miércoles, 29 de mayo de 2019

¡Vaya discursito!

En la primera lectura de la misa de hoy se lee el famoso discurso de Pablo en el Areópago de Atenas. Como no se está dirigiendo a judíos sino a paganos, no invoca la autoridad de las Escrituras. Trata de hacer un discurso “inculturado”, por calificarlo con una expresión de hoy. Hace un esfuerzo por conectar el anuncio del Evangelio con las claves culturales de los griegos. Cuando Lucas pone en labios de Pablo este discurso apologético está mostrando a los lectores de todos los tiempos la necesidad de que la predicación cristiana sintonice siempre con los receptores. No hay un modelo único que se pueda considerar insuperable. Cada época y cada contexto exigen una presentación original. Aunque el discurso paulino es de sobra conocido, lo transcribo literalmente porque no tiene desperdicio: 
«Atenienses, veo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque, paseando y contemplando vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo. “El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene”, siendo como es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por manos humanas, ni lo sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y el aliento, y todo. De uno solo creó el género humano para que habitara la tierra entera, determinando fijamente los tiempos y las fronteras de los lugares que habían de habitar, con el fin de que lo buscasen a él, a ver si, al menos a tientas, lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos; así lo han dicho incluso algunos de vuestros poetas: “Somos estirpe suya”. Por tanto, si somos estirpe de Dios, no debemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Así pues, pasando por alto aquellos tiempos de ignorancia, Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por medio del hombre a quien él ha designado; y ha dado a todos la garantía de esto, resucitándolo de entre los muertos».
Se me ha ocurrido imaginar a Pablo paseando por alguna de nuestras ciudades europeas tras las elecciones del pasado domingo al Parlamento de la Unión. Lo imagino por las calles de Roma, Madrid, París, Londres, Lisboa, Berlín, Bruselas o Estocolmo. Lo veo como un tipo que quiere congraciase con el auditorio pero sin renunciar al anuncio claro del Evangelio. Se comporta como un convencido del diálogo fe-cultura, aunque es consciente de que a muchos no les interesa para nada este planteamiento. Hace décadas que lo consideran obsoleto. Si la fe es todavía algo, es mera cultura. Tal vez sus palabras podrían sonar, más o menos, así:

“Europeos, paseando por vuestras calles asfaltadas, viendo vuestros monumentos, leyendo los mejores libros de vuestra literatura y escuchando las obras maestras de la música, veo que habéis sido un continente marcado por la fe cristiana. Es verdad que ahora vuestras ciudades están llenos de nuevos “templos” llamados estadios de fútbol, cines y teatros, bancos y supermercados, pero eso no borra la huella de vuestro rico pasado. En algunos de esos enormes espacios donde se aglomera la gente me parece haber leído en letras de neón algo así como “Al Dios desconocido”. 

En realidad, en ninguna parte he visto un letrero que diga literalmente esto, pero lo he intuido. ¿Cómo se explica, si no, el interés que ponéis en tantas empresas? ¿No lo hacéis, en el fondo, porque esperáis obtener felicidad y sentido? Pues eso que buscáis con tanto ahínco sin conocerlo es lo que yo quiero anunciaros con humildad. Detrás de todo cuanto existe hay un Dios que es su origen y fundamento. A los más aficionados a la ciencia, os resulta familiar hablar del Big Bang como comienzo de todo. Yo no os hablo simplemente de una explosión de energía, ni de un ser imaginado por la mente humana o creado por la inteligencia artificial. El Dios en quien yo creo no es un super-robot que controla el universo, ni una simple idea creada por los seres humanos necesitados de sentido y protección. Es él, más bien, el que a todos da la vida y el aliento.

Él es el origen y fundamento de todo, incluyendo los seres humanos. Él ha dejado su impronta en todo cuanto existe, sobre todo en nuestro corazón inquieto, de modo que los seres humanos lo busquemos como la cierva busca las corrientes de agua, a ver si, al menos a tientas, lo encontramos. En realidad, él no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos; así lo han dicho muchos científicos, filósofos y artistas: “Somos estirpe suya”.

Por tanto, si somos estirpe de Dios, no debemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Tampoco Dios se puede reducir al dinero, al poder, al fútbol, a la ciencia o al arte. Es verdad que estas realidades nos roban a menudo el corazón, pero no se pueden asimilar a Dios. Así pues, pasando por alto nuestras idolatrías antiguas y modernas, Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan, que crean en él para que tengan vida abundante. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por medio Jesús, su Hijo, a quien yo os anuncio con alegría. La garantía de que no os miento, es que lo ha resucitado de entre los muertos y nos lo ha dado a conocer para que en él encontremos el camino, la verdad y la vida”.

Como sucedió en la Atenas del siglo I, es probable que a muchos hoy este discurso les suene a música celestial; a otros, a disco rayado o al típico sermoncito de curas un poco modernizado. Pero puede que haya algunos que sientan que Dios les toca por dentro. La fe siempre empieza por pocos. También hoy, en el corazón de las grandes ciudades, hay hombres y mujeres que siguen buscando. Cuando sienten que una palabra es autética, portadora de verdad y belleza, la acogen con sencillez y apertura. esta palabra es como una semilla que a su tiempo dará fruto. Nunca hay que perder la esperanza, aunque algunos se rían.

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