domingo, 11 de marzo de 2018

Salvados por la Cruz

No lo veo, pero sé que en España existe un programa de televisión que se titula Salvados. Desconozco por qué se llama así, pero el nombre me atrae. Tal vez porque, además de su innegable tufillo religioso, me recuerda aquella vieja canción de Víctor Manuel en la que pedía: Déjame en paz, que no me quiero salvar / en el infierno no estoy tan mal”. La letra entera era una crítica a todos los que pretenden “disponer lo que se debe o no creer”. No voy a entrar ahora en polémica ni con Jordi Évole, el director de Salvados, ni con el cantante Víctor Manuel, acerca de lo que yo entiendo por salvación. Comprendo que “cada uno habla de la feria según le va en ella”. Si aludo a este asunto es porque me parece que tiene que ver con el mensaje que nos ofrece este IV Domingo de Cuaresma. ¿Qué significa salvarse o condenarse? La salvación y la condenación, ¿son realidades del más allá o las estamos experimentando ya, a veces intensamente, en este más acá? ¿Qué pinta Dios en todo esto? ¿Es un actor o simplemente un espectador?

Hay preguntas que nunca encuentran una respuesta satisfactoria. Son, más bien, provocaciones que nos hacen pensar, que nos liberan de comprensiones demasiado estrechas o de respuestas prefabricadas. En el relato que nos ofrece el evangelio de Juan se da un diálogo extraño entre dos personajes separados por algo más que la edad. Saltándose la tradición judía, que asigna a los mayores el papel de sabios, es el joven de Nazaret (Jesús) quien enseña al viejo de Jerusalén (Nicodemo). El diálogo se desarrolla en el misterio de la noche, como a escondidas. ¡Lástima que el evangelio de este domingo nos ofrezca solo algunas de las palabras de Jesús! El diálogo que recorre los 21 primeros versículos del capítulo 3 de Juan se reduce a discurso. Pierde su contexto y una buena parte de su dinamismo. Sin las tres preguntas que formula Nicodemo en los versículos anteriores no se entiende bien la larga y densa respuesta de Jesús: 
«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»
No he podido resistirme a su transcripción íntegra. Juan juega con la ambivalencia de los símbolos. Igual que en el libro del Éxodo se habla de la serpiente alzada como símbolo del poder del mal (veneno) y del bien (antídoto), lo mismo sucede con la cruz. Para el evangelista Juan es al mismo tiempo cadalso y trono, símbolo de derrota y de gloria. Imagino a Jesús, el Hijo del Hombre, alzado sobre la Cruz. Y me imagino a mí, a cada uno de vosotros, a cualquier ser humano, contemplando ese extraño espectáculo. Imagino un diálogo sin palabras. Miradas que se encuentran. La mirada de Jesús transmite un mensaje claro, inequívoco: “Dios te ama tanto que no quiere que perezcas, sino que tengas vida eterna. Yo no he venido a juzgarte sino a salvarte”. Mi mirada −tal vez la tuya− transmite un mensaje tembloroso, fluctuante: “Me cuesta mirarte a los ojos. Viendo la luz que emanan, caigo en la cuenta de mis sombras. No es necesario que me juzgues. De hecho, no lo haces. Soy yo el que no puedo resistir el brillo de tu luz. Es como si me desnudases. Todo me parece una farsa. No puedo permanecer mucho tiempo aquí. Déjame ir”. No hay mayor condenación que tomar conciencia de la mentira en la que vivimos sin esperar a que Jesús se haga cargo de ella. Muchas personas, tras este primer diálogo, se apartan de la Cruz, no soportan esta prueba de la verdad. Regresan a la mediocridad de su vida. Prolongan indefinidamente la situación de infierno. Procuran maquillarla de mil maneras (¡hay tantas!), pero nunca se libran del ardor de la verdad.

En realidad, esta rápida retirada, esta huida, les impide escuchar con atención lo que Jesús dice desde lo alto de la Cruz: “Yo no he venido a juzgarte sino a salvarte. Eres tú el que te condenas y no aceptas la vida que te ofrezco. Prefieres la tiniebla a la luz. ¿Por qué tienes miedo de la verdad que te hace libre?”. Acostumbrados a la condena que nuestra conciencia repite como si fuera un mantra, tardamos en caer en la cuenta de que somos nosotros −y no Jesús− quienes, con nuestra huida cobarde, nos condenamos. El evangelio de este domingo nos invita a permanecer ahí, a no bajar la mirada, a aguzar el oído. La contemplación del Cristo Crucificado es siempre la prueba definitiva que nos permite saber si estamos viviendo en verdad o en mentira, si estamos salvados (porque aceptamos el amor de Dios) o condenados (porque nos resistimos a creer en él). Por eso, cuando vivimos en tinieblas huimos de la Cruz, no resistimos su fulgor. Cuando vivimos en nuestra carne la bajada a los infiernos del dolor, la depresión o el sinsentido, nos abrazamos a ella como si fuera un ancla en medio de la tormenta.



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