domingo, 10 de marzo de 2019

No nos dejes caer

Todos los años la liturgia nos ofrece en el Primer Domingo de Cuaresma el relato de las tentaciones de Jesús. Como este año nos encontramos en el ciclo C, leemos la versión de Lucas. El relato es, en realidad, un manual para aprender a enfrentarnos a las pruebas de la vida. Lucas quiere transmitirnos un mensaje a los creyentes de todos los tiempos: si Jesús fue puesto a prueba, no nos extrañemos de que también nosotros seamos probados. El autor de la carta a los Hebreos llega a decir algo más consolador: Jesús “no es insensible a nuestra debilidad… Como él mismo sufrió la prueba, puede ayudar a los que son probados” (Heb 4,15; 2,18). Y Pablo, que ha vivido en carne propia las dificultades de seguir a Jesús, escribe que “Dios es fiel y no permitirá que seáis probados por encima de vuestras fuerzas” (1 Cor 10,13). Pero, ¿qué es, en realidad, una tentación? No se trata -como solemos pensar- de una incitación al mal (de lo contrario no se entendería que el Espíritu Santo empujase a Jesús al desierto para ser tentado), cuanto de una prueba para calibrar la autenticidad de nuestra fe y para ayudarnos a purificar las motivaciones y crecer como seres humanos e hijos de Dios. Es más una oportunidad que una desgracia.

No es fácil expresar en qué consistieron las tentaciones de Jesús. O, si se prefiere, la tentación que lo acompañó desde el principio hasta el final de su ministerio a modo de contrapunto permanente a su experiencia filial. Lucas se sirve de un género literario en el que, a través de historias muy del gusto oriental, nos transmite un mensaje claro: también Jesús fue puesto a prueba para no sucumbir a una interpretación errónea de su misión. Los occidentales somos muy dados a los conceptos; los orientales prefieren las historias. El escenario elegido (el desierto) y la duración de la prueba (40 días) son un claro guiño a la experiencia del pueblo de Israel en su camino de Egipto a la tierra prometida. También el pueblo atravesó el desierto durante 40 años y tuvo que afrontar pruebas diversas. La diferencia es que, mientras el pueblo sucumbió, Jesús se mantiene erguido. 

Las tres tentaciones constituyen una forma simbólica de expresar la relación con las cosas, con los demás y con Dios. Todos nosotros las experimentamos a lo largo de la vida. La primera, en efecto, consiste en creer que la fe es una varita mágica que nos sirve para provecho propio: convertir las piedras en pan. Es verdad que Jesús hizo milagros, pero nunca para lucrarse, siempre para favorecer y liberar a los más necesitados. La respuesta a la primera tentación la ofrece la misma Palabra de Dios: “No solo de pan vive el hombre” (Dt 8,3). La vida es salud, educación, trabajo, bienestar, etc., pero no es solo eso. Reducir la fe a su capacidad transformadora de la realidad ha sido una tentación muy recurrente en las últimas décadas. Y, como toda tentación, no es fácil desenmascararla porque viene revestida de apariencia de bien. ¿Quién en su sano juicio se va a oponer, por ejemplo, a construir una escuela o un hospital para los pobres? Y, sin embargo, detrás de esta preocupación por los demás se puede esconder el deseo de ser reconocido o aplaudido, la necesidad de autoafirmación, la incapacidad de aceptar el aspecto mistérico de la fe, etc. 

La segunda tentación pone a prueba nuestra relación con las personas. El diablo le promete a Jesús todo el poder y la gloria. Jesús podría haberse servido de sus cualidades para sobresalir, ser famoso, imponerse. No cayó en esa trampa. Entre el amor y el poder, eligió el primero, se convirtió en un mesías-servidor. La tentación de poder recorre la historia humana. No solo afecta a los políticos y los eclesiásticos. Dominar en vez de servir es una tendencia universal. Se da en el seno de las familias y de cualquier relación humana. Haberse inclinado por el poder hubiera significado para Jesús haber entrado en la dinámica de los poderosos de este mundo: injusticias, privilegios, desprecio de los pobres, etc. O sea, haber renunciado a su decisión de anunciar el año de gracia para los más pobres.

La tercera tentación es todavía más sutil: pone a prueba nuestra relación con Dios usando su Palabra como herramienta. Pretende convencernos de que el Dios pretendidamente bueno y fiel no acude nunca a la cita cuando más lo necesitamos. Es la sensación que tenemos cuando atravesamos períodos oscuros en los que Dios parece estar ausente. Jesús, que experimentó esta ausencia en la cruz, no se abandona a la desesperación. Mantuvo su fe hasta el final; por eso salió victorioso.

¿No es este relato un mapa para orientarnos en las intrincadas situaciones de la vida? Todos nosotros estamos expuestos a continuas pruebas. Dios no nos libra de ellas. Algunas han cobrado una gran fuerza en el contexto secularizado en el que vivimos. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado para qué sirve la fe si parece que el mundo va de mal en peor? ¿Cuántas veces hemos dudado de que Dios escucha nuestras súplicas? Lo que le pedimos diariamente a Dios en el Padrenuestro no es que elimine todas las pruebas y dificultades, sino que “no nos deje caer en la tentación”. Y, a renglón seguido, que nos libre del mal. Dios, como buen Padre, nunca dejará que el mal nos destruya, pero permite la tentación porque quiere que purifiquemos nuestras motivaciones, que sepamos por qué creemos, qué no nos hundamos en las dificultades de la vida; en definitiva, que crezcamos como hijos suyos, conscientes y fuertes.   

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