martes, 28 de mayo de 2019

Necesitamos sonreír más

En el vuelo de Buenos Aires a Madrid mi compañero de butaca era un varón de unos 40 años, de complexión fuerte y mirada arisca. Ocupaba el lado de la ventanilla. A mí me tocó el pasillo, que siempre es preferible en los vuelos largos y nocturnos. Cuando llegué, él ya estaba arrellenado en su asiento y con unos grandes auriculares en las orejas. Creo que le dije buenas noches, pero no me respondió. No cruzamos una sola palabra en todo el viaje. Ni siquiera una tímida sonrisa. Daba la impresión de que éramos dos mundos completamente extraños. Esto es cada día más frecuente. Cada uno vamos a lo nuestro. Los sistemas de entretenimiento individuales han hecho que en los viajes aéreos nos abstraigamos del entorno y creemos nuestro propio mundo a base de películas, música y juegos. Hace unos pocos años no era así. Todavía me escribo con un ingeniero italiano con el que volé de Roma a Hong Kong hace apenas siete años. Nos pasamos todo el vuelo conversando. Poco faltó para una confesión en toda regla.

Ayer un compañero mío, al regreso de un paseo vespertino por nuestro barrio romano, me dijo que le había llamado mucho la atención no ver a nadie sonriendo. Es como si todos nos hubiéramos vuelto más circunspectos y quizás tristes. Los móviles nos encierran en nuestro pequeño mundo. Las noticias nos abruman. Poco a poco, nos refugiamos en nuestras cuevas. Pasamos sin mirarnos. O quizás incluso sin vernos. Temerosos de entrar en relación, acabamos prisioneros de nuestro solipsismo. Olvidamos que los seres humanos somos “animales sociales”, que no podemos ser felices sin abrirnos a los demás. Creemos que todo irá mejor si escogemos nuestro camino en solitario, pero esa es una vía muerta que conduce al suicidio. Estamos hechos para la relación. Más aún: no somos si no nos relacionamos. En el rostro de los demás aprendemos quiénes somos. Si nadie nos mira ni nos habla acabamos por no saber quiénes somos. Zombis que se desplazan de un lado a otro sin saber muy bien adónde se dirigen o por qué caminan.

Sonreír es el arte de las personas sencillas y felices. Los niños y los ancianos serenos saben sonreír sin forzar una mueca artificial. Es como si la sonrisa fuera la respiración del alma. Están reconciliados con la vida. Ni tienen miedo de ser lo que son. No ven fantasmas por todas partes. No consideran a los demás como enemigos o competidores. Las personas que sonríen afirman la vida sin decir una sola palabra. Más aún: confiesan a Dios como Señor de la vida. Quizás por eso las sociedades secularizadas e incrédulas sonríen menos. Practican el arte de la ironía y aun de la socarronería, pero, poco a poco, van perdiendo la capacidad de sonreír porque solo sonríe quien, en medio de las contradicciones de la vida, sabe que hay un Amor que nos sostiene; por eso, no pierde la esperanza y las ganas de vivir. No sonríe el ingenuo sino el creyente. A veces, lo mejor que podemos hacer para mejorar un poco este mundo nuestro es sonreír desde dentro, dejar que lo mejor de nosotros mismos se escape por la comisura de los labios.

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