabra de Dios. Hoy, atemorizados también por los problemas internos que vivimos en nuestra Iglesia y por los ataques externos, necesitamos redoblar una confianza como la de Juan Crisóstomo. Esta confianza no va a venirnos de los éxitos o de las estrategias humanas, sino de la escucha atenta de la Palabra de Dios. Quien se alimenta de ella encuentra sentido a todo lo que sucede, incluyendo las situaciones adversas. Lo importante es reconocer que Cristo nunca abandona a su comunidad:
“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña. Si no me hubiese retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión yo digo: «Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, o lo que tú quieres que haga». Éste es mi alcázar, ésta es mi roca inamovible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así se haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me mande, le doy gracias también”.
Vivimos en una cultura que ha sacralizado la propia voluntad. Creemos que seremos más felices cuando hagamos nuestra real gana. Y, sin embargo, el secreto de la existencia consiste en estar abiertos a la voluntad de Dios. Lo que Él quiera siempre será el supremo bien para nosotros. Los santos de ayer se convierten en maestros de hoy. Expuestos a crisis y persecuciones, han madurado su fe. Por eso, su palabra tiene la fuerza de quien ha sido pasado por el crisol de la prueba. No suena a consejo barato, sino a palabra de vida. Necesitamos apreciar más el tesoro de los grandes testigos en la historia de la Iglesia.




martes, 12 de septiembre de 2023

Me cuesta entenderlo


Las redes sociales arden con fotos de todo tipo, desde las más anodinas hasta las más íntimas y provocativas. El verano se presta a la sobreexposición. Uno puede fotografiarse en la playa, haciendo el pino con la torre Eiffel al fondo o bebiendo una cerveza espumosa rodeado de amigos. Las redes (desde las antiguas Facebook y Twitter -hoy X- hasta las más juveniles Instagram y TikTok) son un escaparate para exhibirse. Si uno no quiere contar nada, solo espiar a los demás, es mejor que se borre para no convertirse en la odiosa “vieja del visillo” en versión digital. 

Comprendo que, de vez en cuando, colguemos alguna foto personal que pueda ilustrar lo que queremos decir y que sirva como tarjeta de presentación o como recuerdo agradecido de los lugares visitados. Me gustan las composiciones estéticas que muchos internautas hacen.  Lo que no entiendo es el postureo permanente, esa manía de colgar fotos personales haciéndose el interesante, como si todos fuéramos personajes frustrados de la revista Hola, celebrities en prácticas.  Reconozco que me cuesta entender esta forma de ser en la que la forma es el mensaje. La respeto y me esfuerzo por investigarla, pero es evidente que pertenezco a otra generación. He sido educado en otras claves.

¿Qué interés puede tener para otros colgar fotografías en las que dos novios se besan apasionadamente en un acantilado, una mamá pone protector solar en la espalda de su bebé o un joven explica desde su dormitorio cómo es su outfit (palabra inglesa que ha hecho fortuna y que yo odio cordialmente) y cuánto le ha costado comprarlo en Zara o en Pull & Bear? 

Hay adolescentes, jóvenes y adultos que nos cuentan con pelos y señales cómo se levantan de la cama, cómo se duchan, se cepillan los dientes, hacen pesas en el gimnasio, desayunan cereales con frutas, estrenan una camiseta de diseño, se tumban en la arena de la playa, bailotean en un concierto, hacen posturitas a bordo de un velero y se inflan a patatas fritas con Coca-Cola. Ser es comunicar. Su obsesión es contar el número de visualizaciones, como si ese parámetro fuera el verdadero medidor de su autoestima. ¿De verdad puede interesar a alguien esta impúdica y permanente exhibición de la propia intimidad? ¿Tiene que ser siempre así? ¿Estamos condenados al postureo constante o acabaremos agotándonos como ya está sucediendo con la telebasura?


Cada vez me convenzo más de que hemos pasado de la metafísica a la ética, de la ética a la estética, y de la estética a la dietética. Ahora importa más el famoso six pack forjado trabajosamente en el gimnasio que un empleo honrado o una buena escala de valores. Pertenezco a una generación que valoraba la intimidad y el pudor. La esfera más personal no se compartía con cualquiera. Estaba reservada a las personas más cercanas y siempre en un contexto de respeto y discreción. 

Todo esto ha hecho aguas con la irrupción de las redes sociales. De repente, nos hemos vuelto narcisistas, exhibicionistas, curiosos, impúdicos y hasta cotillas. No sé qué es peor: si exponerse mucho o no exponerse nada, pero espiar a los demás. Ya no es solo un problema de impostura (en las redes filtramos las imágenes para que todo parezca bonito y atractivo), sino de decencia. 

Si me expongo como si fuera un objeto a la espera de obtener muchos “likes”, estoy diciendo que también yo me cosifico hasta convertirme en un producto de mercado como los que publicitan las empresas siguiendo el imperio de los algoritmos. ¿Alguien se extraña de que la consecuencia sea en muchos casos el vacío interior y hasta la depresión? Lo que importa no es vivir experiencias enriquecedoras sino componer relatos estéticos que susciten admiración y hasta envidia. 

El esfuerzo se centra en hacer una buena foto, filmar un vídeo rompedor o usar filtros que llamen la atención en una escalada que no tiene fin. Lo justificamos diciendo que así nos comunicamos con nuestros amigos, que esta es la forma de decir que existimos (fuera de las redes no hay salvación), sin advertir que esa pretendida comunicación acaba creando un foso que no se puede colmar. Es, en el fondo -y tal vez sea esto lo más grave- una forma sutil y placentera de tenernos controlados y anestesiados


Si yo todavía mantengo mi vieja cuenta de Facebook (abierta en febrero de 2009) es porque bastantes lectores de este Rincón acceden a él a través del enlace diario que cuelgo en esa red social. Después de varios años insistiendo, todavía no he conseguido convencerles de que, si quieren leer este blog, no es necesario hacerlo a través del enlace de Facebook. 
Pueden entrar directamente archivando entre sus favoritos esta dirección: www.elrincondegundisalvus.blogspot.com

Si lo consiguiera, inmediatamente me daría de baja de Facebook. Se me hace agotador tener que contemplar los escaparates de miles de personas y recibir los anuncios que los algoritmos consideran útiles para mí, condicionando de esta forma mis propios gustos e intereses. 

Soy consciente de que esta crítica les resbala a quienes prácticamente viven colgados de TikTok o Instagram, pero creo haber vivido lo suficiente como para no embarcarme en una nueva forma de esclavitud. Demasiadas cosas me roban ya la libertad como para añadir unas cuantas más a la cesta de la compra. Los beneficios (que, sin duda, existen) son, a mi juicio, menores que los daños que producen. 

No me extrañaría que las actuales generaciones de adolescentes y jóvenes acabaran siendo adictas a esta “heroína del siglo XXI” y, por tanto, incapaces de hacer frente a la batalla de la vida sin el chute de dopamina que producen los continuos estímulos digitales.

Superado este (prescindible) desahogo personal, paso a otra cosa más gratificante. Como hoy celebramos la conmemoración del Dulce Nombre de María, aprovecho para felicitar a todas las lectoras del blog que llevan el precioso nombre de la madre de Jesús. Os dejo con un poema de Pedro Casaldáliga que glosa la fiesta.

Decir tu nombre, María,
es decir que la Pobreza
compra los ojos de Dios.

Decir tu nombre, María,
es decir que la Promesa
sabe a leche de mujer.

Decir tu nombre, María,
es decir que nuestra carne
viste el silencio del Verbo.

Decir tu nombre, María,
es decir que el Reino viene
caminando con la Historia.

Decir tu nombre, María,
es decir junto a la Cruz
y en las llamas del Espíritu.

Decir tu nombre, María,
es decir que todo nombre
puede estar lleno de Gracia.

Decir tu nombre, María,
es decir que toda suerte
puede ser también Su Pascua.

Decir tu nombre, María,
es decirte toda Suya,
Causa de Nuestra Alegría.

lunes, 11 de septiembre de 2023

La batalla de las interpretaciones


Han pasado 22 años desde los terribles atentados a las Torres Gemelas de Nueva York. Para algunos historiadores es el acontecimiento que marcó el verdadero comienzo del siglo XXI. Desde entonces han cambiado muchas cosas en nuestro mundo. El miedo y la desazón han ocupado el puesto de la confianza y el optimismo. Ya no vemos el siglo XXI como una gran oportunidad, sino como una amenaza. Los chilenos celebran también hoy los 50 años de la muerte de Salvador Allende. La gente se ha echado a la calle en Santiago y otras ciudades durante el fin de semana. Se suceden las interpretaciones. Cataluña festeja su famosa Diada, cuyo origen y significado se presta también a visiones contrapuestas. ¡Qué difícil resulta interpretar la historia! 

Se suele decir que siempre conocemos la versión de los vencedores, pero quizás es más exacto decir que todo depende de nuestra visión de la vida, de nuestra manera de situarnos ante ella. Si a veces resulta casi imposible ponernos de acuerdo sobre el significado de algo que hemos vivido juntos (estoy pensando en hechos familiares y comunitarios), ¡cuánto más difícil es lograr un consenso sobre acontecimientos poliédricos que no conocemos bien! Cada uno de nosotros vemos la realidad con las gafas de nuestras experiencias, conocimientos, prejuicios, esperanzas, temores, emociones, etc. 

No hay acontecimiento, por inocuo que parezca, que no se preste a un manojo de interpretaciones: desde un posible penalti en un partido de fútbol hasta un proceso de divorcio, una victoria electoral, un concilio, un atentado o una guerra. Por otra parte, quienes dominan los puestos de poder y los medios de comunicación social pueden “crear la verdad” mediante una repetición machacona y a gran escala de su relato


Jesús nos advierte acerca de la dificultad para interpretar el verdadero significado de la historia y de su presencia en ella: “Hipócritas: sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo?” (Lc 12, 56-57). Parafraseando su advertencia, podríamos decir que hemos avanzado mucho en el conocimiento del macrocosmos y de ese microcosmos que es el cuerpo humano, en las previsiones meteorológicas, en la inteligencia artificial, etc. Sin embargo, cada vez nos resulta más difícil interpretar el tiempo que vivimos. Nos cuesta conectarlo con el pasado y con el futuro porque no tenemos una visión global de la historia. No sabemos de dónde venimos y adónde vamos. 

En consecuencia, carecemos de un mapa que nos permita situar cada acontecimiento en un lugar preciso del itinerario entre el punto de partida y el punto de llegada. Eso explica la pluralidad de interpretaciones. Lo que para unos es un avance “progresista” (por ejemplo, el llamado derecho al aborto o a la eutanasia), para otros es un “retroceso” en el camino de humanización. Lo que para unos es la expresión del “derecho a la autodeterminación”, para otros es la ruptura unilateral de una historia compartida y de un pacto constitucional. Lo que para unos es un avance en la interpretación de la fe (por ejemplo, la importancia dada hoy a la sinodalidad), para otros representa una infidelidad a la Tradición.


¿Cómo mantenernos incólumes en la batalla de las interpretaciones? ¿Cómo no hacer juicios sumarísimos sobre la realidad? 
  • Creo que, aleccionados por la historia, la primera actitud es siempre la humildad. Ignoramos mucho más de lo que sabemos. No podemos convertirnos, pues, en fanáticos que creen tener todos los puntos claros y se permiten excluir a quienes no piensan como ellos. Donde hay fanatismo (étnico, nacionalista, moral, religioso, etc.), la verdad se oscurece. 
  • En segundo lugar, necesitamos informarnos de la manera más objetiva y completa posible, procurando manejar diversas fuentes, no solo las que confirman nuestro punto de vista. La ciencia nos ayuda a comprobar lo que decimos. La ética y la sana tradición nos dan un horizonte de valores y significados. 
  • En tercer lugar, debemos contrastar, mediante un diálogo respetuoso y constructivo, nuestra opinión con la de quienes piensan de manera diferente, con el solo objetivo de buscar juntos la verdad. Hoy se habla mucho de diálogo, pero, a menudo lo reducimos a una yuxtaposición o confrontación de opiniones (todas al mismo nivel), no a una búsqueda conjunta de la verdad sobre la base de indicadores objetivos.
  • Por último, a los creyentes la fe nos da el criterio definitivo de verificación. Todo lo que va en la línea del amor es “progresista”, supone un avance en la historia porque el origen de todo y la meta final es el Dios amor. Por el contrario, todo lo que representa una negación de Dios y una vulneración de la dignidad de sus hijos e hijas es “retrógrado”, por más que se presente revestido del ropaje y el lenguaje de la modernidad. El discernimiento no siempre es fácil, pero es bueno disponer de criterios claros.

domingo, 10 de septiembre de 2023

Miel mejor que vinagre


Nos cuesta ser corregidos y también corregir a otros. ¿Por qué? ¿Hay algo que podamos hacer para afrontar este asunto de manera serena y eficaz? El mensaje de este XXIII Domingo del Tiempo Ordinario nos ayuda a orientarnos. 

En el trasfondo de la meditación de hoy está el devastador terremoto que ha asolado a Marruecos. Las víctimas se cuentan por miles. Uno nunca se acostumbra a las catástrofes naturales. Lo único que podemos hacer es preverlas y protegernos.

La corrección fraterna está en desuso por tres razones principales: por experiencias negativas que han mortificado a muchas personas en el pasado, por nuestra dificultad para abrirnos a la verdad y luchar por la excelencia en el presente y por falta de una metodología que brote del amor y abra un nuevo futuro. 


Hay muchas personas que arrastran experiencias muy dolorosas de corrección en el seno de sus familias, escuelas, lugares de trabajo, parroquias, comunidades religiosas, etc. Cuando la corrección implica un atentado contra la dignidad de la persona y se aproxima a la humillación, es lógico que reaccionemos en contra y nos defendamos. Hay que reconocer que hemos padecido una incultura de la corrección (también en la Iglesia) que ha machacado a muchas personas. Corrección era sinónimo de recriminación y a veces de exclusión. Hay muchas historias al respecto. 

Hoy se nos hace difícil por otra razón. Nos cuesta creer en la verdad objetiva. Nos hemos vuelto acérrimos defensores de la verdad individual. Nadie tiene derecho a decirme nada porque “cada uno tiene su verdad” y hace las cosas a su modo. La opinión de un científico vale lo mismo que la de cualquier ciudadano. Todos nos sentimos con derecho a pontificar sobre cualquier cosa. Y ¡ay quien se atreva a llevarnos la contraria! Por otra parte, hemos renunciado a la excelencia para colocarnos en una áurea mediocridad. Si uno no quiero crecer y madurar, ¿qué sentido tiene que lo corrijan o que yo corrija a otros? ¡Dejemos a cada cual con su forma de entender la vida!

Por último, nos falta un buen método de corrección. La verdadera corrección es fruto del amor, no de la rabia. No corregimos porque alguien nos caiga mal o porque nos irrite una conducta. Corregimos porque amamos a alguien y queremos ayudarle a progresar en la vida. En el libro de los Proverbios leemos que “el Señor corrige a los que ama, como un padre al hijo preferido” (Pro 3,12). 

¿Qué es lo que nos recomienda Jesús cuando tenemos que corregir alguna mala conducta? Nos invita a hablar a solas con la persona, no a hacer públicos sus defectos. Si no nos hace caso, podemos acercarnos a ella con dos o tres testigos. Queda todavía un tercer nivel: poner el asunto en manos de la comunidad y sus dirigentes. Si, a pesar de todo, la persona no reacciona, es mejor apartarla para que reflexione y no contamine al resto.

Estas recomendaciones parecen demasiado obvias y simples, pero no solemos ponerlas en práctica. Nos cuesta seguir este paciente itinerario. En cualquier caso, como se recuerda en la tradición ascética cristiana, se capturan más moscas con una cucharada de miel que con un tonel de vinagre. El respeto y la cordialidad son siempre más eficaces que el resentimiento y los malos modos.

viernes, 8 de septiembre de 2023

Nacer de nuevo


Me gusta escribir sobre María. Lo he hecho muchas veces en este blog. Y no porque crea -como parece que decía san Bernardo y repetía a menudo san Luis María Grignion de Monfort- que “de Maria nunquam satis” (nunca hablamos lo suficiente acerca de María), sino porque Jesús sigue naciendo en nosotros (por la fe) “ex Maria virgine” (de María virgen). No podemos creer en Jesús sin dejar que María lo engendre en nosotros. Donde hay una experiencia genuina de Jesús, María aparece como vientre que genera al Verbo, como discípula que escucha la Palabra y la cumple, como madre que aglutina a la comunidad, como arquetipo de la gloria que nos aguarda. 

Hoy celebramos la natividad de la Virgen María, fiesta grande en muchos pueblos y ciudades que cantan a la madre de Jesús con distintas advocaciones: Nuestra Señora del Pino (Canarias), Virgen de la Peña (Ciudad Rodrigo), Virgen María de la Fuensanta (Córdoba), Nuestra Señora de la Cinta (Huelva), Nuestra Señora de Covadonga (Oviedo), Nuestra Señora de la Victoria (Málaga), Virgen del Cobre (Santiago de Cuba), Virgen del Coro (San Sebastián), Virgen de Nuria (Queralbs, Gerona), Santa María de la Vega (Salamanca), Nuestra Señora de los Remedios (Mondoñedo-Ferrol), Nuestra Señora de Soterraña (Ávila y Segovia), Virgen de Riánsares (Tarancón, Cuenca), Virgen de las Viñas (Aranda de Duero)… y muchas otras.


No celebramos el “cumpleaños” de María (como a veces se dice popularmente), sino su “natividad”. Solo de Jesús, de María y de Juan el Bautista celebramos en la liturgia el día del nacimiento. De Jesús y de Juan conocemos algunos detalles muy teologizados. El Nuevo Testamento no dice nada del nacimiento de María. Ella entra en escena cuando ya es una jovencita, en el relato de la anunciación, que es, en el fondo, el relato de su llamada. Sin embargo, la tradición de la Iglesia no ha querido pasar por alto el momento en el que María viene a este mundo en el seno de una piadosa familia judía. De este modo, pone de relieve que la madre de Jesús se inserta en el pueblo de Israel y participa de las promesas de Dios.


Hoy es un buen día para recordar nuestro propio nacimiento. El dolor del parto dio lugar a la alegría de un nuevo ser. Todo nacimiento es como un símbolo del misterio pascual. Se sale del “sepulcro” del vientre materno a la “nueva vida” en el mundo exterior. Este tránsito es doloroso, pero es al mismo tiempo portador de alegría, de esperanza, de futuro. Nacer es siempre eso: atravesar una puerta estrecha para entrar en un mundo nuevo. A menudo, preferimos permanecer en el seno materno, protegidos del mundo exterior, encerrados en nuestra placenta de comodidad. Pero la vida de fe implica sucesivos “nacimientos” a lo largo de nuestra vida, rupturas de la seguridad y procesos de salida. 

Algo parecido es lo que está viviendo hoy la Iglesia en medio de muchas tensiones. Quisiéramos nacer a un modo nuevo de ser comunidad de Jesús, pero preferimos permanecer en la rutina de siempre. Nos asustan los dolores del parto y la inseguridad de no saber cómo vivir en la nueva cultura. Sin embargo, sabemos muy bien que “el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Jn 3,3). Le pedimos a la Virgen María, en la fiesta de su nacimiento, que nos ayude a superar los miedos y a fiarnos plenamente del Espíritu de Dios.

Canten hoy, pues nacéis vos,
los ángeles, gran Señora,
y ensáyense, desde ahora,
para cuando nazca Dios.

Canten hoy, pues a ver vienen
nacida su Reina bella,
que el fruto que esperan de ella
es por quien la gracia tienen.

Digan, Señora, de vos,
que habéis de ser su Señora,
y ensáyense, desde ahora,
para cuando nazca Dios.

Pues de aquí a catorce años,
que en buena hora cumpláis,
verán el bien que nos dais,
remedio de tantos daños.

Canten y digan, por vos,
que desde hoy tienen Señora,
y ensáyense, desde ahora,
para cuando nazca Dios.

Y nosotros, que esperamos
que llegue pronto Belén,
preparemos también,
el corazón y las manos.

Vete sembrando, Señora,
de paz nuestro corazón,
y ensayemos, desde ahora,
para cuando nazca Dios. Amén.

 

 

jueves, 7 de septiembre de 2023

A vista de pájaro


Regresé de Mérida a Madrid con tiempo suficiente para ver la retransmisión en directo de la undécima etapa de La Vuelta. Me gusta el ciclismo, pero no soy un gran aficionado. Si ayer me pegué al televisor durante casi dos horas es porque la etapa pasaba por Vinuesa, mi pueblo, y culminaba en la Laguna Negra. Admiré, por supuesto, la victoria agónica del español Jesús Herrada, pero lo que más me llamó la atención fue la cascada de imágenes aéreas que transmitían desde las cámaras apostadas en los helicópteros. 

Acostumbrado a ver los paisajes naturales y el caserío “desde abajo”, me sorprendió la majestuosidad y belleza que ofrecían las cámaras “desde arriba”. Caí en la cuenta de conexiones que no se perciben en la superficie. Me hice más cargo de la belleza de mi tierra vista desde el cielo. Es como si viera todo por primera vez. ¡Y eso que en más de una ocasión he podido verla desde la ventanilla de los aviones que siguen esa ruta (por ejemplo, en un reciente vuelo Madrid-San Sebastián), pero la distancia era excesiva como para percibir los detalles!


Me pareció una hermosa metáfora de lo que sucede cuando contemplamos nuestra vida. El punto de vista que adoptemos es decisivo para tener una interpretación correcta. Podemos ver las cosas “desde abajo” (es decir, a partir de nuestras experiencias y criterios humanos) o “desde arriba” (es decir, como Dios las ve). Ambos puntos son necesarios y complementarios, pero solo el segundo nos ofrece la perspectiva justa y completa.


Desde abajo vemos que en nuestra vida hay momentos de gozo y de tristeza, éxitos y fracasos, avances y retrocesos, subidas y bajadas. Cuando las cosas nos van bien, sentimos que merece la pena vivir, lanzamos las campanas al vuelo. Cuando vienen mal dadas, nos deprimimos y hasta llegamos a pensar que la vida no tiene ningún sentido. En los momentos de meseta, gozamos de la estabilidad y, al mismo tiempo, padecemos la rutina. 

Cuando examinamos nuestras experiencias “desde abajo” nos cuesta saber cómo se engarza una con otra, a dónde apunta todo. Fácilmente perdemos el rumbo. Nos quedamos extasiados en la belleza y nos paralizamos con el dolor y el sufrimiento. Nos falta perspectiva para descubrir el verdadero sentido de lo que vivimos.


Un día creemos que vivimos en el mejor mundo de los posibles y al día siguiente tenemos ganas de tirar la toalla. La contemplación de nuestra vida “desde abajo” nos ayuda a percibir los detalles, pero nos impide ver el horizonte. Corremos el riesgo de dar importancia a cosas nimias y quitársela a lo que de verdad merece la pena. ¡Cuántas veces nos enojamos por cosas que, pasado un tiempo, comprendemos que no tenían ninguna importancia!


Necesitamos completar nuestra visión con la contemplación “desde arriba”. Esta solo se consigue cuando nos encaramamos a la torre de la oración. Solo el diálogo con Dios nos permite ver nuestra realidad y la del mundo como la ve Dios. Entonces caemos en la cuenta de que nuestra historia no es un laberinto, sino un camino que tiene un comienzo y tendrá un final. 

Percibimos que, después de vericuetos que parecen perderse en el bosque de la confusión, la senda recobra su trayectoria. Se nos hace más claro que algunos sufrimientos y correcciones no son absurdos, sino que nos preparan para afrontar las pruebas de la vida. Relativizamos los éxitos y los fracasos parciales porque lo que realmente cuenta es llegar a la meta final. 


Comprendemos que, a través de nuestras subidas y bajadas, éxitos y fracasos, Alguien ha ido trazando una historia de amor, que todo tiene un sentido y que, por tanto, no debemos abandonarnos a la desesperación. La contemplación de nuestra vida “desde arriba” nos permite apreciar la belleza delicada de nuestra historia. 

Existimos en este mundo porque Dios nos quiere. Aunque a veces hayamos tenido la experiencia contraria, Él nunca nos deja de su mano. Si nos fiamos de su amor, llegaremos a la meta final. Quizá lleguemos exhaustos, como ayer llegó Jesús Herrada a la Laguna Negra, pero contentos de haber vivido la existencia a cabalidad.