miércoles, 31 de julio de 2019

No me escondas tu rostro

A mediados de los años 70, cuando pasaba el mes de julio en Castro Urdiales (Cantabria), al llegar el último día, la numerosa colonia vasca entonaba aquello de “Inazio gure patroi handia”. Yo no entendía la letra, pero me daba cuenta del entusiasmo con el que los vascos homenajeaban a su patrón san Ignacio de Loyola. El himno al santo marcaba el final del primer mes completo de vacaciones. Reconozco que la música sonaba marcial, como corresponde a un santo que había sido soldado en su juventud y que, para más inri, fundó después una orden religiosa llamada Compañía de Jesús. San Ignacio de Loyola, aunque muy conocido en ámbito hispano, no es tan popular como san Francisco de Asís, san Antonio de Padua o santa Teresa de Calcuta. Es demasiado “serio” como para llegar al corazón de las personas, pero su espiritualidad ha marcado la vida cristiana en los cinco últimos siglos. Los jesuitas se han esforzado por hacerla comprensible y practicable hoy. Sus famosos Ejercicios Espirituales gozan de una nueva primavera. Las personas que hacen el famoso “mes de ejercicios” parece que juegan en la primera división de la liga cristiana.

Más allá de métodos y escuelas, la cuestión que me ronda desde hace mucho tiempo es sencilla y directa: “¿Estamos teniendo una experiencia de Dios o nos dedicamos, más bien, a dar vueltas por sus suburbios?”. Creo que alguna vez he contado en este blog una historia que Tony de Mello solía repetir con ironía hace tres décadas. Se sitúa en el contexto de la India, pero podría ser extrapolada a cualquier otro con las debidas actualizaciones: “Si quieres tener una buena educación para tus hijos, no lo dudes, mándalos a un colegio católico. Si buscas una buena atención sanitaria y puedas pagarla, vete a un hospital católico (a la Clínica de Navarra en el contexto español). Pero si lo que realmente quieres es buscar a Dios, entonces ve a un monasterio hindú”. La historia es ácida y provocativa, pero indica algo. Los católicos somos percibidos con mucha frecuencia como personas de buena voluntad que hacemos cosas buenas por los demás, que creamos instituciones buenas (sobre todo, educativas y sanitarias) de ayuda a la gente (incluyendo los más desfavorecidos), pero pocas veces como personas que “buscan a Dios”. Deliberadamente empleo el verbo “buscar” y no el verbo “creer” porque las personas que hoy sienten deseos de espiritualidad no quieren respuestas prefabricadas, sino itinerarios de búsqueda compartida. La fe, en realidad, se vive como una actitud permanente de búsqueda. Jesús preguntaba a sus primeros discípulos: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38). Con el salmista respondemos: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26,8-9).

Perdemos demasiado el tiempo en aventuras menores. Si algo he aprendido a través de la espiritualidad ignaciana es que lo más importante es descubrir a Dios como “principio y fundamento” de todo cuanto existe (comprendida la vida humana) y, en consecuencia, consagrar nuestra vida a él como respuesta de amor. Todo lo demás puede esperar. Todo lo demás es amable “en tanto en cuanto” (¡célebre expresión ignaciana!) nos ayuda a ir hacia Dios. Me duele ver a tantas personas desorientadas, como “ovejas sin pastor” mientras muchos creyentes –incluidos algunos sacerdotes y religiosos– nos dedicamos a cosas secundarias y no asumimos el riesgo de acompañar la búsqueda de Dios, quizás porque nosotros mismos hemos tirado la toalla de la búsqueda paciente y humilde y la hemos sustituido por rutinas y prácticas que “normalizan” nuestra vida, pero no aquietan el corazón. La “búsqueda de Dios” sigue siendo la única empresa seria a la que merece la pena dedicar toda la vida. Ignacio de Loyola lo hizo después de haber explorado –sufrido y gozado– otras dimensiones de la existencia.

martes, 30 de julio de 2019

Los prejuicios nos matan

Lo conocí hace más de treinta años. Ya entonces sudaba literatura. Es probable que el peso de su abuelo Eugeni d’Ors fuera excesivo. Las cosas son en la medida en que podemos escribir sobre ellas. Una experiencia no acaba hasta que la contamos como Dios manda. Entonces y ahora son sus obsesiones. Escribo estas cosas a propósito de la larga entrevista que Religión Digital ha hecho a Pablo d’Ors, escritor y sacerdote, por este orden, porque esa fue la secuencia cronológica en que vivió ambas vocaciones. O quizá se trata solo de una única vocación con dos vertientes. Digamos de paso que durante casi veinte años fue también misionero claretiano. Además de dedicarse a escribir, Pablo d'Ors, sacerdote de la arquidiócesis de Madrid, es el fundador y animador de la red abierta de meditadores llamada Amigos del desierto. En un momento de la entrevista confiesa que, en su tarea de acompañamiento, él parte “de que todos buscamos a Dios aunque no le llamemos de esa manera. Y también, porque creo que es evidente, de que la mayoría de las formas que la Iglesia Católica presenta, para dar cuerpo a esa búsqueda espiritual, no responden, de hecho, a la sensibilidad de la gente”. Él cree que la meditación nos ayuda mucho a liberarnos de prejuicios. A continuación añade: “Los prejuicios nos matan; en un sentido y en otro. Hoy, en nuestra sociedad española ser cristiano, hablar de Cristo, hablar de Dios –no digo ni de religión ni de Iglesia– es políticamente incorrecto. Esto es evidente y muy significativo; un signo de los tiempos. Hay que poner nombre a las cosas y esto nos obliga a hablar y, sobre todo, vivir desde un lugar muy auténtico. Yo creo que hoy la autenticidad está en alza y que se percibe y se valora”.

Estamos viendo en el campo político lo difícil que es llegar a acuerdos. Para ello sería necesario dialogar. Y no es posible dialogar cuando los prejuicios y malentendidos son más fuertes que la confianza mutua. Comparto con Pablo d’Ors que, por lo general, estamos llenos de prejuicios; es decir, de opiniones sobre las cosas y las personas sin haber tenido experiencia de ellas. O –como dice el diccionario de la RAE– de opiniones previas y tenaces, por lo general desfavorables, “acerca de algo que se conoce mal”.  Nos guiamos por lo que dicen los medios de comunicación social, por los tópicos repetidos una y otra vez, por la moda de cada momento, por lo que suena más plausible, pero pocas veces opinamos sobre realidades que hayamos vivido en primera persona. Los prejuicios han sustituido a las experiencias. El resultado es una vida artificial, falsa. Y también tensa. Nos cuesta sentarnos a hablar con personas que piensan de otra manera porque toda diferencia la interpretamos de entrada como una amenaza. Crece por todas partes el número de enemigos. Los políticos de izquierda y de derecha no ceden en sus posiciones porque les parece que eso significaría traicionar sus ideales cuando, en realidad, lo que hacen es sucumbir a los prejuicios en vez de buscar juntos lo mejor para los ciudadanos.  Lo mismo sucede a veces con unionistas e independentistas, creyentes y agnósticos. Caricaturizamos a los otros en vez de hacer un esfuerzo por encontrarnos con ellos, por verlos como seres humanos que buscan, sueñan y padecen, como interlocutores y compañeros de camino en la continua búsqueda de la verdad.

Las personas que saben meditar, que se adentran en la aventura del silencio, se van liberando poco a poco de los prejuicios y ganando en autenticidad. ¿Cuál es la ventaja del silencio en una sociedad ruidosa como la nuestra? Lo diría a partir de mi propia experiencia: que uno se encuentra consigo mismo y aprende a no depender tanto de los juicios ajenos, que las cosas comienzan a manifestarse con más claridad, que los otros dejan de ser enemigos y competidores para convertirse en aliados, que Dios, sin dejar de ser un misterio insondable, va ganando terreno hasta hacerse como el aire que respiramos. Si queremos que la sociedad y la Iglesia sean una interminable cacofonía, sigamos con todos los ruidos posibles, huyamos de nuestro interior, volquémonos hacia afuera. Si aspiramos a una vida armoniosa y a una convivencia pacífica, busquemos en el silencio las claves de nuestra identidad y la vinculación profunda con todos los seres humanos. Podría sonar a propuesta poética y utópica, pero no encuentro nada más real que la experiencia de ser uno mismo y tratar de descubrir a los demás como hermanos y hermanas de la misma y única familia humana. Todas las demás divisiones que la historia ha ido creando caen como barreras artificiales. Para un hombre o una mujer del silencio, da igual que uno sea blanco o negro, rico o pobre, de derechas o de izquierdas, creyente o ateo. Las personas que vienen del silencio solo ven seres humanos, hijos e hijas de Dios necesitados de comprensión y ternura. Por eso es tan necesario aprender a meditar.



lunes, 29 de julio de 2019

El mal de "martalismo"

Entre los neologismos con los que suele sorprendernos el papa Francisco, figura uno que tiene que ver con santa Marta de Betania, cuya fiesta celebramos hoy. La segunda de las 15 enfermedades que pueden afectar a la Curia Romana es el mal de «martalismo» (que viene de Marta). Es –en palabras del papa Francisco– el mal “de la excesiva laboriosidad, es decir, el de aquellos enfrascados en el trabajo, dejando de lado, inevitablemente, la mejor parte: el estar sentados a los pies de Jesús (cf. Lc 10,38-42)”. Hace un par de domingos, la liturgia nos proponía este fragmento del evangelio de Lucas. En tiempo de vacaciones en el hemisferio norte es bueno recordar las palabras del papa: “Por eso, Jesús llamó a sus discípulos a «descansar un poco» (Mc 6,31), porque descuidar el necesario descanso conduce al estrés y la agitación. Un tiempo de reposo, para quien ha completado su misión, es necesario, obligado, y debe ser vivido en serio: en pasar algún tiempo con la familia y respetar las vacaciones como un momento de recarga espiritual y física; hay que aprender lo que enseña el Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo, cada cosa su momento» (3,1)”.

El “martalismo” –¡qué rara me suena esta palabra!– es una enfermedad muy occidental.  No consiste tanto en hacer muchas cosas, cuanto en un estado de permanente agitación. Uno tiene la impresión de que si para un poco el motor de su vida o reduce las revoluciones está faltando a un deber sagrado. Todo nos invita a estar siempre haciendo algo, a ser eficaces en nuestro trabajo, a decir que no tenemos tiempo para nada. Este parece ser el ideal de persona moderna, hiperactiva… y estresada. El papa Francisco considera que esta es una enfermedad, y no solo de los miembros de la curia romana, sino de muchos de nosotros. No acaba de gustarme que se cargue sobre los hombros de la pobre Marta este sambenito de adicción al trabajo, pero no tengo más remedio que ser fiel a lo que el papa dijo hace cuatro años y medio en su mensaje de navidad a los curiales. La enfermedad de “martalismo”es una forma de idolatría. No toma en serio las palabras del salmo 126: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Frente a la necesidad compulsiva de estar haciendo siempre algo –o de hacer que hacemos–, Jesús nos recuerda la necesidad de descansar.  Desconectar de vez en cuando es una obra de misericordia hacia nosotros mismos y hacia los demás. Las personas de nuestro entorno no se merecen la carga electrizante y neurótica de personas estresadas.

Frente al mal de “martalismo”, está el remedio del sosiego y del descanso, de la capacidad de sentarnos a los pies del Maestro y escuchar. Las vacaciones no consisten en sustituir un frenesí por otro, el vértigo del trabajo por el vértigo de los viajes y las “experiencias”. Consisten, más bien, en lentificar el ritmo de nuestra vida y practicar el arte de la escucha: de nosotros mismos, de la naturaleza, de los demás y de Dios. Cuando vamos acelerados, ebrios de trabajo o de agitación, perdemos muchos sonidos que son imprescindibles para interpretar la banda sonora de nuestra vida. Escuchar con atención y conversar con calma nos reconcilia con nuestro yo más profundo, templa las cuerdas del alma. No es obligatorio decir siempre que “estamos ocupados”. Es muy saludable decir: “No tengo que hacer nada, puedo dedicarte un tiempo gratis”. Podemos dirigir la frase a cualquiera de nuestros amigos, pero también al Señor. En ese caso, adquiere otra tonalidad: “No tengo nada más importante que estar contigo sin prisas”. Frente a la idolatría del “martalismo”, una frase de ese tipo expresa una actitud de fe verdadera. Y además nos cura.



domingo, 28 de julio de 2019

Del regateo a la confianza

Llegué ayer a Madrid un poco antes de las 6 de la mañana después de un vuelo de más de 11 horas desde Lima. Debido a la congestión aérea producida por los numerosos vuelos que llegaban a la capital peruana con motivo de los Juegos Panamericanos, salimos con una hora de retraso. Una vez que entramos en la península ibérica, el comandante del avión aceleró hasta alcanzar una velocidad máxima de 1.050 kilómetros a la hora. Se ve que quería recuperar algo del tiempo perdido para evitar que algunos pasajeros perdieran sus conexiones. Apenas aterrizado, me vine a una casa de retiros para animar un taller durante el fin de semana con el gobierno general del instituto secular Filiación Cordimariana. En contra de lo que me temía, Madrid me ha recibido con una temperatura muy moderada. Así es posible trabajar sin agobios.

Hemos llegado ya al XVII Domingo del Tiempo Ordinario. Tanto la primera lectura como el Evangelio abordan un asunto muy peligroso: la oración. Si lo califico de “peligroso” es porque a menudo no sabemos lo que pedimos, como le sucedió a la madre de los Zebedeos. Nos debatimos entre una oración entendida como regateo con Dios y una oración entendida como total abandono en sus manos. Tal como leemos en la primera lectura de hoy, Abrahán, como buen oriental, es el representante del primer modelo. Jesús nos enseña con su ejemplo y su palabra el segundo. La lectura del Génesis es una simpática historia para mostrarnos que, a pesar de nuestras inconsistencias, Dios tiene misericordia de nosotros. Podríamos decir incluso que la oración reviste a veces la forma de un duelo. Solo luchamos por aquello que nos interesa y que amamos. Lo peor es siempre la indiferencia. El Evangelio de Lucas nos ofrece una catequesis completa sobre la oración. Comienza presentándonos a Jesús orando. Luego, en respuesta a la petición de los discípulos, les regala el Padrenuestro como quintaesencia de toda oración. Finalmente, ilustra con una parábola la enseñanza fundamental: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?”. Lo mejor que Dios puede darnos es su Espíritu. Por tanto, lo mejor que nosotros podemos pedir en toda oración es el Espíritu que nos permita llamar a Dios Abbá (Padre) y confesar a Jesús como Señor.

Tengo la impresión de que a menudo nos comportamos más como Abrahán que como Jesús. Entendemos la oración como una especie de regateo con Dios: “Si me concedes tal cosa, yo te prometo…”. Parece más un trueque que un acto de confianza. Incluso las personas que no creen echan mano de este tipo de oración en situaciones desesperadas. Es como si la oración fuera el último recurso que nos queda –sobre todo en el caso de enfermedades incurables– después de haber utilizado todas nuestras posibilidades. Es algo muy humano. Jesús nos invita a ir más allá. El Padre ya sabe lo que necesitamos en cada momento. A nosotros no se nos pide recordárselo una y otra vez, sino abrirnos a su misericordia, fiarnos de su amor. La oración es un modo de fe. Mediante la oración no convertimos a Dios en una especie de banco de recursos, sino que nos conectamos a él para vivir la vida con una nueva perspectiva. La oración nos proporciona el “sexto sentido” que necesitamos para afrontar desde la fe todas las situaciones de nuestra existencia personal y colectiva. Por eso las personas de oración auténtica –no de simples rezos mecánicos– transmiten paz, alegría y amor. Son como transparencia de Dios en nuestro mundo.  ¡Oremos!



viernes, 26 de julio de 2019

¡Hasta pronto, Perú!


Escribo esta entrada en el aeropuerto de Lima mientras espero mi vuelo de regreso a Madrid. He pasado mes y medio en tierras andinas. Han sido tantas las experiencias vividas que resulta imposible hacer una síntesis. Me vuelvo a Europa agradecido y con el horizonte ensanchado. Antes de llegar a la sala de espera 22 he tenido que hacer una larga cola para entregar mi equipaje, otra para el control de seguridad y otra para el control de migración. En la primera he visto a familias enteras que despedían al papá o a la mamá que viajaban como emigrantes a Europa. Las escenas eran emocionantes. He imaginado el drama que supone tener que separarse de la familia para ganarse el pan. Conozco de cerca las consecuencias que a menudo tienen estas separaciones forzadas. He pensado en los niños pequeños al cargo de sus abuelos o de algunos tíos mientras sus padres trabajan en empleos preciaros en España o Italia para asegurarles un futuro mejor. Algunas familias se hacían fotos con sus teléfonos móviles para inmortalizar el momento de la despedida. Después he sabido por internet que ayer se ahogaron en el Mediterráneo cien africanos que viajaban en una lancha neumática. La tragedia no cesa.

También en Perú están viviendo el problema de la inmigración. Sin ir más lejos, el viaje de la sede central de los claretianos al aeropuerto lo he hecho en un coche conducido por un muchacho venezolano que llegó al país hace poco más de un año huyendo del régimen de Maduro y de sus funestas consecuencias. Él, su, hermano y su primo han encontrado trabajo con los claretianos. Son afortunados. Otros malviven como vendedores ambulantes o son explotados por pequeños empresarios sin escrúpulos que se aprovechan de si situación de indefensión. Me hierve la sangre cada vez que me entero de historias de inmigrantes explotados por aquellos que no se hacen cargo de su situación. ¡Cómo cambian las cosas cuando uno es el explotado! Es verdad que el asunto de la inmigración es complejo y no se puede abordar con planteamientos simplistas o buenistas, pero lo primero que uno tiene que hacer es meterse en la piel de quienes se ven obligados a dejar su patria por motivos económicos o políticos. Es bueno verse a uno mismo reuniendo un poco de dinero, dejando la familia, poniéndose en camino, arriesgando la vida y llegando a un país donde no siempre se es bien recibido.

En España e Italia, los países donde más me muevo, este asunto es objeto de una continua tensión entre ciudadanos, instituciones y partidos políticos. Unos subrayan los “problemas” que crean los inmigrantes sin papeles y la necesidad de controlar con mano de hierro un fenómeno que se ve como amenazador. Otros ponen el acento en la urgencia de ser acogedores, teniendo en cuenta que muchos de los problemas por los cuales los inmigrantes huyen de sus países (sobre todo, los africanos) han sido causados, directa o indirectamente, por las nefastas políticas de los países ricos en África. No es fácil llegar a acuerdos y posturas comunes. La Iglesia se encuentra en una encrucijada. Por una parte, no puede saltarse alegremente la legalidad, pero, por otra, no puede renunciar a acoger a quien lo necesita. En el fondo, no hace sino actualizar lo que Jesús nos dijo: “Fui forastero (inmigrante) y me acogisteis”. En realidad, la inmigración no es un problema en sí mismo, sino un síntoma de los enormes desequilibrios que vivimos en nuestro mundo. Sin sanar las raíces, siempre estaremos abocados a situaciones que se hacen insostenibles.

jueves, 25 de julio de 2019

De hijo del trueno a servidor

Hoy no puedo pasar por alto la fiesta de Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo y hermano de Juan. Es un apóstol que me cae simpático. Además, es el patrono de mi país (España) y el que da nombre a la Provincia claretiana a la que pertenezco. Olvidarlo sería imperdonable. Junto a Pedro y a su hermano Juan, pertenece al “núcleo duro” de los discípulos de Jesús, a sus íntimos, lo cual no obsta para que sufriese algún reproche cuando exhibió un temperamento demasiado fogoso o cuando, a través de su madre, reivindicó para él y su hermano los puestos de mando. Jesús acertó al llamarlo “hijo del trueno”. Pero, como suele suceder con las personas de una pieza, igual que mostró a las claras su ardor excesivo y sus apetencias de poder, también fue capaz de dar su vida por el Maestro cuando comprendió que todo es basura con la sublimidad de ganar a Cristo. No sé si la fe de los pueblos de España ha heredado también algo de la fe de Santiago; una fogosidad a veces excesiva, algo intolerante, pero al mismo tiempo una enorme capacidad de entrega, sin medias tintas, hasta rubricar la fe con la propia vida.

Santiago ha recibido muchos motes a lo largo de la historia. Jesús lo llamó “hijo del trueno”, pero, después de su intervención milagrosa en la batalla de Clavijo contra los musulmanes, en el año 844, es también conocido con el infeliz apodo de “Santiago matamoros”. Hay que reconocer que en tiempos de diálogo interreligioso no es un apodo particularmente positivo. Todavía se ven en muchos pueblos de América algunas estatuas que lo representan a caballo pisando las cabezas de los violentos musulmanes. Esta iconografía se ha utilizado para justificar la lucha sin cuartel contra el Islam, tanto en el pasado como en el presente. No me gusta que Santiago figure como capitán general de las huestes cristianas contra el moro invasor. Si en el pasado esta imagen respondía a otra manera de entender la fe y las relaciones entre los pueblos, hoy resulta inaceptable de todo punto. Es cierto que en el Evangelio Santiago aparece un tanto belicoso, pero no lo es menos que aprendió bien la lección que le impartió Jesús: “Quien quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor”. Tanto se lo tomó en serio, que fue el primero entre los apóstoles en dar la vida por Jesús y el Evangelio cuando la cruenta persecución de Herodes contra los cristianos.

Prefiero quedarme con la imagen del apóstol que se deja consolar por María en su infructuosa tarea evangelizadora en España y que, desde su tumba, sigue atrayendo a miles de personas cada año al encuentro con Jesús. Ambos hechos son de muy dudosa verosimilitud histórica, pero de indudable y sostenida fuerza magnética. ¿Cuántas personas han encontrado en el célebre “camino de Santiago” una oportunidad para encontrarse consigo mismos, con la naturaleza, con los demás y en muchos casos con Dios? La tumba del Apóstol actúa como un imán que atrae a peregrinos, buscadores turistas, aventureros, vagabundos y hasta desesperados. No sería posible que el camino tenga  este poder de convocatoria si no estuviera bendecido por la gracia de Dios, asociada a la figura de Santiago, el apóstol que pasó de ser un hijo del trueno a ser un humilde servidor. Quizá este paso sea el verdadero “camino de Santiago”. También nosotros necesitamos pasar de una vida planteada desde la apariencia, el prestigio y la ambición a una vida centrada en el servicio, en la entrega a Dios y a los demás sin esperar nada a cambio. ¿No estábamos buscando el camino de la verdadera felicidad? Lo tenemos ante los ojos.

miércoles, 24 de julio de 2019

Procesos más que eventos

Ayer no pude colgar la entrada porque durante todo el día no tuve acceso a Internet. Hoy parece que la cosa funciona. Estamos en la última jornada de la III Asamblea de la Provincia claretiana de Perú-Bolivia. Nos hemos dado cita 60 personas entre claretianos y laicos colaboradores. Entre nosotros es más fácil llegar a acuerdos que en el parlamento español. Ayer evaluamos las cuatro prioridades del trienio pasado: pastoral bíblica, solidaridad y misión, pastoral de jóvenes y vocaciones y pastoral familiar. Hoy estamos madurando las propuestas para el próximo trienio. El día amaneció neblinoso y frío, pero a esta hora del mediodía luce el sol. El termómetro ha escalado hasta los 15 grados. En Europa, asolada por una nueva ola de calor, envidiarían un tiempo como este. Yo me protejo con mi poncho andino mientras hago un nuevo experimento comunicativo en Facebook. Se me ha ocurrido colgar la foto con el susodicho poncho teniendo como fondo la montaña rocosa. Es la misma que abre la entrada de hoy. En pocos minutos ha alcanzado decenas de Me gusta y varios comentarios. Los enlaces a las entradas diarias del blog oscilan entre 10 y 20 Me gusta. La conclusión “supercientífica” (jajajaja) es que a mis amigos de Facebook no les gusta mucho leer, sobre todo si no entienden español. Prefieren ver una foto. Bastan dos o tres segundos y además no es preciso saber una lengua extranjera. Leer una entrada del blog puede llevar cuatro o cinco minutos. Vivimos un tiempo muy acelerado, luego...

Disfruto conviviendo y dialogando con mis hermanos claretianos y con los 17 laicos (hombres y mujeres) que representan a las diversas posiciones misioneras, desde colegios y parroquias hasta misiones en la selva o en el altiplano del Norte de Potosí. Veo que se identifican con el carisma de Claret de un modo que no hubiera imaginado, teniendo en cuenta que ninguno ha seguido un itinerario formativo como el que seguimos los claretianos. Se sienten a gusto, miembros de una familia carismática, y libres para hacer sus observaciones críticas y sus propuestas de mejora. Una de las cosas que más les desalientan son los frecuentes traslados de los misioneros que dirigen las obras y, a veces, los cambios de rumbo bruscos, que obedecen más a los caprichos y arbitrariedades de quienes asumen la responsabilidad que a verdaderas opciones, fruto de un sano discernimiento. Tenemos que avanzar mucho hasta crear una verdadera cultura comunitaria en la que el trabajo de las personas se inscriba en un itinerario diseñado por todos y sostenido en el tiempo, con independencia de quien lo lidere.

Una de las tentaciones más frecuentes en la pastoral es confiar demasiado en la eficacia de los eventos y no apostar por procesos. Los eventos son hechos (celebraciones, festivales, campañas de solidaridad, campamentos, experiencias misioneras, etc.) que realizamos en un determinado momento y que parecen tener fin en sí mismos.  Requieren imaginación, creatividad y colaboración. A veces, sin embargo, no hay conexión entre unos y otros. Movilizan a las personas, las entusiasman momentáneamente, pero por su misma naturaleza son efímeros. Los procesos suponen un sueño de futuro, una concatenación de acciones, una línea mantenida a lo largo de un tiempo largo, un verdadero itinerario de transformación personal y colectiva. Requieren objetivos claros, secuenciación de las etapas, líderes que sostengan la marcha e indicadores que vayan mostrando la progresión. Dicen que los jóvenes de hoy prefieren los eventos a los procesos. Puede ser. Por eso es más fácil convocarlos a una edición de la Jornada Mundial de la Juventud, a una experiencia del Camino de Santiago o a un par de semanas de voluntariado en una misión. Se les hacen cuesta arriba los procesos que duran años. Les cuesta seguir un catecumenado de Confirmación y mucho más un itinerario de maduración en la fe que no culmine con la celebración de un sacramento. Creo en el impulso que pueden proporcionar algunos eventos, pero creo mucho más en la eficacia transformadora de los procesos. Estamos necesitando planteamientos nuevos que conecten con las búsquedas de los más jóvenes. No es nada fácil, pero tampoco imposible. Hablemos con ellos. Escuchemos sus propuestas.


lunes, 22 de julio de 2019

¡Ojo a los datos!

Anoche me vine a la Casa de Retiros que los claretianos del Perú tienen en Chaclacayo, una población a unos 40 kilómetros de Lima. Es un lugar árido, rodeado de montañas grises. En medio de ese desierto surge el oasis de la casa, llena de verdor y armonía. Hoy comenzamos la III Asamblea de la Provincia Perú-Bolivia. Lo hacemos en la fiesta de santa María Magdalena. En los evangelios hay, al menos, cuatro datos incuestionables sobre esta “apóstola de los apóstoles”. Sigue a Jesús porque ha experimentado en carne propia su poder sanador (cf. Lc 8,2). Lo sigue de cerca; es decir, caminando con él y compartiendo sus bienes (cf. Lc 8,3). Lo sigue hasta el final: siendo testigo de su muerte y de su resurrección (cf. Mt 27,55; Mc 15,40; Jn 19,25). Lo anuncia con entusiasmo después de su resurrección (cf. Jn 20, 1ss). Cada uno de estos cuatro datos nos ayuda a comprobar la autenticidad de nuestro seguimiento de Jesús. 

El primero tiene que ver con la experiencia de la gracia. La mujer de Magdala experimenta en carne propia el poder sanador de Jesús. No sabemos en qué consistía su enfermedad psicoespiritual, pero sí conocemos lo que le sucedió tras el encuentro con Jesús. Algo cambió por dentro y por fuera. Empezó a ser una mujer nueva. ¿Me he sentido yo curado/perdonado por Jesús? ¿De qué me ha curado Jesús? Es saludable diagnosticar bien nuestras enfermedades. Algunas pueden ser comunes en nuestra época. Tal vez padezco de autosuficiencia crónica, de indiferencia aguda o de esclerocardía (dureza de corazón) congénita. ¿Creo que mi vida sería distinta sin él o, por el contrario, todo seguiría su curso normal?

El segundo dato habla de ir detrás de Jesús y de servirlo con lo que somos y tenemos. La Magdalena no tiene reparo en poner sus bienes al servicio del Maestro y de su círculo de discípulos y discípulas. Amor con amor se paga. Es muy fácil creer en Jesús “a distancia”, pero sin asumir los compromisos que se derivan de la cercanía a su persona. ¿Qué significa para mí “servir” a Jesús? ¿Cómo lo sirvo a él sirviendo a las personas de mi entorno que precisan mi ayuda? ¿Busco los servicios que me resultan más gratificantes o aquellos que me demandan quienes necesitan algo de mí? ¿Creo que los bienes de que dispongo (recibidos o ganados) no son solo míos, sino que “pertenecen” a quienes los necesitan? ¿Soy generoso o avaro, preocupado siempre por mi bienestar o atento al bienestar de los demás?

El tercer dato presenta a María Magdalena al pie de la cruz junto a la madre de Jesús. También ella permanecía de pie cuando los otros discípulos habían huido. Mantenerse firme en los momentos de prueba, dolor o persecución es un signo inequívoco de fidelidad a Jesús. Hay muchos admiradores que reniegan de su fe cuando les parece que no da respuesta a sus búsquedas, cuando sienten que Dios los ha abandonado o cuando no pueden soportar su silencio. Hay una fe femenina (y mariana) que nos enseña a no huir, a guardar todo en el corazón, a confiar en que Dios es siempre fiel incluso cuando caminamos por cañadas oscuras. La Magdalena es una mujer que nos enseña a seguir creyendo en la noche de la secularización, cuando parecen apagarse las lámparas que nos señalan el camino de Jesús. ¿He aprendido también yo a mantenerme firme en medio del dolor y de la prueba o encuentro siempre excusas para huir e incluso para renegar?

El cuarto dato tiene que ver con la misión. María Magdalena no se resigna a perder a su Señor. Lo sigue buscando hasta en la tumba. Cuando lo experimenta vivo, cuando se siente llamada por su nombre, acepta la misión de comunicárselo a los demás. Ella, como tantas mujeres en la Iglesia, tiene un sexto sentido para saber dónde está Jesús. Es más intuitiva y rápida que los varones. No se limita a seguir los cauces oficiales. Busca y encuentra. O mejor, se deja encontrar por Jesús. Y, con humildad y audacia, lo anuncia a quienes tendrían que haber escrutado con más profundidad los signos de su nueva presencia. ¿Cómo acojo yo los testimonios de las mujeres en la Iglesia? ¿Por qué la evangelización futura pasa por “las apóstolas de los apóstoles”; es decir, por mujeres humildes y audaces que no pierden el tiempo en programaciones interminables, vericuetos canónicos y escalafones jerárquicos, sino que se ponen enseguida en camino y, sin más títulos que el amor y la experiencia, anuncian que Jesús está vivo?

domingo, 21 de julio de 2019

¡Basta de dicotomías!

Marta de Betania es una buena amiga de este Rincón. A ella me he referido en varias ocasiones. La he presentado como trabajadora, como creyente en Jesús, como amiga del Maestro y como anfitriona un poco agitada. Por eso, me cuesta encontrar una nueva perspectiva para hablar de ella y de su hermana María. El Evangelio de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario nos propone la cena de Jesús en la casa de estas dos hermanas. Según el relato de Lucas, una (Marta) servía y la otra (María) escuchaba la Palabra “a los pies del Maestro”. Es una osadía tener como discípula a una mujer cuando los maestros del tiempo de Jesús solo admitían a varones. Este es el primer punto que nos desconcierta, rompe nuestros esquemas y ensancha el horizonte.

La historia de estas dos hermanas se ha prestado a mil interpretaciones. A nosotros –como nos advierte Fernando Armellini en su comentario de hoy– “no nos interesa saber que un día, en presencia de Jesús, dos hermanas hayan tenido una discusión casera, esto sería puramente anecdótico. Si Lucas refiere este episodio es para dar una lección de catequesis a las comunidades cristianas, a las de entonces y a las de ahora. Sabe que hay en ellas mucha gente de buena voluntad, discípulos que se dedican a servir a Cristo y a los hermanos, sin escatimar tiempo, energías o dinero. Y, sin embargo, en esta intensa y generosa actividad se esconde siempre el peligro de que tanto trabajo febril se disocie de la escucha de la Palabra, de que se convierta en inquietud, confusión, nerviosismo, como en el caso de Marta. El compromiso apostólico, las decisiones comunitarias, los proyectos pastorales, si no son guiados por la Palabra, se reducen a ruido hueco, a un chirriar de ollas y cucharones”.

Tengo poco que añadir a la síntesis que nos ofrece Armellini. Desde mi experiencia personal y pastoral, la ratifico al cien por cien. María (de Betania) ha escogido “la parte buena” (el texto original de Lucas no dice “la parte mejor”, como se lee en la versión litúrgica) porque ha descubierto que lo más importante en el seguimiento de Jesús es la escucha atenta de su palabra. Eso es lo que hizo la otra María (la de Nazaret), la madre de Jesús. Cuando la vida cristiana se reduce a acción (trabajo por el Reino) sin cultivar la relación con el Señor del Reino (escucha de la Palabra), se producen los desequilibrios y distorsiones que vemos en la vida personal, comunitaria y eclesial. El problema que hoy tenemos en la Iglesia no es que haya poca gente que trabaje, sino que, a menudo, ese trabajo es solo la expresión de un deseo de servir, de una necesidad (a veces compulsiva) de sentirse útil e importante, o de un sueño genérico y un poco prometeico de “hacer un mundo mejor”, como la literatura cristiana ha repetido hasta la saciedad en las últimas décadas. Eso puede estar bien, pero acaba secando el corazón y no transforma la realidad. Como le gustaba recordar a Henry Nouwen, los productos de nuestro trabajo no siempre coinciden con los frutos que Jesús ha prometido a quienes están unidos a la vid que es él. Se confunde el celo con la agitación, el compromiso con el nerviosismo, el servicio con los programas. Jesús podría decirnos a muchos de nosotros: “Andáis agobiados y preocupados con muchas cosas. Siempre tenéis citas pendientes, reuniones de trabajo, planes pastorales, proyectos sociales, etc. Alabo vuestros buenos deseos, pero os recuerdo que solo una cosa es necesaria”. Esta “cosa necesaria” –por tanto, no opcional– no es otra que la escucha atenta de la Palabra “a los pies del Maestro”; es decir, como seguidores que entran en relación personal con él.  

¿Significa esto que tenemos que cultivar la meditación atenta de la Palabra, la oración asidua y la celebración de la Eucaristía? Sí, sin la menor duda. Nos ha hecho mucho daño disociar los armónicos de la vida cristiana. Cuando en algunas parroquias y colegios me dicen que los catequistas de primera comunión y confirmación, o los encargados de los proyectos sociales, no suelen participar en la Eucaristía del domingo, me pregunto qué tipo de evangelización moderna hemos hecho, en qué trampas hemos caído. ¿Se puede “servir” a Jesús (como Marta) sin entrar en relación con él (como María)? La pregunta es perfectamente reversible: ¿Se puede decir que uno escucha y celebra la Palabra cuando de esta escucha y celebración no brota una actitud de servicio y compromiso? Personalmente estoy bastante harto de los planteamientos dicotómicos que han desangrado a la Iglesia: o esto o lo otro. Hay madurez cristiana cuando somos capaces de integrar todas las dimensiones, de no volvernos “heréticos” por exagerar una en detrimento de otras. Creo que el Evangelio de este domingo nos ofrece una orientación muy clara.

sábado, 20 de julio de 2019

Todos somos (un poco) lunáticos

Estoy en Huancayo, la capital del departamento peruano de Junín. Llegué ayer a primera hora de la mañana en un corto vuelo desde Lima, sobrevolando los Andes. Aterricé en el aeropuerto de Jauja, ciudad situada en el fértil valle regado por el río Mantaro. No me extraña que a los exploradores españoles del siglo XVI este valle les pareciera el paraíso en contraste con las peladas y áridas cumbres de los Andes. Abundan los cultivos de regadío y los árboles. El aire es limpio y puro. Desde entonces, Jauja se ha convertido en símbolo de algo placentero, risueño, fácil de conseguir. A eso solemos referirnos cuando decimos ¡Esto es Jauja!

Pasé todo el día en el Colegio Claretiano. Desde hace unos años ya no hay comunidad de claretianos en esta ciudad. Un equipo de laicos lleva la dirección, la administración y la pastoral del colegio. Quedé sorprendido del modo cómo se gestiona y del espíritu claretiano que se respira por todas partes. Durante la mañana, acompañado por el equipo directivo, visité todas las instalaciones. Fui de sorpresa en sorpresa. En el coliseo y en algunas aulas, talleres y laboratorios los alumnos y profesores me fueron presentando lo que hacen de una manera muy original. 

Hablamos de reacciones químicas, pizarras digitales, compromisos por la Justicia, Paz e Integridad de la Creación, grupo bíblico, canciones populares, danzas, robótica, etc. Fue una inmersión en la vida de un pequeño colegio urbano que no llega a los 1.000 alumnos. La presencia de símbolos claretianos inunda los pasillos, las aulas y los patios. Algunas gigantografías reproducen la definición del misionero y otros textos claretianos esenciales. Los niños, adolescentes y jóvenes se expresaban con una admirable claridad y dicción. Los pequeños discursitos que habían preparado parecían propios de oradores profesionales. Luego me enteré de que también en el colegio se cultiva la oratoria, un arte que brilla por su ausencia en otras latitudes. A media tarde me reuní con los profesores y el personal administrativo. Durante una hora hablamos sobre la espiritualidad claretiana para educadores. 

Huancayo está a una altitud media de 3.270 metros. Aquí estamos más cerca de la luna que en Lima. Lo digo porque hoy los periódicos de todo el mundo recuerdan que hace 50 años los seres humanos pisamos nuestro satélite. Durante estos días se está escribiendo mucho sobre aquel acontecimiento que en España fue narrado para la televisión por el inefable Jesús Hermida. Yo tenía entonces  apenas 11 años. Aquella noche de verano me encontraba en un campamento en las montañas de Riaño (León). Cuando rememoro el acontecimiento me cuesta distinguir entre los recuerdos de lo que viví aquella noche y lo que he visto y leído después. En cualquier caso, disfruté imaginando lo que podría estar sucediendo sobre la superficie de la luna. Los niños tienen una imaginación más poderosa que los adultos. Aquel año todos nos volvimos un poco más lunáticos. Luego, con el correr del tiempo, la carrera espacial fue perdiendo fuelle. Algunos creyeron incluso que todo había sido un montaje fabricado por la NASA. No faltaron quienes criticaron el dispendio de estas empresas espaciales. ¿Qué sentido tiene invertir millones de dólares en viajar a la luna cuando hay tantas necesidades en el planeta tierra? No hay un solo asunto que no sea visto desde diversas perspectivas.

Desde la tierra, la luna es bella y misteriosa. Ejerce una gran atracción sobre los humanos. Sus ciclos marcan el rimo de muchas realidades. Vista desde cerca, resulta un paisaje un poco fantasmagórico. Se rompe el encanto. La huella de Neil Armstrong sobre su superficie parece casi una violación. Hay realidades que no se pueden contemplar de cerca sin romper su hechizo. La luna solo es bella de lejos, de muy lejos. De cerca se parece a cualquier desierto terrícola. Por eso no hay acuerdo entre poetas y astronautas. Unos quieren ensalzarla; otros se empeñan en profanarla y hasta –si llega el caso– explotarla. Son las dos actitudes básicas del ser humano con respecto a toda realidad: la contemplación y la acción; el juego y el aprovechamiento; el disfrute y la explotación. Las actitudes ante la luna son como un test que pone a prueba nuestras actitudes en la vida. En este sentido, todos somos un poco lunáticos. Buen finde, a pesar del calor que se cierne sobre Europa. Aquí no pasamos de los 18 grados. 



viernes, 19 de julio de 2019

¿Idólatras o mártires?

Muchas personas consideran que los dogmas de la Iglesia están obsoletos. Hablan de “verdades” inverificables que constriñen la libertad de conciencia. Cabría imaginar que quienes así piensan son personas libres de prejuicios y dotadas de apertura mental y de flexibilidad en sus opciones. Pero esto sucede muy pocas veces. Lo que sigue a la falta de fe no es la increencia, sino la idolatría: la sustitución de los dogmas religiosos por los dogmas del mercado. Cuando dejamos de creer en Dios pronto empiezan a surgir diosecillos (“ídolos”) que atrapan nuestro corazón y nuestro bolsillo. Poco influye que uno tenga un doctorado en química o que sea un obrero de la construcción. La idolatría es de alcance universal. El panteón moderno está poblado de “dioses” que tienen también sus dogmas, sus leyes y sus ritos. No es fácil substraerse a su influjo. El control por parte de quienes ofician de “sacerdotes” es implacable. Cualquier pensamiento crítico se juzga como retrógrado, políticamente incorrecto. De hecho, se ha vuelto a poner de moda una palabra que parecía ya olvidada. Por todas partes se habla de la emergencia de la “ultraderecha”. ¿Será verdad que todo cuestionamiento de los ídolos modernos representa una postura reaccionaria? ¿O, más bien, lo que se busca es acallar las voces críticas que denuncian la dictadura implacable del “Dinero apátrida”, como denomina un escritor español a este moderno dios todopoderoso?

¿Quién se atreve hoy a poner el dedo en la llaga si todos, más o menos, dependemos de este dios, nos beneficiamos de él o contribuimos a engordarlo? El sistema no se conforma con saquear nuestros bolsillos. Pretende controlar nuestras mentes y nuestros afectos a cambio de ofrecernos un paraíso de bienes consumibles, incluyendo una sexualidad de barra libre que nos haga creer finalmente emancipados del yugo religioso. Quizás solo la Iglesia se opone frontalmente a esta idolatría; por eso, cada vez será más atacada. La estrategia no pasa por un ataque en campo abierto, sino por una merma progresiva de su credibilidad. A la campaña sobre los abusos sexuales del clero seguirán otras que, aprovechando las evidentes debilidades de muchos creyentes, difundirán un claro mensaje: “No hay que fiarse de esta secta de impostores. Predican una cosa, pero hacen otra”. ¿Quién no se siente representado por esta crítica que parece defender a capa y espada la verdad y la justicia cuando, en realidad, lo que pretende es acallar la única voz que puede denunciar la dictadura del Dinero apátrida? Hace décadas que este dios financia a innumerables sectas pentecostales para minar la fuerza de la Iglesia católica. Latinoamérica y buena parte de África se han convertido en un supermercado de iglesias a cual más extravagante. El Dinero apátrida ha conseguido hacer de la religión otro artículo de consumo. Quien cree en él tiene asegurada la prosperidad.

Me pregunto si en este contexto idolátrico no tendremos que recuperar con indignación profética algunos de los textos más revolucionarios de la Biblia. En el libro del Éxodo, Dios advierte al pueblo de Israel: “No tendrás otros dioses delante de mí. No te harás ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No los adorarás ni los servirás; porque yo, el SEÑOR tu Dios” (Ex 20,3-4).  Hoy, por muy ateos o agnósticos que nos queramos presentar, estamos adorando a innumerables dioses que forman la cohorte del Dinero apátrida: el mercado financiero, el negocio del fútbol, de la droga y de las armas, la esclavitud del sexo degradado, las ideologías contra la familia, la globalización económica, el control informático, etc. Me parece que quienes seguimos creyendo en el Dios y Padre de Jesucristo tenemos que atrevernos a decir que “los ídolos de las naciones son plata y oro, obra de manos de hombre” (Sal 135,15). Aunque seamos tildados de retrógrados, no podemos por menos que reconocer que “no tienen conocimiento los que llevan su ídolo de madera y suplican a un dios que no puede salvar” (Is 45,20).  Hay que volver sin miedo a los fundamentos de la fe: “Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la naturaleza divina sea semejante a oro, plata o piedra, esculpidos por el arte y el pensamiento humano” (Hch 17,29).

Es probable que más de un lector piense que me he vuelto uno de esos fundamentalistas que van por la vida cortando cabezas ajenas y negando todo avance moderno. Nada más lejos de la realidad. Creo que la evangelización procede siempre como un “diálogo de vida”, reconoce todas las semillas de verdad, bondad y belleza que hay en los seres humanos y en las culturas. Entiendo el Evangelio como una buena noticia cargada de paz y alegría. Estoy convencido de que el verdadero creyente es siempre una persona tolerante con todos y flexible en su presentación de la fe. Por todo ello, no quisiera dejarme seducir por los ídolos modernos, sino continuar buscando al Dios verdadero, que nada tiene que ver con el “Dinero apátrida” que está contaminando todo cuanto toca (la naturaleza, las relaciones familiares, las organizaciones sociales y políticas) y no sabe de fronteras, leyes o valores. Se mueve solo buscando el máximo beneficio de sus capitostes. Para que la gran masa no se rebele, tienen la habilidad de repartir algunas migajas en forma de artículos de consumo y entretenimiento. Pero la gran Babilonia –por emplear los términos simbólicos del Apocalipsis– nunca podrá derrotar al Cordero inmolado, al Viviente, al Señor de la historia. La esperanza es más fuerte que cualquier pesimismo. Eso sí: hay que estar dispuestos al martirio, al testimonio diario.