sábado, 29 de junio de 2019

Una fe de penalti

Estando en Sudamérica, es casi imposible no ver en televisión algún partido de los que se están jugando en Brasil con motivo de la Copa América. Anoche (madrugada en Europa) vi el enfrentamiento entre las selecciones de Chile y de Colombia. La primera parte fue vistosa; la segunda, anodina. Los 94 minutos terminaron con un empate a cero, así que hubo que ir a la tanda de penaltis (o penales, como se dice por aquí). La televisión enfocaba las caras de algunos hinchas de ambos equipos. Eran un muestrario de emociones. En el último tiro, falló Colombia y acertó Chile. Alexis Sánchez marcó el tanto que catapultó a La Roja chilena a las semifinales. Los jugadores e hinchas colombianos acabaron mustios; los chilenos exultaban de gozo. La guerra duró en torno a dos horas. Una pelota danzando de extremo a extremo de un campo de hierba mantuvo en vilo a millones de personas. 22 jugadores vestidos de rojo (Chile) y de amarillo (Colombia), casi todos con tatuajes en los brazos o en el cuello, ejercieron de guerreros de un combate incruento pero apasionado. Los hinchas presentes en el estadio de São Paulo se agitaban como si les fuera la vida en ello. Imagino que muchos telespectadores harían lo mismo en sus casas o en los bares.

No es el momento de filosofar, pero cuando se llegó a la tanda de penaltis (digamos penales para estar en sintonía con nuestros amigos latinoamericanos), pensé que esa especie de lotería futbolística es también una metáfora de lo que nos sucede muchas veces en la vida cotidiana. La gente se esfuerza, lucha por conseguir sus metas, se levanta tras algunas caídas y encaja golpes y contratiempos. Al final, cuando llega la hora de la verdad, parece que todo ese esfuerzo sirve para poco porque muchas de las cosas que nos suceden en la vida parecen producto del azar, no de nuestro tesón. Con más frecuencia de la deseada, hay golpes de fortuna que encumbran a los vagos y sinvergüenzas y dejan fuera de combate a los luchadores y honrados. Sucede en el campo académico, laboral, político, económico… y hasta eclesiástico. Dicen que es un arte saber estar en el lugar adecuado, en el tiempo oportuno y con las personas justas. Algunos no tenemos ese don. Nos gusta más jugar los 90 minutos de partido que no fiar todo a la fortuna en la tanda de penaltis (o de penales).

Todo esto parece no tener que ver nada con la fiesta de san Pedro y san Pablo que hoy se conmemora en la Iglesia y que en algunos lugares –comenzando por Roma, mi ciudad de residencia, y siguiendo por Vinuesa, mi pueblo natal– es muy popular. Sin embargo, las vidas de estos dos santos no fueron existencias lineales, programadas de principio a fin. Ambos vivieron “golpes de fortuna” (es decir, experiencias de gracia) que modificaron sustancialmente el curso de sus vidas. Se sentían a gusto en el papel de honrado pescador (en el caso de Pedro) o de fariseo fanático (en el caso de Pablo) y, en un momento dado, Jesús de Nazaret (en el caso de Pedro) o el Cristo Resucitado (en el caso de Pablo) se cruzaron en sus vidas dividiéndolas en dos mitades: antes y después del encuentro con Jesucristo. Pareciera que la primera parte del partido de su vida careciera de importancia porque, al final, todo se decidió en la tanda de “golpes de gracia”, en un conjunto de experiencias que les abrieron a un nuevo modo de entender la vida. La fe siempre tiene algo de imprevisto y sorprendente. No es, sn más, el fruto de nuestro trabajo o el resulatdo de nuestras búsquedas. Nos sobreviene como un enamoramiento: a veces, apasionado e intempestivo; otras, suave y delicado. La prueba de que no se trata de un autoengaño es que nos empuja como en el caso de Pedro y Pablo a jugarnos la vida por Él. 

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