domingo, 5 de mayo de 2019

Era un día cualquiera

El viernes por la noche llegué a Andacollo, una pequeña ciudad chilena famosa por sus minas de cobre y oro. Desde 1901, los claretianos nos ocupamos del santuario dedicado a Nuestra Señora de Andacollo. No es fácil describir este epicentro de religiosidad popular. El lunes escribiré algo sobre mis impresiones, consciente de que solo se atreve a hacerlo quien conoce poco. Los verdaderos expertos suelen ser muy parcos. 

El relato evangélico de este III Domingo de Pascua es una joya que no siempre sabemos apreciar. Consta de dos partes bien diferenciadas. En la primera, se narra una pesca abundante; en la segunda, Jesús encarga a Pedro el cuidado de su comunidad. Me detengo solo en la primera parte. Como sucede en todas las narraciones del cuarto evangelio, los elementos históricos y teológicos se funden en textos cargados de símbolos. Si queremos entender el pasaje de hoy como un crónica periodística, tendremos que enfrentarnos a varias dificultades. Para empezar, resulta sorprendente que, después de algunas manifestaciones del Resucitado, los discípulos sigan sin reconocerlo. Leyendo el texto, un lector moderno tiene la impresión de que, en realidad, nunca lo han visto antes. Resulta poco convincente que se maravillen de una pesca abundante, cuando Lucas dice que ya habían sido testigos de un acontecimiento parecido (cf. Lc 5,1-11). La pregunta más desconcertante es: ¿qué sentido tiene que Pedro y los otros apóstoles fueran a Galilea para reanudar su vida como pescadores si ya se habían dedicado por completo al anuncio del Evangelio después de la Pascua?

En realidad, la intención del Evangelio de Juan no es contarnos una crónica de lo que sucedió en el pasado, sino hacernos ver cómo el Resucitado se hace presente en la misión de la Iglesia “en un día laborable”, no solo en el momento de la reunión semanal de la comunidad, como veíamos el domingo pasado. Los siete discípulos mencionados simbolizan a toda la comunidad eclesial en su diversidad de tipos y funciones. Jesús no llama solo a los perfectos y bien equipados, sino a todos. La escena sucede en el mar, símbolo del medio hostil. Nuestra misión de “pescadores de hombres” no se realiza en la tranquilidad de un lago en calma, de una sociedad dispuesta a escuchar el mensaje, sino en las contradicciones de la vida cotidiana. Y ahora viene la sorpresa. Cuando queremos realizar nuestra misión valiéndonos solo de nuestras capacidades, programaciones y experiencias, el resultado es una pesca infructuosa. Solo cuando confiamos en la palabra del Maestro (“Sin mí no podéis hacer nada”) se produce un resultado sorprendente: 150 (50x3+3) peces; es decir, todo el mundo. El trabajo se cierra entonces con un “desayuno ecológico”, con el pan gratuito de la Eucaristía unido al pescado fruto del esfuerzo.

¿No ilumina este relato lo que hoy nos está pasando en la Iglesia? Quizás nunca como ahora hemos tenido tantos documentos inspiradores, planes, programaciones, estrategias, etc. Y, sin embargo, tenemos la impresión de que son pocos los que creen en Jesús y se unen a su comunidad. ¿No tendríamos que realizar una “pesca”, una evangelización, menos programática y más basada en una relación personal con Jesús de la que surge una gran confianza en la fuerza soberana de su palabra? ¿No nos hemos convertido muchos evangelizadores en “agentes pastorales” olvidando que lo fundamental es ser “amigos de Jesús”? ¿No hemos creído demasiado en la eficacia de nuestras reuniones, viajes y ONGs, dejando en un segundo plano la relación personal con el verdadero responsable de la “pesca”? Somos libres de hacer lo que nos parezca más adecuado, pero el Evangelio nos señala claramente el camino. Nunca es tarde para reaccionar.

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