sábado, 11 de abril de 2020

El día de la crisálida

El Viernes Santo mundial que estamos padeciendo se ha cobrado ya más de 100.000 vidas humanas. No sabemos cuál será el tope. Mientras el mundo sigue en un viernes que parece interminable, litúrgicamente hemos llegado al no-día, al Sábado Santo. Hoy no se celebra la Eucaristía. Es un día “cerrado por defunción y abierto por esperanza”. Es el día en el que la Madre espera y nosotros con ella. Se suele decir que el Sábado Santo es una jornada mariana, un día de silencio, la fiesta de quienes frente al misterio de Dios “no saben/no contestan”, el recuerdo de una civilización que vive etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera), el día de la ausencia, la frustración y el desencanto. Este año 2020 el Sábado Santo tiene el color de la incertidumbre, la ansiedad de no saber por qué nos ha tocado vivir esta pandemia en tiempos de euforia tecnológica, qué significa lo que estamos viviendo, a dónde nos conduce, a quién hay que pedirle cuentas, quién va a pagar los destrozos, cómo vamos a reconstruirnos, qué lecciones podemos aprender, cuánto nos durará el efecto del sufrimiento, dónde podemos alimentarnos para sostener la esperanza… He aquí la palabra clave: esperanza. Quien tiene todo claro, quien sabe lo que va a ocurrir no espera, se limita a aguardar que las cosas sucedan según programa. Solo espera quien es capaz de combinar una completa incertidumbre respecto del contenido y una absoluta confianza en el dador de la promesa.

Como cristiano, creo que este Sábado Santo, sin dejar de ser muchas de las cosas mencionadas antes, se podría calificar como el “día de la crisálida”, un tiempo indeterminado en el que se gestan profundas e invisibles transformaciones que solo más adelante se verán con claridad. El Cristo depositado en el sepulcro es el símbolo de todo lo que, pareciendo definitivamente muerto, está generando una explosión de vida nueva. Este es el fundamento de la esperanza. Podemos esperar porque lo que anhelamos (el triunfo de la vida sobre la muerte) ya se ha verificado en Jesús de Nazaret. Así lo vivió la Virgen María a través de los sucesivos misterios de muerte que fue recorriendo durante su vida. Hacemos bien en decir que el Sábado Santo es un día mariano, porque nadie como María “esperó cuando todos vacilaban el triunfo de Jesús sobre la muerte”. Mientras el dolor del Viernes Santo fue desgarrador y tuvo el sabor de una pérdida, el del Sábado Santo es sereno y huele ya a resurrección. Por eso, cada vez que el misterio de la muerte nos atrapa, necesitamos recorrer el camino del duelo de la mano de la Madre de la esperanza. Sola ella sabe ayudarnos a permanecer junto a la cruz con valentía, a esperar en silencio y a disponernos para las sorpresas de Dios. María sabe que el gusano encerrado en el sepulcro de la crisálida se convertirá en una sutil y bellísima mariposa.

Ayer viví una jornada muy intensa, que terminó con el Viacrucis en la plaza de san Pedro. De nuevo la RAI nos acercó las imágenes de una plaza desierta en la que decenas de candelas encendidas señalaban el camino de la cruz por el que desfilaban presos, trabajadores sanitarios, policías… Me fui a la cama con la impresión de que los seres humanos no acabamos de tomar conciencia del poder del mal. Es verdad que el mundo está ya transido de la resurrección de Jesús, pero su triunfo ha costado un altísimo precio. No hay ciencia ni filosofía que puedan cargar con el misterio del Hijo de Dios colgado de una cruz. Esta imagen rompe todos los esquemas. ¿Cómo se puede conciliar en un mismo instrumento (la cruz) el patíbulo de un criminal y el trono de un rey? ¿Cómo una derrota puede convertirse en victoria? ¿Cómo una muerte injusta puede ser el principio de una vida liberadora? Todas las preguntas abiertas en canal el Viernes Santo necesitan la pausa contemplativa del Sábado Santo, no para encontrar una respuesta redonda a preguntas sin respuestas, sino para disponernos a acoger la sorpresa de Dios, el fruto inesperado de una crisálida sin aparente belleza. Este intervalo sabático templa el alma y amaina tensiones, incluso en momentos tan dramáticos como los que estamos viviendo este año. No se trata solo de “resistir” –como cantamos a diario con toda la fuerza de nuestros pulmones– sino, sobre todo, de esperar. La resistencia pone el acento en nuestra capacidad de hacer frente a las adversidades. La esperanza nos abre al misterio de la gracia. Las dos son necesarias, pero la esperanza corre más y llega antes al sepulcro.



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