martes, 26 de marzo de 2019

Apurados, pero no desesperados

El “ángel bueno” vino ayer con una sorpresa bajo sus alas. A las 12 en punto, hora de Roma, la Santa Sede hizo público el nombramiento de mi hermano claretiano Leo Dalmao como nuevo obispo de la prelatura de Isabela, en la isla filipina de Basilan. El padre Leo no es un claretiano más. Es el prefecto general de formación de los misioneros claretianos. Ha recorrido todo el mundo visitando nuestras casas de formación y animando a formadores y formandos. Se sienta a mi derecha en la mesa de consejos del gobierno general. Su despacho está contiguo al mío y su habitación también. Hemos colaborado en los últimos cuatro años en el llamado “tercer proceso de transformación”. Bromeamos a menudo sobre nuestro trabajo conjunto, al que nos referimos siempre en italiano: terzo processo.  Es normal, pues, que mis sentimientos estén un poco alborotados y divididos. Por una parte, siento tristeza. Nos faltaban poco más de dos años para completar el período de nuestro mandato. Tenemos muchos proyectos todavía pendientes. Lo voy a echar de menos: I will miss you, Leo. Por otra, me alegro de que una iglesia pobre y perseguida como la de Basilan reciba a un obispo joven, sereno y con un gran espíritu misionero.

Hoy no es fácil ser obispo. A las obligaciones y responsabilidades propias de este ministerio se añade un desprestigio generalizado y una enorme presión mediática. Algunos obispos de diversas regiones del mundo han sido señalados con el dedo por haber cometido abusos de diverso tipo (sobre todo, sexuales y económicos), haberlos ocultado o haber gestionado mal las crisis provocadas por ellos. Es verdad que hay muchos obispos (en la Iglesia católica se cuentan más de cinco mil) que están entregando su vida por sus comunidades, pero ya se sabe que “el bien no es fotogénico”. Con noticias sobre gente honrada y responsable no se venden periódicos ni se llenan horas de televisión. 

Ser obispo hoy es en muchos casos un pasaporte directo al martirio. Quizás no al martirio cruento, aunque Basilan es una zona muy conflictiva, pero sí a ese otro martirio que consiste en escrutar al pastor hasta el mínimo detalle para tener algo de qué acusarlo y, así, acumular argumentos contra la Iglesia y decretar su rápida desaparición. Mi hermano Leo es consciente de este reto. Sabe en qué mundo vivimos y en qué momento nos encontramos. Ha aceptado el encargo porque se lo ha pedido el papa Francisco. Su vida ha dado un vuelco de la noche a la mañana. Este nombramiento no figuraba en nuestro plan de acción.

Si yo tuviera hoy 18 o 20 años no sé si me arriesgaría a ser sacerdote. Son tiempos difíciles, confusos y desafiantes. En muchos países (sobre todo, en Europa, América y Australia) se vive una fortísima crisis de confianza y credibilidad. Conozco a algunos sacerdotes que ya no se atreven a organizar actividades con niños o jóvenes por miedo a ser acusados de pederastas. Ya empiezan a ser frecuentes los insultos por las calles o en los medios de transporte público. Los comportamientos aberrantes de algunos han extendido una sospecha generalizada sobre todos. Abundan las publicaciones sobre escándalos, complicidades y vidas dobles. Hay escritores y periodistas que están haciendo caja con estas historias tristes y escandalosas. La tentación es bajarse cuanto antes de la barca… o no subirse a ella. Es difícil sentirse tranquilo y seguro cuando parece que las olas están a punto de anegarla. Ha sucedido en otros momentos de la historia, pero este es nuestro momento.

Y, sin embargo, estoy convencido de que hay que aceptar este tiempo de crisis como una verdadera purificación, como una gracia. Ahora no es tiempo de huidas, sino de fidelidades. No hay que esconderse, sino dar la cara.  En otras palabras, es tiempo de martirio; o sea, de testimonio. Lo que la Iglesia no ha sabido hacer a su debido tiempo por propia iniciativa lo está haciendo ahora por la presión externa. Nunca hay que matar al mensajero, por duras que sean las noticias que reporta. Cuanto antes se aborde esta situación, antes se podrá atajar con verdad, justicia y misericordia. Las víctimas necesitan ser escuchadas, respetadas, acompañadas y resarcidas.  Esta es la prioridad. No hay excusa posible. Pero, además, es necesario crear una cultura de la protección de los menores sin caer en extremismos patológicos. También en este punto necesitamos empatía, cordura y serenidad.

Lo normal sería que en estas circunstancias difíciles y dolorosas descendieran mucho las vocaciones al sacerdocio. Y, sin embargo, en algunos países golpeados por la crisis de los abusos sexuales, están creciendo. Parece una paradoja. ¿Cómo se explica esto? Muchos sacerdotes se sienten humillados por las conductas de algunos de sus compañeros. Guardan un respetuoso silencio por respeto a las víctimas y por temor a ser malinterpretados. Renuncian a invitar a los jóvenes a servir a la Iglesia como sacerdotes porque han perdido la alegría de la vocación. Parece que dudan de que valga la pena entregar la vida al Señor en el servicio de la Iglesia. Algunos aguardan a que pase la tormenta antes de salir a la calle. Y, sin embargo, ahora más que nunca, es necesario no esconderse, asumir la responsabilidad, pedir perdón y continuar caminando. La humillación no puede ser fuente de amargura o resentimiento, sino una invitación a la autenticidad y a la humildad. 

Me parece que algunos jóvenes lo han entendido con más agallas que bastantes sacerdotes maduros. Quieren cargar con la cruz de la Iglesia como nuevos cireneos. Es como si se hubieran tatuado en sus carnes las palabras que san Pablo escribe en su carta a los corintios: “Ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que su fuerza superior procede de Dios y no de nosotros. Por todas partes nos aprietan, pero no nos ahogan; estamos apurados, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no aniquilados; siempre transportando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que se manifieste en nuestro cuerpo la vida de Jesús” (2 Cor 4,7-10). La vocación no es un asunto nuestro. Es un don de Dios vertido en pobres vasijas humanas. Las vasijas se pueden quebrar, pero el don siempre estará vivo. 

6 comentarios:

  1. FELICIDADES, por lo que representa de confianza de la Iglesia con los Misioneros Claretianos, este nuevo nombramiento...
    Gracias a ti Gonzalo, por aportar luz en todo este problema que se vive actualmente... Gracias por dar testimonio de tu vocación, gracias por tu firmeza...

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  2. Enhorabuena por lo que respecta a la congregación claretiana. Mi oración por la misión encomendada a ese nuevo Obispo y estupenda tu reflexión.

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  3. Padre Gonzalo: gracias por tan buena y oportuna reflexión. Me alegra mucho la noticia del episcopado del P. Dalmao. Mis oaraciones por él y por la COngregación.

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  4. Un pelin exagerado eso del obispado como pasaporte al martirio. Cada vida y posición tiene su cruz y la vida es dura para todos. No me parece que la de obispos y sacerdotes sea per se más dura que otras

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