domingo, 31 de marzo de 2019

Me apunto a este Padre

Tras más de doce horas de vuelo desde Madrid, llegué ayer a Buenos Aires a las 8,25 de la mañana. Viajé en un Airbus 350-900. Desde los accidentes de Indonesia y Etiopía, parece que los Boeing inspiran más temor.  El avión se llamaba Museo del Prado. Lo han bautizado así para conmemorar el bicentenario del famoso museo madrileño. Era un avión nuevo de 348 asientos. A mí me tocó junto a dos chicas argentinas que regresaban a su país tras un viaje por Europa. Vi un par de películas españolas (El reino me pareció una denuncia valiente de la corrupción política) y dormí todo lo que pude para compensar la falta de descanso de la noche anterior. El otoño bonaerense es cálido y húmedo. Tras los saludos iniciales, enseguida empecé a preparar la visita a los claretianos de la Provincia de San José del Sur, que comprende Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay. Ayer por la noche, viajé desde Buenos Aires a Chascomús. Esta será la primera comunidad que voy a visitar a lo largo de este IV Domingo de Cuaresma. La Pascua está ya cercana.

En el Evangelio de hoy se lee la famosa parábola del padre misericordioso y los dos hijos pródigos, quizás la más larga, conocida y hermosa de cuantas contó Jesús. Es difícil no estremecerse escuchando este relato. No importa que lo sepamos de memoria. Es un guion perfecto para entender quiénes somos nosotros (a veces, derrochadores e irresponsables como el hijo pequeño; casi siempre, cumplidores y rígidos como el hijo mayor) y, sobre todo, quién es Dios.  En realidad, solo se entiende la fuerza de esta parábola cuando caemos en la cuenta de quiénes son los primeros destinatarios. Lucas lo aclara al comienzo de la narración: “Todos los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a escuchar. Los fariseos y los doctores murmuraban: Éste recibe a pecadores y come con ellos” (Lc 15,1-2). Hay dos grupos: por una parte, los recaudadores y pecadores, que, sin ninguna dificultad, se van a reconocer en la figura de hijo menor; por otra, los fariseos y doctores, que no se van a dar por aludidos cuando Jesús retrate la rigidez y tristeza del hijo mayor. La tensión está servida. A ambos los quiere el padre. A ambos los busca. A ambos les abre la puerta de un nuevo futuro.

Con una parábola así, salida de los mismísimos labios de Jesús, ¿cómo es posible seguir alimentando la idea de un Dios vengativo, enemigo del hombre, al acecho de nuestros fallos, incapaz de celebrar la fiesta de la vida? A veces tengo la impresión de que muchas personas que no creen en Dios o que tienen una imagen muy negativa de Él nunca han escuchado con el corazón este relato. Jesús no puede ser más explícito. En relación con el hijo menor, “estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó”. En relación con el hijo mayor, “su padre salió a rogarle que entrara”. En ambos casos, el Padre toma la iniciativa, atiende a cada uno según su necesidad, es sensible a su situación. Le mueve el amor, no el castigo o el reproche. 

Toda parábola es un espejo en el que vemos aumentados los rasgos de nuestra fisonomía espiritual. Nos pasamos la vida preguntándonos si nos parecemos más al hijo menor o al pequeño. Es probable que de jóvenes encontremos la figura del menor más cercana a nuestros propios desvaríos. De mayores solemos vernos reflejados en el resentido e intransigente hijo mayor. En realidad, importa poco cuál sea nuestro perfil. El mensaje de Jesús nos empuja más allá: quiere que todos, grandes y pequeños, acabemos pareciéndonos al Padre; es decir, que desarrollemos una enorme comprensión hacia todos los seres humanos: los despilfarradores de la fortuna y los que se creen dueños de ella. Feliz domingo.


1 comentario:

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