jueves, 31 de octubre de 2019

Todos somos misioneros

Termina el Mes Misionero Extraordinario. Es probable que en algunas de vuestras parroquias y comunidades haya tenido un cierto impacto, mientras que en muchas otras quizás ha pasado bastante desapercibido. No es fácil ser misionero hoy. Para muchas personas, la palabra misma -misionero- se refiere solo a algunos hombres y mujeres (sacerdotes, religiosos o laicos) que se van a países lejanos para trabajar por los demás. Algunos de mis amigos me han dicho que les gustaría tener una “experiencia misionera”. Por las explicaciones que luego añaden, creo que se refieren a un período de tiempo en un país extranjero en el que puedan hacer algo por los demás. En este caso, experiencia “misionera” equivale más bien a experiencia de “voluntariado”. 

Para muchos, un poco confusos en el ámbito religioso, la solidaridad es el nuevo nombre de la misión. Construir un pozo de agua potable, un dispensario médico o una escuelita rural son algunos de los sueños de estas personas que tienen un corazón solidario y que no quisieran morirse sin haber hecho algo “especial” por las personas más necesitadas. Para ellas, las obras constituyen la mejor credencial de una conciencia humanitaria. No suelen hablar de Jesucristo, aunque no dudo de que en muchos casos testimonian mejor el núcleo del Evangelio (es decir, el amor) que aquellos que lo llevan en los labios, pero no lo refrendan con sus obras. Admiro a estos amigos solidarios, pero ¿es esto, sin más, lo que la Iglesia entiende por misión? ¿Se puede ser “misionero” sin una experiencia de fe en Jesús y sin la llamada a ser sus testigos?

La cuestión nos lleva lejos. Antes del Concilio Vaticano II, los misioneros católicos tenían las ideas bastante claras. Debían predicar el Evangelio, suscitar la conversión de las personas a Cristo y bautizar a todos “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Era el único camino para conseguir la salvación. Se explica así el extraordinario celo de tantos misioneros que no ahorraron sacrificios para llegar hasta donde nadie había llegado. ¡Era un asunto de vida o muerte! Por supuesto que el anuncio del Evangelio iba acompañado por obras de promoción social en el campo educativo, sanitario, cultural, etc., pero el punto de partida y de llegada era siempre la proclamación y el reconocimiento de Jesucristo como Salvador del mundo. Claret mismo se movía en este horizonte cultural y teológico. ¡Y no digamos Francisco Javier y otros grandes misioneros!

El Concilio Vaticano II (1962-1965) nos abrió una nueva perspectiva que llevaba décadas gestándose. En la constitución Lumen Gentium (Luz de los pueblos) leemos: “Quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida” (n. 16). 

Este párrafo me parece extraordinariamente luminoso y abierto, pero dio alas también a quienes dejaron de referir la misión a Cristo. Si basta seguir la voz de la conciencia y llevar una vida recta para obtener la salvación, ¿qué sentido tiene “molestar” a los creyentes de otras religiones o a los ateos e indiferentes con el anuncio del Evangelio de Jesucristo? Algunos misioneros dejaron de invitar a la conversión y de bautizar y empezaron a modular la misión como ayuda para vivir con profundidad las propias convicciones o como solidaridad con los más necesitados. Se convirtieron en verdaderos defensores de las religiones y culturas tradicionales porque les parecía que era el mejor modo de respetar los distintos cauces que Dios había empleado a lo largo de la historia para revelarse a la humanidad. Privilegiar el cauce cristiano se antojaba un ejercicio de prepotencia intelectual y casi de miseria moral. 

¿Dónde nos encontramos hoy? Me parece que hoy ha habido un claro desplazamiento de “nuestra” misión a “la misión de Dios”. No se trata de que nosotros hagamos esfuerzos titánicos por salvar al mundo empecatado de pies a cabeza, sino que colaboremos en la misión de Dios. Él, a través de su Espíritu, está llegando de modos diversos al corazón de todos los seres humanos porque, como buen padre, “quiere que todos los hombres sean salvados” (1 Tim 2,4).  Ningún ser humano queda excluido de su amor. A los cristianos nos convoca a ser testigos de este amor manifestado en Cristo porque “con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos” (Lumen Gentium 16). La perspectiva se enriqueció posteriormente con la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (1975), la encíclica de Juan Pablo II Redemptoris missio (1990) y la exhortación apostólica de Francisco Evangelii gaudium (2013), más cercana a nosotros.

Ser testigos de Jesucristo, anunciándolo con nuestro estilo de vida y con la palabra, es participar de modo activo en la misión de Dios. No supone ninguna invasión de la libertad humana, sino una invitación a descubrir en Jesús la revelación plena de un amor que los seres humanos experimentamos parcialmente a través de otras muchas mediaciones. Para hacer esto, no necesitamos viajar a un país lejano o hacer obras extraordinarias. La autenticidad de la propia vida se convierte en el anuncio más creíble y gozoso. En este sentido, todos los cristianos somos misioneros.

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