jueves, 19 de abril de 2018

Operación Fracaso

Durante los días que estoy pasando en España he oído hablar del éxito que ha tenido el concurso televisivo Operación Triunfo (OT). Llegué a escribir una entrada sobre la fresca interpretación que dos de los concursantes, Alfred y Amaia, hicieron de la conocida canción City of Stars. No tengo nada contra estos chicos alegres y, en general, talentosos y sinceros.

Pero quizás el programa tendría que llamarse OC, Operación Comercial, porque es un limón que se exprime hasta la última gota. Los muchachos sueñan con desarrollar sus talentos y abrirse camino en el mundo de la música. Los promotores se aprovechan de estos sueños y hacen caja. Anoche vi parte del reportaje realizado por el programa Comando Actualidad. Es bonito acercarse a la ilusión de los chicos por darse a conocer y triunfar. ¡Ojo con este peligroso verbo! Es uno de los más conjugados por los jóvenes de todo el mundo. La mayoría quiere triunfar en el deporte, la música, la ciencia, la economía, etc. ¿A cuántos niños no les gustaría ser Leonel Messi o Cristiano Ronaldo?

Confieso que el verbo triunfar no me gusta mucho. Hace bastantes años que mi profesor de psicología me ayudó a distinguir entre tener éxito y triunfar. Tener éxito significa desarrollar al máximo las capacidades que uno tiene y ponerlas al servicio de los demás. Triunfar implica colocarse por encima de los otros. En el éxito hay solidaridad. En el triunfo hay competitividad: unos ganan y otros pierden. En el éxito no hay podios. Cada uno da lo mejor de sí mismo. En el triunfo hay medallas de oro, plata y bronce. El éxito es permanente; el triunfo es efímero y a menudo conduce a grandes frustraciones. Abundan las historias de ídolos caídos, de triunfadores rotos.

La fe cristiana nos empuja a crecer y desarrollarnos, a tener éxito, pero no a cualquier precio y nunca a costa de los demás, sino en compañía. Cuando repaso la vida de algunos triunfadores, caigo en la cuenta del precio inhumano que han tenido que pagar para escalar la cumbre: esfuerzos titánicos (a menudo con riesgos serios para la salud y fuertes desequilibrios emocionales y afectivos), concursos y oposiciones asfixiantes, tratos de favor, dopaje, humillaciones, sobornos…

¿De qué aprovecha ser un triunfador si para llegar a la cumbre ha habido que mentir, machacar y dejar víctimas por el camino? ¿Qué plenitud humana significa un triunfo que tal vez nos coloca por encima de los demás, pero que no implica un verdadero desarrollo de las propias cualidades? El verdadero lema humano no es, como lo presenta cierta publicidad, “Nacidos para triunfar”, sino “Nacidos para amar”. Si el primero anula el segundo, no tiene ningún valor.

Pablo, en la carta a los corintios, lo dice sin pelos en la lengua: “Aunque hable todas las lenguas humanas y angélicas, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo estruendoso” (1 Cor 13,1).

Hoy podríamos versionar este versículo de múltiples maneras: “Aunque tenga una medalla olímpica, dos doctorados y tres masters; aunque hable media docena de lenguas y viaje por todo el mundo; aunque gane veinte mil euros mensuales; aunque tenga una mansión, un deportivo y un yate… si no tengo amor, soy un triunfador que ha fracasado en la competición más importante de todas: la del sentido de la vida”.

Mirando a Jesús, uno lo ve como el representante de la Operación Fracaso (OF). Él no fue un triunfador. Su cabeza no fue cubierta con una corona de laurel (como sucedía con los triunfadores griegos y romanos), sino con una corona de espinas. Su Evangelio no es una Operación Triunfo. A primera vista, todo lo que se propuso acabó en la cruz. Es el gran fracasado de la historia. Su “manual de instrucciones” para conducirnos por la vida no habla de triunfadores, sino de personas sencillas: los pobres, los mansos, los que lloran, los hambrientos, los que trabajan por la paz y la justicia...

Las bienaventuranzas constituyen el reverso de la historia, el programa anti-moda. Por eso quienes aspiran a triunfar no sintonizan con ellas. Las consideran un estorbo, “moral de débiles”, como diría Nietzsche. Quienes, por el contrario, sueñan con poner todas sus cualidades al servicio de un mundo más fraterno encuentran en ellas dirección, estímulo y consuelo.

El papa Francisco, en su reciente exhortación Alegraos y regocijaos, nos recuerda que las Bienaventuranzas son un mensaje a contracorriente: “Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin embargo van muy a contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al contrario, ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo” (GE, 65).  Conviene abrir los ojos y no dejarse seducir por lo que se lleva. Los cristianos no aspiramos a ser triunfitos sino bienaventurados.


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