sábado, 25 de febrero de 2017

Vivir para contagiar vida

He terminado ya mi retiro en Nampyeong con los claretianos de Corea. Dentro de unas horas salgo en tren hacia Seúl para viajar mañana de regreso a Roma vía Hong Kong. Termina así mi tercera visita a este país del Sudeste asiático que tiene muchas similitudes con mi país, en cuanto a población, PIB y hasta en latitud, aunque su superficie equivale a la quinta parte de España. Por otra parte, en una población que se acerca a los 50 millones, hay unos 14 millones de cristianos de los que dos tercios son protestantes. Los católicos, pues, son alrededor de cuatro millones y medio, una pequeña pero muy influyente minoría dentro de una sociedad bastante indiferente al fenómeno religioso y muy marcada por la competitividad y el capitalismo.

La iglesia coreana tiene poco más de dos siglos. Fue fundada oficialmente en 1784, cuando Yi Sung-hun, hijo de un diplomático coreano, volvió de Beijing en China después de haber sido bautizado por el jesuita Jean-Joseph de Grammont. En Corea formó una comunidad cristiana. Era laico, no sacerdote. Los laicos, desde entonces, han asumido importantes funciones de responsabilidad en la Iglesia coreana. De hecho, los laicos católicos han estado siempre comprometidos en la misión como liberación y transformación de la sociedad coreana. Para comprender mejor su papel hay que remontarse de nuevo al siglo XVIII. Entonces, el neo-confucianismo era la filosofía dominante en la vida política y cultural en Corea. Pero algunos eruditos coreanos estaban convencidos de que el neo-confucianismo era incapaz de promover el progreso de la sociedad; buscaban una nueva forma de pensar que pudiera transformar a la gente. Trajeron de China libros católicos escritos por sacerdotes jesuitas y los estudiaron a fondo, convencidos de que estos libros presentaban una nueva interpretación del confucianismo. Creían, además, que el cristianismo podría complementar lo que faltaba en el confucianismo primitivo. Esto les animó a establecer la Iglesia en Corea. Se produjo, pues, un interesante proceso de búsqueda, apertura e inculturación de la fe. Como luego diré, algo semejante se está necesitando hoy en este país de Hyundai, Samsung y Kia.

Pero las cosas no fueron fáciles. Desde el comienzo, la fe católica experimentó un conflicto con la cultura tradicional coreana. En aquella época, la doctrina católica prohibía la práctica de los ritos ancestrales, mientras que las costumbres confucianas los consideraban una importante expresión de piedad filial hacia los antepasados. La Iglesia rechazó el sistema jerárquico social y la discriminación sexual que había sostenido el orden social en Corea. Los cristianos coreanos, además, se pusieron en contacto con la Iglesia en China y también con los misioneros franceses, mientras que a la gente común no se le permitía hacerlo por cuestiones de seguridad nacional. Estos conflictos condujeron a grandes y pequeñas persecuciones, que produjeron más de 10.000 mártires. La carta escrita por el santo mártir Andrés Kim Taegon, primer sacerdote coreano, a los fieles justo antes de su martirio, ejemplifica esta perspectiva:
“Os suplico a todos que practiquéis la virtud con sinceridad para que todos podamos volver a encontrarnos en el cielo. Mis queridos hijos... soportad pacientemente la persecución y esforzaos por salvar para la gloria de Dios las almas de quienes logren sobrevivir. La persecución es una de las pruebas de Dios: mediante nuestra victoria sobre el mundo y el diablo adquirimos virtud y mérito. No os dejéis intimidar por las calamidades, no perdáis el ánimo y no retrocedáis en el servicio de Dios, sino más bien, siguiendo los pasos de sus santos, realzad la gloria de Su Iglesia y mostraos como verdaderos soldados y súbditos del Señor”.
Corea no abrió la puerta a los países extranjeros hasta que el regente Heungseon Daewongun, que había seguido una política de reclusión, renunció en 1874. Desde entonces, Corea estableció tratados con numerosos países, que se disputaron la primacía: Japón (1876), Estados Unidos (1882), Gran Bretaña (1883), Alemania (1883), Rusia (1884), Italia (1884) y Francia (1886). Finalmente, Corea fue anexada a Japón en 1910. Los misioneros franceses, que comenzaron oficialmente el trabajo misionero con el Tratado de Comercio y Amistad entre Corea y Francia en 1886, trataron de centrarse únicamente en el crecimiento de la Iglesia. La Guerra de Corea (1950-1953), que siguió al período de dominio colonial japonés (1910-1945) devastó el país. La Iglesia coreana participó activamente en las actividades de socorro a las víctimas de la guerra, puso en marcha la Asociación de Crédito para ayudar a los fieles a superar la extrema pobreza y estableció muchos centros educativos. Por eso, gozó de prestigio entre la población, a pesar de ser una minoría. 

Hoy se enfrenta a muchos desafíos en la evangelización. Cuando durante el retiro meditamos sobre este punto, me llamó la atención que la mayoría de los claretianos señalaban que el principal desafío es ayudar a la gente a descubrir el verdadero sentido de la vida. En otros lugares hubieran señalado la pobreza, la paz, la ecología, etc. Pero pronto entendí el porqué. Uno de los problemas más graves en Corea del Sur es la alta tasa de suicidios. Se dan 29,5 suicidios por cada 100.000 personas. Es la tercera tasa más alta del mundo después de Groenlandia y Lituania. Las principales razones por las cuales se llega al suicidio son: las dificultades económicas (38,8%), los problemas familiares (15,1%), la soledad (12,9%), la enfermedad (11,2%) y el estrés por la fortísima competencia en la escuela (6,6%). El suicidio suele ser el resultado de una combinación de varios factores; sin embargo, llama la atención que la primera razón –las dificultades económicas (tanto el fracaso en los negocios, como las deudas incontrolables de los hogares, la pobreza absoluta y relativa, etc.)– representa más del doble de la segunda. Esto significa que Corea está pagando un precio muy caro por su desarrollo económico y por su modelo social. La gente trabaja mucho, aumenta su poder adquisitivo, pero no sabe por qué ni para qué vive. No es Samsung todo lo que reluce. Y aquí es donde la aportación del cristianismo puede resultar profética. Los cristianos no se presentan en la sociedad coreana como expertos capitalistas o como informáticos de última generación. No son una potencia económica o cultural sino solo un grupo de personas que creen en el Jesús que es camino, verdad y vida y que nos muestra otra forma de afrontar la existencia: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Curiosamente, esto es lo que más necesita la desarrollada sociedad coreana. 

2 comentarios:

  1. Muy interesante!! Gracias Gonzalo!
    Piluca Visontina.

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  2. Buen análisis muchas gracias por escribirlo Gonzalo.
    Joaquín Sarabia

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