jueves, 7 de marzo de 2019

Meditación cuaresmal en Castelgandolfo

Junto con mis compañeros del gobierno general, he pasado dos días en el convento carmelita de San Silvestro, a pocos kilómetros de Roma. Nos ha servido de preparación para las intensas reuniones de consejo que nos aguardan a lo largo del mes de marzo. Las celdas del viejo caserón del siglo XVI parecían siberianas. Se ve que hacía tiempo que nadie las habitaba. Pero hemos sobrevivido. Hace años, cuando los sistemas de calefacción no estaban muy extendidos, nadie se hubiera extrañado. El retiro terminó con una visita a Castelgandolfo, una población de unos 9.000 habitantes encaramada a una altura media de 426 metros sobre el nivel del mar. Allí se encuentra la residencia papal de verano, una especie de Vaticano rural, o de Vaticano 2, como la llamaba san Juan Pablo II, uno de los papas que más la utilizó. No es ahora el momento de narrar la historia de este complejo que, junto con el inmenso parque adyacente, ocupa una extensión de 55 hectáreas, once más que la Ciudad del Vaticano. La primera vez que entré en el palacio fue en septiembre de 2003, cuando san Juan Pablo II nos recibió en audiencia a los participantes en un capítulo general de los claretianos. La gran novedad, desde octubre de 2016, es que se ha abierto al público, no solo el museo, sino también el apartamento papal y, sobre todo, el enorme parque. Fue una decisión del papa Francisco, a quien, por razones que ignoro, no le gusta vivir en este hermoso lugar sobre el lago Albano.

No sabría describir bien lo que sentí ayer recorriendo los salones del palacio y el increíble parque. Tuve dos sensaciones que parecen contradictorias. Por una parte, me gustó conectar con la historia, conocer más detalles del álbum de familia, disfrutar de tanta belleza natural y artística. Por otra, me sentía como fuera de lugar. Mientras visitaba el museo que alberga los retratos de los papas de los últimos siglos, me parecía percibir un abismo entre su opulencia de soberanos pontífices y la pobreza de Jesús de Nazaret a quien seguían y representaban. Pero reconozco que no me escandalicé. Soy muy consciente del peso de la historia y de las distintas maneras de enfocar las cosas. El paso del tiempo nos da perspectiva. Vi la silla gestatoria utilizada por varios pontífices hasta Pablo VI, los uniformes de algunos gentilhombres de la corte pontificia. Todo tenía el olor de otro tiempo, casi de otro mundo. Me gustó ver el despacho usado por los papas y sus colaboradores. Pude entrar en su dormitorio y en su capilla privada. Uno de los guías nos hizo caer en la cuenta de que san Juan Pablo II había dispuesto cambiar la orientación de la cama para poder ver desde ella el cuadro iluminado de la Virgen de Czestochowa que cuelga en una de las paredes de la capilla contigua al dormitorio. El despacho se encuentra en un ángulo del edificio. Desde él se puede contemplar por un lado el lago Albano y, por el otro, el mar Mediterráneo. Es imposible no sentirse inspirado en un lugar como ese.

Aunque el palacio papal es interesante, lo que realmente me impresionó fue el conjunto de parques, jardines y bosques que completan el conjunto. En este complejo se incluye una granja que provee de productos al Vaticano, un helipuerto y una piscina cubierta (mandados construir por san Juan Pablo II) y un sinfín de rincones bellísimos. En realidad, todo se remonta a finales del siglo I cuando el emperador Domiciano mandó construir allí una villa de la que todavía se conservan restos. El recorrido se hace en un vehículo eléctrico conducido por uno de los guías. No se permite descender de él, aunque, de vez en cuando, se hacen paradas para que los turistas puedan admirar los diversos lugares (restos arqueológicos, fuentes, paseos, jardines, monumentos, etc.) y sacar fotos. El guía se limita a indicar qué número hay que marcar en la audioguía para escuchar las explicaciones pertinentes sobre los elementos más interesantes del parque. No he visto en ningún país del mundo un lugar semejante a éste. La combinación de naturaleza, historia y arte produce un efecto cautivador. Entiendo que el papa Francisco no quiera venir aquí porque ha elegido un estilo de vida sencillo. Pero entiendo más todavía que haya querido abrir este recinto a todo el mundo, aunque -en honor a la verdad- el alto precio de la entrada no la hace accesible a todos. Quizás es la única forma de asegurar un mantenimiento tan exquisito como el que se percibe, pero habría que pensar en darle un aire más popular.

Visitando el complejo papal de Castelgandolfo, volví a caer en la cuenta de algo que nos acompañará siempre. La Iglesia es la comunidad de Jesús encarnada en la historia. Tiene un tesoro que la supera (Jesús mismo) y tiene también una contradicción de la que solo al final se librará. Es capaz de generar belleza y solidaridad (como quizá ninguna otra institución en el mundo) y puede convertirse también en una fortaleza alejada de los pobres y de las personas que sufren. En otras palabras: lo que uno ve en la comunidad grande no se diferencia mucho de lo que observa en su propio corazón a escala reducida. Solo una actitud de aceptación compasiva permite dar pasos en la dirección del Evangelio. A veces, una visita turística se convierte, sin pretenderlo, en la primera meditación de Cuaresma. En mi caso fue así. Si algún lector de este Rincón tiene la oportunidad de hacer esta visita, le recomiendo que no la desaproveche. La historia nos enseña mucho cuando nos acercamos a ella desarmados, con el mínimo posible de prejuicios. 

2 comentarios:

  1. Gracias Gonzalo... gracias por toda la información cultural que nos aportas en esta entrada y porque a través de ella, nos conduces a Jesús... Hoy me quedo con: Solo una actitud de aceptación compasiva permite dar pasos en la dirección del Evangelio.
    Gracias por volver a estar ahí.

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  2. Gracias, Padre Gonzalo. Papá Dios le bendiga! Me encanta leerle siempre!

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