martes, 25 de mayo de 2021

La imposible corrección

Ciertos temas tienen hoy mala prensa. Tendemos a evitarlos. Uno de ellos es la corrección fraterna en cualquiera de sus múltiples formas. Hay un texto de la carta a los Hebreos que siempre me ha llamado la atención y que hoy resulta difícil de entender y practicar: 

“Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado, y habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, | ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama | y castiga a sus hijos preferidos. Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, es que sois bastardos y no hijos. Ciertamente tuvimos por educadores a nuestros padres carnales y los respetábamos; ¿con cuánta más razón nos sujetaremos al Padre de nuestro espíritu, y así viviremos? Porque aquellos nos educaban para breve tiempo, según sus luces; Dios, en cambio, para nuestro bien, para que participemos de su santidad. Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella” (Hb 12,4-11). 

¿Quién de nosotros quiere ser corregido para crecer como persona? Se dice que muchos padres modernos no quieren corregir a sus hijos para evitarles posibles traumas. La mayoría de los profesores no se atreven a hacerlo porque temen reacciones desagradables, y hasta violentas, por parte de sus alumnos. Los jefes no quieren (o no saben) corregir a sus empleados porque algunos han hecho cursos de liderazgo participativo en los que el verbo “corregir” se evita como si fuera un diablo. Los sacerdotes no corrigen a sus fieles porque no quieren ser tildados de retrógrados o autoritarios. Y en la mayoría de las comunidades religiosas la corrección fraterna hace tiempo que ha pasado a mejor vida. Los superiores suelen mirar para otro lado pro bono pacis. 

Las dificultades se extienden a todos los campos. Si alguien se atreve a corregir con delicadeza a una persona que comete un error lingüístico, desafina cuando canta, abre la boca como un energúmeno, se hurga la nariz o come sin respetar unas mínimas normas de urbanidad, lo más probable es que reciba un exabrupto a cambio. Y no digamos si estas “correcciones” se hacen en un transporte público, en un centro comercial o en la iglesia. Un joven puede ocupar el asiento reservado a los ancianos y a las embarazadas. Si alguien se atreve a pedirle que lo deje libre, más vale que se prepare para recibir toda suerte de improperios. Si un sacerdote pide no acercarse a la comunión con las manos en los bolsillos o no “robar” la hostia del copón, sino recibirla con dignidad en la palma de la mano, lo más seguro es que será criticado. No digamos nada sobre lo referido a la indumentaria personal, la manera de hablar, etc. Se pueden multiplicar los ejemplos. Nos hemos vuelto todos tan pagados de nosotros mismos, tan hipersensibles, tan defensores de nuestro estilo personal, que interpretamos cualquier corrección como si fuera una ofensa, como un atentado a nuestra sacrosanta libertad. Vivimos en el imperio, o quizás en la dictadura, del derecho a la privacy. Nadie puede decirme nada. Yo hago lo que me da la gana.

Hemos olvidado que una buena corrección es, en realidad, una ayuda para mejorar nuestra vida. Me atrevo a ir más lejos. Si nadie nos corrige, en el fondo significa que no nos ama. La indiferencia se ha convertido en el valor supremo. No te digo nada (incluso cuando tendría que hacerlo) para que tampoco tú me molestes con tus observaciones. Nos hemos ido acostumbrando no solo a una cultura de la tolerancia (que es un valor positivo), sino de la indiferencia (que significa menosprecio de la virtud). La carta a los Hebreos nos recuerda que “ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella”. Normalmente, a nadie nos gusta ser corregidos (nos parece a veces una humillación), pero, con el paso del tiempo, caemos en la cuenta del valor transformador de las buenas correcciones. 

Difícilmente podemos progresar como personas, familias, comunidades o países si no aprendemos a corregirnos unos a otros con verdad, delicadeza y caridad. Si nadie se atreve a corregir a un grupo de jóvenes que van molestando al resto de los pasajeros en un autobús o en un tren, entonces la descortesía acaba apoderándose de la vida social. Si un niño o un joven pueden insultar o desobedecer impunemente a un profesor sin que nadie les diga nada, entonces resultará imposible una sana vida escolar. Si un funcionario público trata con arrogancia a un ciudadano y nadie lo corrige, el servicio público se transformará en un ejercicio despótico. Si ningún obispo o laico se atreve a decirle a un párroco que sus homilías son infumables o que trata a la gente con desprecio, entonces el clericalismo campará a sus anchas. 

Es verdad que corregir a otro nos complica la vida. Es más fácil hacer la vista gorda y transigir con todo, pero eso significa que, en el fondo, nos preocupa poco la vida de la otra persona. De nuevo la carta a los Hebreos nos proporciona un criterio objetivo: “¿Qué padre no corrige a sus hijos? Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, es que sois bastardos y no hijos”. Donde hay amor, hay corrección, porque se busca lo mejor para la otra persona. 

Naturalmente, hay modos diversos de corregir. Hay correcciones que son expresión de la propia rabia y consiguen el efecto contrario del que buscan. Hay que evitarlas a toda costa. Pero hay correcciones que, hechas siempre con respeto y delicadeza, nos ayudan a caer en la cuenta de aspectos no integrados y nos señalan lo que podemos mejorar. Para practicar con éxito esta “imposible corrección” es necesario aceptar ser corregidos, incluso pedirlo con humildad. Solo quien encaja con sencillez las correcciones, puede hacerlas a otros con tiento y eficacia.

1 comentario:

  1. GRACIAS ,Gonzalo.
    Te siento un amigo de los de verdad.
    Y si me corrijes, es porque me quieres . Lo demás son "Pamplinas"
    ( decía mi abuela Milagros )
    Esa corrección siempre dará Frutos Visibles y esperanzadores. Como los que necesita nuestra Iglesia para que funcione como Cuerpo alegre, humilde
    y servidor - como referente del Dios Padre-, y así convertirnos en ejemplo, para la Sociedad tan descuartizada por la soberbia y desigualdad.
    GRACIAS amigo. Estoy dispuesta a que me corrijas desde mi ser seglar, esposa y madre. Va a ser de una riqueza comunitaria inimaginable.
    Abrazos grandes.

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