domingo, 2 de abril de 2017

Si hubieras estado aquí

Es casi medianoche en Roma. Escribo en un lugar tan silencioso que me siento un poco extraño, habituado como estoy a los ruidos constantes de la calle en la que vivo. Espero que este silencio me permita acoger mejor la Palabra de Dios. El Evangelio de este V Domingo de Cuaresma es tan sugerente y consolador, que casi no sé por dónde empezar. Como cada semana, le dejo a Fernando Armellini que nos ofrezca una explicación pormenorizada. La de este domingo es espléndida. Esto me permite concentrarme en un par de puntos que por alguna razón me conmueven más. El evangelista Juan compone un largo relato sobre la reanimación (el término resurrección no es el más apropiado) de Lázaro que, como todos los suyos, está cuajado de dobles significados: uno es el que cualquier lector entiende; otro, el reservado a los creyentes. Toda la narración está impregnada de vida. La historia de Lázaro no es más que otra oportunidad para mostrar que donde está Jesús está la vida y que todos hemos sido llamados a salir de esta vida (a través de la puerta angosta de la muerte) para entrar en la vida definitiva junto a Dios. El juego de salidas y entradas marca el ritmo del relato y, con él, la dinámica de nuestra existencia. Comenzamos saliendo del vientre de nuestra madre a una vida maravillosa y terminamos  saliendo de esta vida terrena para entrar en la comunión plena con Dios. 

Hay un primer detalle que me llama la atención. Se trata de las palabras que Marta le dirige a Jesús cuando éste llega demasiado tarde para ayudar a su amigo Lázaro: “Si hubieras estado aquí” (11,21). Me recuerda el famoso tema de Pink Floyd: Wish you were here (¡Ojalá estuvieras aquí!). Son las palabras que a cualquiera de nosotros nos brotan cuando experimentamos alguna desgracia en la vida, oramos con fe y, a pesar de todo, sentimos que Dios no nos escucha. Las situaciones son incontables: Si hubieras estado aquí, mi padre no habría muerto. Si hubieras estado aquí, no habríamos tenido ese accidente de tráfico. Si hubieras estado aquí, podrían haber detectado el cáncer a tiempo. Si hubieras estado aquí, no habría perdido mi puesto de trabajo. Si hubieras estado aquí, no sufriría esta depresión absurda. Si hubieras estado aquí, no habría perdido la fe ¿Cuántas veces hemos deseado que Jesús hubiera estado a tiempo cuando más lo necesitábamos? Su aparente silencio, tardanza e ineficacia nos irritan, ponen a prueba nuestra frágil confianza, nos hacen dudar de su preocupación por nosotros y hasta de su existencia. El relato de la reanimación de Lázaro pone de relieve que los retrasos de Jesús siempre tienen como objetivo un bien mayor, algo que desborda con mucho nuestras expectativas. En el fondo, la reanimación de Lázaro no es sino un pálido signo de la vida definitiva que nos espera a todos los que creemos en Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre” (11,25-26).

Hay un segundo detalle que me atrae mucho. Jesús, ante el amigo muerto, llora. Escribí algo sobre el llanto de Jesús cuando el pasado mes de noviembre visité la capilla Dominus flevit de Jerusalén. Hay personas que, ante la muerte de un ser querido, reaccionan con un llanto incontenible, ruidoso, desesperado. Es como si las descuartizaran vivas. O como si vivieran la muerte como el fin absoluto. 

Pero, ¿cómo es el llanto de Jesús? Es verdad que ante la tumba de su amigo Lázaro no puede contener las lágrimas, pero su llanto es distinto del llanto desesperado. El relato de Juan se encarga de precisar bien esta diferencia. Para el llanto de Marta, María y los judíos, el evangelista usa el verbo griego klaiein (v. 33) que indica el llanto estentóreo, acompañado de gestos desesperados; el llanto de Jesús, por el contrario, lo describe con el verbo edákrusen, que se puede traducir así: “las lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos” (v. 35). Se trata de un llanto sereno y digno. Este es el llanto al que estamos llamados los creyentes. ¿Por qué? Porque sabemos que la muerte, aunque sea dolorosa por la separación física que supone, no es el final absoluto ni interrumpe la comunión en Dios. Desde esta fe, tenemos que superar muchas formas de retener a las personas que mueren: visitas obsesivas al cementerio (que es lo mismo que buscar entre los muertos al que vive), apego morboso a sus recuerdos y objetos personales, homenajes innecesarios… Es comprensible que sintamos dolor cuando una persona querida nos deja, pero quererla retener es, en el fondo, una forma de egoísmo. Es como desear que no nazca a la vida plena, que siga atada a este mundo imperfecto, limitado. En el evangelio de hoy Jesús da una orden: “Desatadlo para que pueda caminar”. Esa misma orden se dirige a cada uno de nosotros. Tenemos que desprendernos de muchos prejuicios, tabúes y miedos para abrirnos al don de la vida plena que Jesús nos ofrece.

1 comentario:

  1. Hola Gonzalo, gracias por tu reflexión. Me ha llevado a pensar que cada persona, si fuéramos capaces de prepararnos, conscientemente, para el momento final, sabríamos ir desprendiéndonos y evitaríamos, a la vez, que a los que dejamos tuvieran necesidad de retenernos.

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