miércoles, 16 de enero de 2019

Elogio de la suegra

Algunas de las lectoras de este blog, a su condición de hijas, hermanas, esposas y madres, unen la de suegras. El término no tiene muy buena prensa. Los ingleses, que siempre son muy suyos –por eso han rechazado el plan May para la salida de la Unión Europea– utilizan una expresión más jurídica. Una suegra es una mother in law. Yo, por razones obvias, no tengo suegra, aunque en la jerga tradicional algunos eclesiásticos denominaban así al breviario, como si se tratase de una compañía pesada y desagradable. Si hoy hago el “elogio de la suegra” es porque en mi meditación matutina me he detenido en lo que cuenta Marcos en el evangelio del día. En el marco de una jornada tipo de Jesús, se alude a su actividad en la sinagoga, a las curaciones en la calle, a la oración en un lugar desierto y también a la vida familiar. Lo que sucede a continuación tiene lugar en el ámbito de la casa. Marcos lo resume en pocas palabras: “La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles” (Mc 1,30). El versículo no tiene desperdicio porque lo que parece una mera curación es, en realidad, un camino de seguimiento.

La suegra de Simón era mujer, quizás viuda y, además, enferma; es decir, tres condiciones que, en la época de Jesús, la mantenían segregada, casi como un objeto inservible. Cuando Jesús se entera de la situación, realiza tres acciones que pueden pasar desapercibidas para un lector moderno, pero que están cargadas de significado. En primer lugar, se acerca. A diferencia de lo que sucederá con el siervo del centurión romano, aquí no se produce una curación “a distancia”. La cercanía física expresa una cercanía más profunda. Es un modo de reconocer su existencia, de no ignorarla: tú existes, estás ahí. En segundo lugar, la coge de la mano. Hay un contacto físico que sirve como puente para comunicarle toda su energía sanadora. Por último, la levanta. Es evidente que Marcos no pretende solo describir un alzamiento físico, sino algo mucho más profundo: la rehabilita, le confiere dignidad, la devuelve a la vida social. El fruto de este encuentro entre Jesús y la suegra es doble: por una parte, la mujer se siente curada (“se le pasó la fiebre”); por otro, la que era un objeto inservible “se puso a servirles”. De enferma y marginada, la suegra se convierte en discípula y servidora.

Es imposible no pensar en la situación de la mujer en la Iglesia de nuestro tiempo. Si es verdad que sin las mujeres se para el mundo, no es menos cierto que sin las mujeres se para la Iglesia. Me temo que para muchos eclesiásticos, la mujer en la Iglesia es como la suegra. La relación con ella es correcta mientras no se produzcan interferencias. Para evitarlas, a menudo queda relegada al papel de mera colaboradora. ¿No habrá llegado el tiempo de afrontar esta situación de cara, sin absurdas dilaciones? Imagino a Jesús viniendo a nuestra “casa” como fue a la casa de Pedro. Lo imagino reproduciendo los tres verbos que, según Marcos, resumen lo que hizo para traer a la suegra de Pedro desde los márgenes hasta la mainstream. También hoy Jesús se acerca a las mujeres de nuestra Iglesia, las toma de la mano y las levanta; es decir, las ayuda a tomar conciencia de la dignidad recibida en el Bautismo. A partir de aquí nace un nuevo servicio al Evangelio y a la comunidad. No se trata solo de lo que ordinariamente entendemos por “servicio” (tareas auxiliares), sino de una verdadera misión porque la mujer es mucho más que trabajadora. No creo mucho en las campañas mediáticas del tipo MeToo, pero sí en los procesos colectivos de discernimiento. Son más lentos y menos vistosos, pero, a la larga, producen frutos duraderos. 

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