sábado, 2 de septiembre de 2023

Así no se puede


Me he pasado cinco horas en el aeropuerto de Madrid esperando a un claretiano que venía de Lima. Por problemas con su visado, ha sido retenido por la policía y sometido a controles especiales. He tenido tiempo para ejercitar la paciencia y escuchar la larga conversación que una señora entrada en años mantenía por su teléfono móvil. Daba la impresión de que quería dictar una conferencia a quienes estábamos a su alrededor. La larga duración y el alto volumen de la llamada han permitido que las pocas personas que nos encontrábamos en la sala 1 del aeropuerto a las 5 de la mañana hayamos podido seguir, en contra de nuestra voluntad, su perorata. 

Creo que no lo era, pero parecía una de esas psicólogas argentinas que pueblan la red y que multiplican los consejos sobre la importancia de la autoestima y la mirada positiva. No quiero banalizar estos enfoques, pero confieso que en boca de la señora del teléfono me sonaban a homilía barata. Con todo, el contenido de la conversación con una amiga suya en crisis me ha hecho reflexionar una vez más sobre la mucha gente que lo está pasando mal por diversas razones mientras los medios de comunicación ponen el foco en cuestiones que nos distraen.


La nueva variante de la covid está causando problemas, aunque apenas se hable de ellos. Los precios de muchos alimentos están disparados. Hay pensionistas que no llegan a fin de mes. Un litro de aceite de oliva virgen cuesta ya 12 euros en algunos supermercados. La gasolina y el gasoil siguen también subiendo. Los alquileres de viviendas alcanzan precios imposibles para la mayoría de los bolsillos. Detrás de estos indicadores, hay mucha gente que lo está pasando mal, que envenena sus relaciones con los demás porque no tiene la paz interior que le permitiría relacionarse sin ansiedad y agresividad. 

Por otra parte, hay una gran escasez de trabajadores en sectores que son esenciales para el buen funcionamiento social. Conversando con el encargado de una imprenta que visité hace unos días, caí en la cuenta de que estamos fomentando una cultura de la pereza y la dependencia. Hay jóvenes que no aceptan trabajos no especializados porque quieren ganar de entrada un salario mínimo de 1.500 euros, tener un horario de 8 de la mañana a 3 de la tarde y disfrutar de otros muchos beneficios. Si no lo consiguen, prefieren vivir con las ayudas del gobierno y el complemento de algunos trabajillos “en negro”, incluyendo en algunos casos el trapicheo de la droga. Cada vez se les hace más duro prepararse con seriedad para un oficio, asumir la responsabilidad del trabajo cotidiano, ajustarse a un horario y renunciar a caprichos para ahorrar y poder planificar mínimamente el futuro.


Para ser justos, habría que tener en cuenta también el otro aspecto de esta dura realidad. Hay empresas que explotan a sus trabajadores y pagan sueldos miserables, que no se preocupan de la formación de sus empleados y que solo buscan obtener beneficios a costa de ellos. Lo que parece claro es que cuando una persona o una familia no disponen de lo mínimo para vivir con dignidad, se disparan los problemas de salud mental y se enrarece el clima social. Se lava un poco la cara con subsidios y entretenimiento, pero eso no resuelve el problema. 

No todos los niños y jóvenes pueden ser deportistas, artistas o youtubers de éxito. No todos pueden ser notarios, cirujanos, odontólogos, ingenieros aeroespaciales, funcionarios o informáticos de primer nivel. Necesitamos también personal sanitario, cuidadores, maestros, agricultores y ganaderos, panaderos, transportistas, albañiles, fontaneros, electricistas, limpiadores, cocineros y otros muchos oficios sin los cuales no podríamos vivir. 

Desde la educación primaria hay que enseñar a los niños a valorar todos los oficios y profesiones, a no crear dañinas pirámides sociales y alimentar falsas expectativas, de manera que ellos se orienten según sus capacidades y preferencias y también según la demanda social. Una persona que no tiene trabajo o que no encuentra satisfacción en él es candidata segura al malhumor, a las adicciones y, en algunos casos, a una seria crisis de identidad. Todos tenemos una cuota de responsabilidad

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