domingo, 13 de octubre de 2019

Más que un curandero

El Evangelio de este XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario no es una lección de urbanidad, una especie de consejo para que –a imitación del leproso samaritano curado por Jesús– aprendamos a dar gracias por los favores recibidos. Si lo interpretáramos así, dejaríamos fuera el mensaje transgresor y alegre que Lucas pretende transmitirnos. En realidad, cuando Lucas escribe que “uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias” nos está diciendo que los impuros (de los cuales los leprosos eran la expresión suprema) y los herejes (representados por un samaritano) no están alejados de Dios como solemos pensar. Por el contrario, son ellos a menudo quienes comprenden mejor la novedad de Jesús. No lo ven como un simple curandero que sana algunas dolencias (incluida la lepra), sino como el enviado de Dios que puede sanar toda una vida. 

Las palabras del samaritano curado parecen un eco de las que el sirio Naamán pronuncia según el texto del segundo libro de los Reyes que leemos hoy en la primera lectura: “Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel. Cuando el samaritano curado por Jesús se postra a sus pies, rostro en tierra, está expresando algo más profundo que un sentimiento de gratitud, está reconociendo a Dios en el hombre de Nazaret. No solo es un leproso curado: es un creyente y un testigo. Jesús mismo lo reconoce cuando le dice: “Levántate, tu fe te ha salvado”. No es solo cuestión de gratitud. Es un asunto de fe.

Esta catequesis dominical coincide casi en el tiempo con una entrevista en la que J. J. Benítez, autor de varios best-sellers como la saga “Caballo de Troya”, se permite decir que “el Jesús de Nazaret de los evangelios es infumable. No se lo cree nadie”. A mí no me hace ninguna mella una afirmación de este estilo, acorde con los planteamientos “infumables” del autor, pero estoy seguro de que muchas personas que han leído sus libros y no han podido contrastarlos con investigaciones serias, pueden sentirse confundidas y hasta seducidas. Pero más sibilino me parece el hecho de que un periodista como el italiano Eugenio Scalfari haya afirmado que el papa Francisco no cree que Jesús sea Dios. El portavoz de la Santa Sede ha tenido que desmentir semejante impostura. Estos hechos no tienen en el fondo demasiada importancia. Podríamos decir que se trata de dos anécdotas que el tiempo va a borrar, pero denotan algo que se respira en el ambiente cultural de nuestro tiempo y que está afectando a la fe de muchos cristianos: la sospecha de que, en realidad, Jesús era solo un hombre excepcional que nos ha abierto cauces de humanidad. Su “divinidad” ha sido un invento de la Iglesia para sacarle partido, un cuento chino que no tiene ninguna base.

La tesis no es nueva. Con formulaciones varias recorre la historia del cristianismo desde el principio. A veces cuando los teólogos naufragan o se enredan en explicaciones inextricables a la hora de dar una respuesta neta, tienen que ser algunas personas excluidas (como el leproso samaritano) las que, impulsadas por el Espíritu Santo, reconocen en Jesús algo más que un curandero, algo más que un judío marginal, un maestro de sabiduría o un explorador del Misterio, por usar solo algunas de las expresiones con las que se califica a Jesús en obras recientes.

Personalmente, extraigo otra lección del Evangelio de este domingo. Hasta que no experimentamos que Jesús nos cura de algo (sobre todo, de nuestra ceguera y autosuficiencia), en realidad no acabamos de creer en él. Podemos considerarlo un modelo inspirador, un sabio y hasta un amigo, pero no la transparencia de Dios en nuestro mundo. La fe no es solo cuestión de admiración o de ejemplaridad moral. La fe consiste en “postrarse a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias”. Solo las personas que se saben curadas de raíz tienen la humildad y la valentía de postrarse. He conocido historias estremecedoras de personas destrozadas por la droga, las adicciones y la violencia que han experimentado en carne propia lo que significa saberse amadas por Dios. Todo cambia. Es como si empezaran a vivir de nuevo.

La mayoría de nosotros nos limitamos a hacer un simulacro de adoración, casi como una venia de las que recomendaban los viejos manuales de urbanidad. Casi podríamos vivir igual aunque Dios no existiera. Es verdad que tenemos que ser agradecidos por los muchos dones que recibimos de Él, pero esa gratitud solo cobra fuerza cuando es una expresión de fe auténtica, un reconocimiento del misterio de Jesús, una adhesión total a su persona. El Evangelio no es un manual de buenos modales para formar ciudadanos educados. Es una propuesta de vida que siempre va más allá de nuestras ideas, sentimientos y conductas. Por eso, nunca estamos seguros de haber comprendido su fuerza inagotable, aunque J.J. Benítez diga que se trata de algo “infumable”. En el fondo, quizá tenga razón. No podemos “fumarnos” lo que nos supera por todas partes, aunque creamos que lo hemos captado.

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