martes, 3 de noviembre de 2020

A vueltas con el horario

Existe vida más allá de las elecciones presidenciales norteamericanas. No entiendo por qué los medios de comunicación se vuelcan tanto en ellas. Nos quejamos del colonialismo estadounidense y no hacemos más que alimentarlo de múltiples maneras.  No creo que nuestra vida cambie sustancialmente si repite Donald Trump o si Joe Biden se alza con la victoria. Quieren hacernos creer que sí, que lo que pase en América (arrogante forma de apropiarse del nombre del entero continente) repercutirá en todo el mundo, condicionará la vida del planeta. En buena medida, depende de lo que cada uno de nosotros nos dejemos influir. Ya sé que hay muchos influjos subconscientes que escapan a nuestro control, pero, al menos, podemos cultivar una actitud de resistencia y libertad.

En Roma ha amanecido un día soleado de otoño. Da gusto salir a pasear a las 7 de la mañana. Hoy lo he hecho porque me encuentro en un lugar que me lo permite. Con el cambio de horario que se produjo el último domingo de octubre, a esa hora es ya de día. ¡Cómo cambia nuestro equlibrio personal cuando  sabemos y podemos llevar un horario armónico!

Me ha llamado la atención una entrevista al cardenal Omella - con el que, por cierto, compartí vuelo de Roma a Barcelona hace unos días – que publica hoy un periódico español. El cardenal subraya que necesitamos unos horarios más razonables que permitan conciliar mejor la vida laboral y la familiar. Considera que los horarios que se llevan en España no son saludables. Por eso, cree que “adaptarlos a estándares europeos nos podría servir para ganar tiempo de calidad y para mejorar nuestra salud y nuestro bienestar. Estamos acostumbrados a un ritmo de vida ajetreado y estresado. Difícilmente hay espacios de sosiego durante la semana y todo ello incide en nuestras relaciones familiares, de amistad, etc. Además, esta falta de tiempo para el recogimiento interior y la serenidad afecta a nuestra relación con nosotros mismos y, evidentemente, dificulta nuestra relación con Dios”. Estoy de acuerdo con esta apreciación, aunque se podrían introducir algunos matices. Desde hace muchos años, me cuesta entender por qué en España se termina la jornada laboral tan tarde, se cena tan tarde (normalmente después de las 9 de la noche) y se va a la cama tan tarde (muchos en torno a la medianoche, después de ver programas de televisión que terminan también muy tarde). Sé por experiencia que es muy difícil cambiar costumbres inveteradas… hasta que uno experimenta en carne propia sus ventajas y deja de invocar el peso de las tradiciones.

Si no aseguramos que las familias tengan tiempo para relacionarse, que los niños tengan tiempo para jugar y descansar y que todos dispongamos de tiempo para actividades deportivas y sociales (incluyendo las parroquiales), acabaremos estresados y nos preguntaremos cuál es el sentido de trabajar tanto tiempo. Algo no funciona bien en este sistema. No es normal que muchos padres lleguen a casa cuando es la hora de acostar a sus hijos, a los que solo ven con calma el fin de semana. No es normal que muchas personas duerman solo seis horas diarias y se levanten agotadas. No es normal que un creyente no tenga tiempo para orar porque llega a casa derrotado por una jornada extenuante (incluyendo los desplazamientos) y - lo que es peor - no necesariamente productiva y provechosa. En vez de buscar alternativas más eficientes, nos empeñamos en apuntalar un ritmo que es potencialmente neurotizante. El asunto del horario no es algo superficial. Condiciona más de lo que solemos imaginar nuestro equilibrio personal, la relación con los demás e incluso la productividad laboral. Por eso, en los antiguos monasterios se buscaba tanto el equilibrio. Hoy, que conocemos con más detalle profundidad los mecanismos que regulan nuestros procesos, es cuando más los quebrantamos. Estamos pagando un precio muy alto en forma de estrés, soledad, agresividad y falta de rendimiento.


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