domingo, 22 de noviembre de 2020

El juicio empieza ahora

Estamos llegando al final del año litúrgico. Esta última semana comienza con la solemnidad de Cristo Rey. El Evangelio de hoy nos resulta muy familiar, aunque no estoy seguro de que siempre lo interpretemos bien. Jesús, partiendo de la práctica de los pastores palestinos que, llegada la noche, separaban las cabras (puestas a cubierto) de las ovejas (más resistentes al frío), nos habla del modo como tenemos que comportarnos en esta vida. No es una parábola, sino una escena de juicio. Normalmente la aplicamos al “juicio final”. La historia de la teología, de la espiritualidad y del arte occidental están llenas de consideraciones sobre este momento supremo. ¿Quién no ha escuchado alguna vez el sobrecogedor Dies irae del célebre Requiem de Mozart? [Por cierto, para saber con un toque de humor de dónde viene esto, se puede ver el vídeo Dies Irae: un meme musical del siglo XIII]. ¿O quién no recuerda el impresionante fresco del Juicio Final pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? Es probable que, asombrados/asustados por estas creaciones artísticas, nos cueste mucho entender lo que Jesús nos quiere decir en el Evangelio de hoy (cf. Mt 25,31-46). Para empezar, se habla del “hijo del Hombre” (v. 31) y enseguida del “rey” (v. 34) y, más adelante, del “señor” (vv. 37.44). Son títulos referidos a Jesús que reflejan la conciencia que la Iglesia tiene de la identidad de su Maestro. Pues bien, ¿qué cosa tan importante quiere decirnos este Jesús-Hijo del Hombre-Rey-Señor? La respuesta es sencilla y muy comprensible: que la vida es un bien demasiado precioso como para desperdiciarla con opciones equivocadas.

La desperdiciamos cuando dedicamos nuestro tiempo a buscar solo nuestros intereses, nuestro prestigio, nuestro placer y nuestra seguridad. La salvamos cuando hacemos todo lo posible por socorrer a seis categorías de personas que, en el fondo, simbolizan todas las necesidades humanas: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados. La Iglesia, en sus conocidas “obras de misericordia corporales”, añade una más: los difuntos. No contenta con eso, habla de otras siete “obras de misericordia espirituales”. No hace falta que nos juzgue nadie desde fuera. Según la actitud que tomamos ante las personas necesitadas, nos estamos juzgando a nosotros mismos. Esta enseñanza se encuentra también en otras tradiciones éticas y religiosas de la humanidad. La gran sorpresa de las palabras de Jesús es que él se identifica con los hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados. Es como ese rey de nuestros cuentos infantiles que, para conocer mejor cómo viven sus súbditos, se disfraza de panadero, herrero o mendigo y así, sin ser reconocido, experimenta de cerca su género de vida. Jesús no necesita disfrazarse ni jugar a ser necesitado. Lo es de verdad. La prueba de que se trata de un rey muy extraño es que, lo que leemos a continuación es esto: “Cuando acabó Jesús todos estos discursos, dijo a sus discípulos: «Sabéis que dentro de dos días se celebra la Pascua y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado».” (Mt 26,1-2). ¿Qué “rey” se deja entregar y crucificar por amor?

En el contexto de las sociedades secularizadas, hemos insistido tanto en la necesidad de recuperar la fe (creer en Dios, creer en Jesús, creer en la Iglesia) que tal vez hemos olvidado que el juicio definitivo, el más radical, no se juega en el “aula de la fe”, sino en el “ancho campo del amor”. Lo que más importa no es decir “Señor, Señor” (es decir, confesar con nuestros labios que creemos en Jesús), sino hacer su voluntad. Y su voluntad es que lo socorramos a él cuando es una persona hambrienta, sedienta, forastera, desnuda, enferma o encarcelada. Por eso, este “juicio último”, que se está verificando cada día en nuestras vidas, está cuajado de sorpresas. Ni están todos los que son, ni son todos los que están. Recuerdo que hace ya muchos años se hizo popular una canción que parafraseaba el Evangelio de hoy en términos que a algunos les resultaban escandalosos. Seguro que muchos lectores del Rincón la recuerdan:

Con vosotros está y no lo conocéis 
con vosotros está, su nombre es El Señor. 

Su nombre es el Señor y pasa hambre 
y clama por la boca del hambriento, 
y muchos que lo ven pasan de largo, 
acaso por llegar temprano al templo. 

Su nombre es el Señor y sed soporta 
y está en quien de justicia va sediento, 
y muchos que lo ven pasan de largo, 
a veces ocupados en sus rezos. 

Su nombre es el Señor y está desnudo, 
la ausencia del amor hiela sus huesos, 
y muchos que lo ven pasan de largo, 
seguros y al calor de su dinero. 

Su nombre es el Señor y enfermo vive 
y su agonía es la del enfermo, 
y muchos que lo saben no hacen caso, 
tal vez no frecuentaba mucho el templo. 

Su nombre es el Señor, y está en la cárcel, 
está en la soledad de cada preso, 
y nadie lo visita y hasta dicen: 
tal vez ese no era de los nuestros. 

Su nombre es el Señor, el que sed tiene. 
Él pide por la boca del hambriento, 
está preso, está enfermo, está desnudo; 
pero él nos va a juzgar por todo eso.

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