miércoles, 28 de marzo de 2018

Las otras Semanas Santas

Un año más pasaré el triduo pascual en Roma. La ciudad se llena estos días  de peregrinos y turistas. Se vuelve todavía más internacional, más católica si cabe. Participaré en la Misa Crismal que se celebrará mañana por la mañana en la basílica de San Pedro presidida por el papa Francisco. Es una de las liturgias más hermosas. Pero no me olvido de otras muchas Semanas Santas vividas en los lugares más diversos. Una vez, a mediados de los años 80 del siglo pasado, la pasé en un pueblo de Almería, en el sur de España. La población estaba dividida en dos mitades enfrentadas. La casa donde me hospedaba, junto con otros compañeros claretianos aún más jóvenes que yo, fue apedreada por un grupo de gitanos mientras gritaban groserías contra la Iglesia. En esa misma semana, otro joven del pueblo violó y asesinó a una anciana. A los pocos días se suicidó en la cárcel. Para rematar la jugada, en la vigilia pascual un grupo de jóvenes comenzó a lanzar cohetes dentro de la iglesia provocando el natural enojo. ¿Alguien da más?

No olvido otras muchas Semanas Santas en pequeños pueblos de Castilla o las llamadas Pascuas Juveniles en lugares de montaña, monasterios y albergues. A finales de los años 90, en un pueblo de la sierra madrileña, me sucedió otro hecho de esos que no se olvidan. Estaba presidiendo la vigilia pascual con un grupo numeroso de jóvenes. Se respiraba alegría por todas partes. Tras el encendido del cirio en una hoguera que medía más de tres metros, llegó el momento del pregón pascual. Al concluirlo, se desenrolló un enorme lienzo con el rostro de Cristo Resucitado. La emoción era intensísima. Yo esperaba que todos cantaron algún canto pascual, pero no. El grupo estalló en un estruendoso aplauso como si hubiera estado esperando durante años un momento como ese. De las gargantas de todos salía un grito dirigido a Jesús que nunca hubiera imaginado: “¡Torero, torero, torero!”. De Jesús conocía muchos nombres, pero jamás había oído a nadie llamarlo torero hasta esa noche bendita.  El número de títulos cristológicos creció por aclamación popular. Sin comentarios. La lista podría continuar con celebraciones en residencias de ancianos, pequeñas comunidades de base, conventos y monasterios, etc. Cada uno tenemos nuestra propia colección de Semanas Santas. Siempre descubrimos algo.

Hoy, un día antes de comenzar el triduo pascual, me preguntó qué evoca esta semana en las personas. Algunos, los más ancianos, recordarán las procesiones de antaño, el ambiente comedido (bares y cines cerrados), las funciones religiosas interminables, los ayunos y penitencias. Otros, los de mediana edad y los más jóvenes, asociarán estas fechas a unas pequeñas vacaciones de primavera. Como sucede con la Navidad, habrá algunos que odien estos días porque les remueven las vísceras, les traen recuerdos desagradables. Otros estarán todo el año soñando que lleguen para desfilar procesionalmente con su cofradía, para desempolvar viejas tradiciones, para sentir la emoción de un paso desfilando o de una saeta cantada desde un balcón. Habrá celebraciones solemnísimas en catedrales atestadas de gente y humildes liturgias en barrios populares o en pueblos diminutos, algo crecidos estos días por la presencia de turistas y visitantes. Habrá ritos antiguos y nuevos, pascuas juveniles y procesiones tradicionales, representaciones teatrales y viacrucis populares, retiros y cursillos, música y silencio, expresiones de fe y muestras de indiferencia. Mientras unos llevan a hombros los pasos por las calles, otros levantan una jarra de cerveza en las terrazas de los bares. En el fondo, la Semana Santa es como un gran escaparate que expone en tres días un muestrario de actitudes humanas que van desde la fe más honda hasta la indiferencia o el desprecio, pasando por la búsqueda sincera, la curiosidad o la admiración.

Pero hoy pienso en “otras” Semanas Santas que van más allá de la liturgia y de las tradiciones populares. Pienso en las personas que pasarán estos días en una cama de hospital y en los familiares que no podrán ir a la iglesia porque estarán velando a ese Cristo conectado a una botella de suero. Pienso en quienes tendrán que trabajar diez o doce horas al día para que funcionen los servicios públicos o la gente se divierta. Pienso, sobre todo, en quienes van a vivir estos días oprimidos por algún dolor físico o moral (enfermos, presos, ancianos solitarios, aburridos crónicos, refugiados, inmigrantes sin papeles, personas sin techo…) que los pone en comunión profunda con el Cristo que sigue sufriendo y muriendo. ¿Qué semana es más santa? ¿Quién mide la santidad de estos días? El verdadero termómetro no son los litros o kilos de cera consumidos o la emoción ante la belleza de una procesión nocturna. Ni siquiera la armonía de celebraciones pensadas al milímetro. El verdadero termómetro es la unión con el Cristo que sigue sufriendo hoy, la cercanía a las personas de nuestro entorno que prolongan su soledad y abandono y que necesitan que alguien les exprese la ternura de Dios para que, en medio de su sufrimiento, no pierdan la esperanza. Sin esta proximidad, la resurrección de Cristo no resulta creíble. Alejados de estas pasiones concretas, todo lo demás corre el riesgo de convertirse en una huida hacia adelante, en un papel de colores que envuelve una gran cobardía. Sí, hay “otras” Semanas Santas que no son las vendidas por las agencias de viajes y ni siquiera las programadas por las parroquias de turno. También en estas “otras” Semanas Santas Jesús se sigue haciendo presente.

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