domingo, 13 de enero de 2019

Hijos en el Hijo

Este año, el tiempo litúrgico de Navidad, que concluye hoy, ha sido excepcionalmente largo: 20 días. Las lecturas (segunda opción de las dos propuestas) del domingo  en el que celebramos la fiesta del Bautismo del Señor parecen una síntesis apretada de la preparación del Adviento y de la celebración de la Navidad. El capítulo 40 de Isaías (primera lectura) abre el llamado “libro de la consolación”. Dios invita a consolar al pueblo y a preparar una vía que lleve de regreso a casa, a Jerusalén. La carta a Tito (segunda lectura) evoca un pasaje ya leído en la misa de medianoche de Navidad: “Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres”. Finalmente, el Evangelio el Lucas consta de dos partes bien diferenciadas: el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesús y la experiencia de Jesús tras su bautismo, “junto a todo el pueblo” en el río Jordán, “mientras estaba orando”. A Lucas le gusta situar las principales acciones de la vida de Jesús en un contexto de oración. El relato está cargado de elementos simbólicos que Fernando Armellini explica bien en el enlace que he puesto al principio. No es necesario detenerse en ellos ahora. 

Me llama mucho la atención el comienzo mismo del relato lucano: “El pueblo estaba a la expectativa”. Me pregunto si hoy también estamos esperando algo o si ya hemos desistido dadas las frustraciones que vamos acumulando en la vida.  ¿Qué espera la gente de nuestro entorno? ¿Qué esperamos nosotros? Me da la impresión de que quienes en los últimos tiempos están votando a partidos  populistas y de extrema derecha en varios países del mundo se comportan en cierta medida como los discípulos de Juan el Bautista. Esperan que venga un líder fuerte (léase Trump, Bolsonaro, Putin, Duterte, Salvini, Orban, Abascal, etc.) que acabe con la corrupción de la actual clase política (“la casta” como la denominaba el Movimiento 5 Estrellas en Italia antes de acceder al poder, o Podemos en España), ponga coto a la inmigración abusiva, controle el orden público y restaure las esencias de los viejos tiempos. Es normal que estas expectativas se acentúen en tiempos de crisis y confusión. No tendríamos que extrañarnos de esto. Es un ciclo que se repite en ciertos momentos de la historia. La grandeza moral de Juan el Bautista consistió en no aprovecharse de las expectativas del pueblo para sus intereses personales, sino en remitir todo a Jesús, el que no bautiza con el agua de la penitencia, “sino con el Espíritu Santo y fuego”.

¿Cómo responde Jesús a las expectativas de la gente? No lo hace empuñando el látigo de la cólera y la venganza, como habían vaticinado algunos profetas del Antiguo Testamento, sino introduciéndonos en la experiencia de hijos de Dios, la verdadera fuente de toda renovación. Lucas no nos habla del lugar en el que se produjo el bautismo de Jesús, pero la tradición de la iglesia local de Palestina, siguiendo las indicaciones del evangelio de Juan, lo sitúa en un lugar del Jordán llamado Betábara. Según los geólogos, este es el punto más bajo de la tierra (unos 400 metros bajo el nivel del mar). Jesús, venido del cielo, ha querido comenzar su misión descendiendo al lugar más bajo de la tierra, mezclándose con la gente, para mostrar que quiere abrazar a todos, empezando por los que están situados más abajo, por todos los despreciados y marginados de este mundo. Abrazado a ellos, puesto en la fila de los pecadores junto a ellos, nos revela a todos nuestra verdadera identidad: somos hijos de Dios. Somos –por decirlo con una expresión paulina– “hijos en el Hijo”. A través del Bautismo, Dios Padre pronuncia sobre cada uno de nosotros las mismas palabras que pronuncia sobre Jesús: “Tú eres mi hijo amado”. Solo cuando tomamos conciencia de la importancia de ser hijos estamos en condiciones de cambiar nuestro mundo. El cambio no lo hacen quienes son esclavos del pecado en todas sus múltiples formas (corrupción, violencia, odio, etc.), sino quienes viven con la dignidad de hijos de Dios. No hay nada más revolucionario y transformador que ser y saberse hijos e hijas de Dios por la fuerza del Espíritu Santo.

Leo en un periódico dominical un artículo sobre Una crisis vaticana en cuatro actos. Aborda, entre otras cosas, el descenso de la popularidad del papa Francisco en todo el mundo, sobre todo en los Estados Unidos. Este momento, tarde o temprano, tenía que llegar. Muchos creyentes y no creyentes habían alumbrado muchas expectativas que, a su juicio, el Papa no está satisfaciendo. Una vez más, se produce lo que tantas veces en la historia: quien hoy te aplaude, mañana te envía el patíbulo con el mismo entusiasmo irreflexivo. ¿No será que, también una vez más, nos estamos comportando como discípulos de Juan el Bautista y no como seguidores de Jesús? ¿No será que, en vez de revivir nuestra experiencia de hijos y sacar de ellas todas las consecuencias, soñamos con que venga un líder (en este caso, el papa Francisco) que nos resuelva todos nuestros problemas a base de medidas drásticas (tolerancia cero en los casos de pederastia, reforma de la curia, etc.)? La fiesta de hoy tiene más miga de lo que a simple vista parece.

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