viernes, 30 de marzo de 2018

Ellos ya no creen en Él

Es Viernes Santo. En muchos lugares, la imagen de Cristo muerto saldrá a las calles, pero, tranquilos, que nadie se altere, aquí no pasa nada grave. No se trata de ninguna experiencia religiosa. Es solo una tradición cultural de las muchas que enriquecen las sociedades europeas. Si existe algo parecido a un estremecimiento interior, eso es un asunto íntimo. Ya se sabe que en las sociedades secularizadas “la religión forma parte de la vida privada de cada cual y lo más corriente es que las procesiones sean nada más que una buena excusa para disfrutar de la vitalidad de unas antiquísimas formas culturales”. (El País dixit). ¿Quién se atreve a opinar lo contrario? Con procesiones o sin ellas, en las calles o en la intimidad de la conciencia, lo que hoy celebramos ha marcado la historia de la humanidad. ¡Hasta la India, un país donde los cristianos no llegan ni al 3% de la población, celebra hoy la fiesta de Good Friday! Sin embargo, aquí, en la catolicísima Italia, este viernes es un día laborable. La procesión va por dentro. Parece que no sucederá nada importante a las tres de la tarde. El mundo continuará como siempre. ¡Acaso los restos de la estación espacial china Tiangong-1 caigan sobre nosotros, aunque parece que la posibilidad es mínima!

No sabemos con precisión la edad que tenía Jesús cuando fue ajusticiado, pero estaría en torno a los 35 años. En aquel tiempo no se lo podía considerar aún un anciano, pero tampoco se lo veía como un hombre joven. Para nosotros, sin embargo, hombres y mujeres del siglo XXI, una persona de 35 años está coronando su juventud. James Dean, el mito de los años 50, acuñó una frase que se ha hecho célebre: “Vive rápido, muere joven y deja un cadáver bonito”. Por atractiva que parezca, la frase no se le puede aplicar a Jesús. Él vivió lento durante la mayor parte de su vida. Fue un trabajador manual y un contemplativo. Luego, todo se aceleró, es verdad, pero sin perder la paz de fondo. Tampoco murió joven, aunque no era, ni mucho menos, un anciano provecto como Nicodemo o Gamaliel. Su cadáver, como el de cualquier crucificado, no fue bonito. Su cuerpo magullado por los latigazos y traspasado por la lanza del soldado “no tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni aspecto que nos cautivase” (Is 53,2). ¿Por qué, entonces, se sigue hablando de él dos mil años después? ¿Por qué sigue inquietando a muchas personas? ¿Por qué otras, sin embargo, permanencen indiferentes, como si la historia de este Hombre, su vida y su muerte, no tuviera nada que ver con ellas?  Me lo pregunto después de leer una encuesta descorazonadora en la que se constata que, para más de la mitad de los jóvenes europeos entre 15 y 29 años, Dios, Jesús y la fe no significan nada. Esta sí es una verdadera muerte. ¿Cómo no hemos sido capaces de transmitir la alteración que este Hombre Crucificado ha producido en nuestras vidas? ¿De qué manera hemos reducido la belleza de la fe a una tradición anodina hasta el punto de que las nuevas generaciones no experimentan la más mínima atracción hacia ella?


Yo estoy convencido de que no hay ser humano que se atreva a mirar a los ojos del Crucificado sin que experimente que su vida puede cambiar. Pero es necesario que haya testigos creíbles de esta experiencia. Me temo que muchos de nosotros no lo somos. Por eso, la realidad del Viernes Santo no es solo litúrgica: es cultural. Las nuevas generaciones parecen vivir un permanente Viernes Santo. Han hecho de la “muerte de Dios” la cultura que respiran. No lo han descubierto de pequeños y no sienten necesidad de Él cuando se hacen mayores. Ayer mismo, un joven romano de 18 años me confesaba con pena que la mayoría de sus compañeros de clase “pasan” de todo lo que suene a fe y religión. No es que sean agresivos o burlones. Simplemente, se muestran indiferentes, como si esta historia no fuera con ellos, no formara parte de sus preocupaciones. ¿No es éste el verdadero Viernes Santo? ¿No es ésta la muerte que nos confronta con la autenticidad de nuestra propia fe? Yo acepto el hecho, pero no me quedo tranquilo, no me parece inevitable. ¿Tan pobre es Jesús que ya no puede competir con las estrellas del deporte y de la música? ¿Tan mal lo hemos presentado que no tiene nada que decir al corazón de un joven? ¿Tan mediocres hemos sido que no hemos transparentado la alegría del Evangelio? Estas preguntas atraviesan el Viernes Santo de este año como si fueran lanzas directas al corazón. Solo la certidumbre de que, tras el Viernes Santo, llega el Domingo de Pascua, mantiene viva la esperanza de que, cuando menos lo pensemos, surgirá una generación de jóvenes que nos mostrarán un rostro nuevo del Jesús que ahora dicen ignorar. 



1 comentario:

  1. Cuando una niña de cuatro años me dice que ¿por qué de Jesús solo nos quedan estatuas? ¿dónde está Él? me lleva a preguntarme: ¿qué Jesús mostramos, transmitimos? El Jesús del Belén, el Jesús de la cruz... Esta, su pregunta, me va resonando estos días.

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