miércoles, 19 de abril de 2017

Te doy lo que tengo

Lo mío con el camino de Emaús es casi una fijación. Creo que no hay relato del Nuevo Testamento que me guste más. Lo encuentro redondo, terapéutico, siempre actual y reconfortante. El relato del capítulo 24 de Lucas se lee siempre el miércoles de la Octava de Pascua. Lo he comentado varias veces. Este año, sin embargo, quiero fijarme en la primera lectura, la que narra el encuentro de los apóstoles Pedro y Juan con un tullido en la Puerta Hermosa del templo de Jerusalén. La primera reacción de Pedro es la contraria a la que solemos tener nosotros cuando encontramos a un mendigo por la calle. A menudo esquivamos la mirada. Pedro, por el contrario, le dice: “Míranos” (Hch 3,4). El texto añade: “Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo” (Hch 3,5). Antes de que haya una entrega de monedas o de dones, hay un intercambio de miradas. Pedro y Juan, mirándolo, reconocieron al tullido mendicante. Él, por su parte, “clavó los ojos en ellos”. El juego de miradas es la carta de presentación. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio. No mirar a alguien significa no reconocer su existencia y dignidad. Mirarlo, por el contrario, implica la aceptación de que alguien existe frente a mí, junto a mí, a mi lado. Aprender a mirar y aceptar que nos miren es quizás una de esas lecciones que hoy estamos necesitando con urgencia. La cultura urbana nos ha acostumbrado a caminar deprisa. Los otros son viandantes anónimos. No importa si no los miramos. Cada uno va a lo suyo... excepto yo que voy a lo mío. La ironía popular lo ha expresado bien. Llega un momento en que si alguien nos mira nos parece incluso sospechoso. ¡Hasta aquí llega la perversión actual de los gestos más primarios! El bebé goza mirando a su mamá y la mamá no se cansa de mirar a su bebé! Sin que ningún manual de psicología se lo diga, ambos saben que están construyendo identidad. Solo sé quién soy yo cuando alguien me mira. El otro necesita que yo lo mire para saber quién es. Con una mirada podemos asesinar o salvar una vida porque los ojos son ventanas del alma, escaparate de lo que somos, armas de construcción masiva. Miremos, pues, con toda la fuerza de que seamos capaces. Miremos reconociendo la dignidad de los demás. El tiempo de Pascua es una invitación a una mirada limpia, luminosa, compasiva.

Pero el encuentro de Pedro y Juan con el tullido nos reserva una sorpresa aún mayor. El mendigo agradece la mirada. Es el primer regalo. Lo saca del anonimato. Pero no solo de miradas vive el hombre: espera también unas monedas. Su vida depende de lo que recauda cada día, colocado –“solían colocarlo todos los días” (Hch 3,2)– junto a la Puerta Hermosa, casi como si fuera un vehículo que se deja estacionado. Juan contempla la escena. No habla. Es Pedro quien toma la palabra: “No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar” (Hch 3,5). No sé cuánto tiempo hace que esta frase me da vueltas por dentro. Resume el verdadero sentido de la evangelización tal como la practicaba Jesús. Decirle a alguien Te doy lo que tengo” significa que tenemos algo muy valioso dentro, algo que es más preciado que el oro y la plata. ¿Quién se atreve hoy a decir “En nombre de Jesús, levántate, camina”? Para hacerlo, uno tiene que creer en el poder de la Palabra de Dios. Tiene que estar convencido de que necesitamos la fuerza de esa Palabra que nos revela en cualquier situación:“Tú eres mi hijo amado. Sin esta fuerte convicción, nos sentimos desnudos, ridículos, testigos de un Evangelio que es perfectamente inútil, que no puede competir con los otros remedios que las personas esperan y que parecen mucho más concretos y eficaces porque responden a necesidades básicas como la comida, el vestido, la vivienda, la sanidad o la educación.

Lo voy a decir de manera aún más descarnada. Hoy muchos evangelizadores cambiaríamos la frase de Pedro por esta otra: “Dado que no estoy muy convencido de que el nombre de Jesús te sirva para algo en la vida, voy a darte un poco de la plata o del oro que tengo; es decir, voy a construirte una vivienda social, hacerte un pozo de agua, pagarte las medicinas, recomendarte una terapia psicológica o apadrinar a un hijo tuyo”. 

Es duro aceptar que un evangelizador es según las categorías sociales en uso– un experto en nada, alguien que no tiene lugar en la lista de profesiones que se valoran en el mercado laboral. Vamos, que no aparece en Linkedin. Si tú te pones enfermo, visitas al médico. Si tienes que resolver un pleito, contratas a un abogado. Si se te estropea el coche, vas a un taller mecánico. Y si necesitas arreglar algunos desperfectos en tu casa, llamas a un albañil, un electricista, un fontanero... o al técnico correspondiente. ¿Quién llama hoy a un evangelizador? ¿Para qué sirve un portador de la Palabra de Dios? ¿A qué necesidad humana responde su extraña competencia profesional?

Espero que los lectores de este blog entiendan que no estoy en contra de las acciones solidarias, ¡Dios me libre! Más aún, creo que son expresión de una fe que se hace amor concreto, que sale al encuentro de las muchas necesidades básicas que tenemos los seres humanos.  Lo que quiero acentuar es que, sin dejar de hacer esto (es decir, sin dejar de compartir nuestra plata y oro), no podemos privar a las personas del tesoro más valioso que hemos recibido y que, por otra parte, responde a la necesidad más radical de los seres humanos, que es saberse amados incondicionalmente por Dios, descubrir el sentido de la vida. Este tesoro es la palabra de Jesús: “En nombre de Jesucristo Nazareno”. La palabra que Pedro pronuncia no es suya, viene de Jesús, y va acompañada de un gesto muy elocuente. Si al principio le pidió al ciego que los mirara (a él y a Juan), ahora es Pedro quien se adelanta: “Agarrándolo de la mano derecha lo incorporó” (Hch 3,7). La palabra de Jesús tiene el poder no solo de sanar las enfermedades sino de devolver la dignidad, de reincorporar a las personas a la comunidad de la que han sido excluidas. ¿Se puede imaginar un regalo mayor o es mejor seguir soñando con un chalé a pie de playa y un automóvil de lujo?


Los frutos de la palabra de Jesús no dejan indiferente a nadie. Construir una escuela, promover una campaña de alfabetización o de vacunación infantil, sumistrar agua potable a un poblado, acoger a un grupo de inmigrantes… son gestos necesarios y hermosos. Nunca terminamos de cubrir las muchas necesidades humanas. Pero el corazón solo se mueve cuando nota que, además de eso o en medio de eso, hay un cambio profundo en las personas, cuando se percibe el paso de Dios por nuestras vidas. El texto de los Hechos de los Apóstoles es inequívoco: “La gente lo vio andar alabando a Dios; al caer en la cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado en la puerta Hermosa, quedaron estupefactos ante lo sucedido” (Hch 3,10). Lo que importa no es que a uno lo nombren socio honorario de un club o le concedan el premio como personaje del año “por sus obras a favor del pueblo” sino que –como el tullido mendicante– podamos alabar a Dios porque hemos experimentado su acción en nosotros. En fin, no sé por qué esta bendita Puerta Hermosa pone en danza mis sentimientos. 

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