sábado, 19 de enero de 2019

Aprender a envejecer

Vivo en una numerosa comunidad en la que la mayoría de sus miembros son menores que yo. Esto no es normal en el panorama de la vida religiosa europea, donde la media de edad debe de estar en torno a los 70 años. Vivir con jóvenes hace que uno sintonice con sus ideas, aspiraciones, expectativas y hasta con su lenguaje desenfadado. Pero tiene también un coste. Se corre el riesgo de no afrontar con gallardía el paso del tiempo. Hoy muchas personas viven hasta los 80 o 90 años. Algunos –cada vez más– superan la barrera de los 100. La medicina y el estilo de vida han conseguido grandes progresos. Pero no estoy tan seguro de que, al mismo tiempo, hayamos avanzado en el acompañamiento de las personas ancianas. 

A veces, cuando visito algunas residencias de mayores, se me cae el alma a los pies. Los veo solos, encerrados en su mundo. Algunos de ellos padecen enfermedades seniles que les impiden relacionarse con los demás; otros no saben con quién hacerlo. Algunos reciben visitas, pero son más bien rápidas, como de pasada. ¿Quién se hace cargo de su mundo interior? ¿Quién está preparado para escucharlos con empatía y paciencia? ¿Quién dedica su tiempo a hacerles compañía y a aprender de ellos? Y, desde el punto de vista espiritual, ¿quién los acompaña en una etapa en la que, junto al deseo de Dios, pueden reaparecer dudas, crisis y noches oscuras? Hay numerosas y hermosas excepciones, pero me parece que abunda más la soledad que el cuidado y la compañía. No es extraño que muchos se pronuncien a favor de la eutanasia. No quieren prolongar un estilo de vida que ya no les parece significativo, ni siquiera humano.

En Occidente vivimos el mito de la eterna juventud. Todo lo apetecible tiene que parecer joven. Esto hace que queramos estirar la juventud hasta extremos ridículos. Hay todo un negocio en torno a este deseo: clínicas de cirugía estética, gimnasios, tiendas de ropas, cosméticos, agencias de viajes, etc. Tenemos miedo a entrar en una etapa en la que ya no seamos protagonistas sino en muchos casos un estorbo para el estilo de vida que hoy llevan las familias y comunidades. Algunos jóvenes, conscientes de este panorama, me han dicho que no les gustaría llegar a viejos, que preferirían morirse cuando languidezca el vigor y el encanto de la juventud. Me recuerdan la frase atribuida a James Dean: “Vive rápido, muere joven y ten un cadáver bonito”. El mismo Jesús murió joven. No sabemos cómo habría afrontado la ancianidad y, por tanto, el deterioro de las funciones físicas y mentales. Me lo he preguntado más de una vez. 

Este juvenilismo que vivimos en Occidente contrasta con el respeto y veneración que en otras partes del mundo (sobre todo, en África y Asia) sienten hacia los ancianos. En esos contextos, el deterioro físico se ve compensado por el reconocimiento familiar y social. Los ancianos no se sienten “sobrantes” –como le gusta recordar al papa Francisco– sino amados y respetados. Son la reserva de sabiduría de las familias y comunidades, la memoria de un pasado que ayuda a comprender el presente. Donde hay niños, los ancianos encuentran su lugar. Donde los niños son escasos, también los ancianos pierden relevancia. Es como si los dos extremos de la existencia humana se explicasen y necesitasen mutuamente. ¿No hay una correlación llamativa entre escasez de niños, arrinconamiento de los ancianos y pérdida del sentido de la vida?

¿De qué sirve prolongar la vida humana si no somos capaces de cuidarla, valorarla e integrarla en la sociedad? El temor a la ancianidad indica, en el fondo, un sentido de la vida muy débil. Porque  no sabemos quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, nos produce pavor enfrentarnos a los límites, quisiéramos ser siempre Peter Pan. Este es el drama de nuestra cultura occidental que pretendemos esconder y maquillar de mil maneras, algunas perfectamente cínicas. Y, sin embargo, solo la aceptación lúcida de nuestros límites nos ayuda a trascenderlos y a abrirnos a una esperanza que –digámoslo sin rodeos retóricos– solo Dios nos puede dar. 

La vida es energía, fuerza, entusiasmo, trabajo; pero también debilidad, fragilidad, dolor y retiro. Aceptar solo una cara nos impide vivir con serenidad. Por eso, hay dos tipos de ancianos: los que, perdida toda esperanza, se abandonan a una depresión crónica ante el desgaste que experiemntan y los que, conscientes de sus límites, se abren a Dios y le confían con serena confianza su suerte. La primera actitud casi nos viene “de fábrica”. No es necesario ser virtuoso para dejarse llevar por la tentación de la desesperanza, la crítica y el mal humor. La segunda requiere plantear la vida desde la fe. Al final, envejecemos y morimos como hemos vivido. Podríamos decir que la ancianidad lleva al extremo (para bien o para mal) las actitudes que nos han acompañado a lo largo de la vida. Por eso, aprendemos a ser ancianos cuando todavía somos jóvenes. Conviene darse cuenta y no perder demasiado el tiempo.

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