viernes, 24 de mayo de 2019

Los rostros de la crisis

Buenos Aires es una gran ciudad autónoma. Esta vez no dispongo de tiempo para visitar las librerías de la calle Corrientes, dar un paseo por Puerto Madero o internamente en el barrio de Caminito. Apuro mis últimas horas en la capital porteña reunido con el gobierno de la Provincia claretiana de San José del Sur. Mientras dialogamos sobre diversos asuntos relacionados con nuestra misión en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, no puedo olvidar la grave crisis económica y social que se vive en Argentina. Muchos ancianos reciben una pensión mínima de 11.000 pesos (unos 218 euros). Con esa cantidad no pueden hacer frente a sus necesidades. Los precios de la “canasta básica” (la cesta de la compra) se han disparado en los últimos meses a un ritmo muy superior al aumento de los salarios. La gente está muy decepcionada con el gobierno de Mauricio Macri, aunque muchos dicen que ahora se está pagando el precio de la mala gestión de los gobiernos anteriores. Cuesta mucho entender cómo un país con superávit comercial vive una crisis de esta magnitud. No soy economista. No puedo, pues, emitir un juicio técnico. Me dicen que, entre los muchos factores crónicos que llevan a una crisis cíclica, está el hecho de que muchos inversionistas sacan sus capitales fuera del país, con lo cual la inversión interna es menor de lo que sería necesario para incentivar la economía.

Sea como fuere, a mí, como misionero, lo que de verdad me interesa son los rostros humanos de la crisis: las numerosas personas “en situación de calle” que viven bajo los puentes de las autopistas que están frente a nuestra casa, las que acuden a los comedores sociales y a los despachos de Cáritas, los ancianos que malviven con 218 euros al mes y que renuncian a seguir medicándose porque la pensión no les alcanza para pagar, siquiera parcialmente, los medicamentos. Ha aumentado el número de suicidios en Argentina. Es un indicador más –quizás el más dramático– de las consecuencias de esta crisis. Mañana se celebrará como fiesta patria la Revolución de mayo. En un laudable ejercicio de autocrítica, hoy ya es posible hablar también del “lado B” de ese acontecimiento histórico que –como sucede con casi todos los hechos fundacionales de los países– tiene más de mito que de realidad. Pasados dos siglos, es posible encararlo de manera más objetiva. Imagino que las víctimas de la crisis no disfrutarán mucho de este “día feriado”. Seguirán luchando por sobrevivir mientras esperan que las elecciones del próximo octubre traigan alguna esperanza, aunque muchos analistas señalan que el año 2020 será todavía peor.

En medio de esta atmósfera pesimista, me llegan las imágenes de la ordenación episcopal de mi antiguo colega en el gobierno general, Leo Dalmao. Esta misma mañana ha sido consagrado obispo en la catedral de Isabela, en la isla filipina de Basilan. Le auguro un fecundo ministerio en una tierra hermosa, pero muy conflictiva. ¡Ojalá pueda hacer honor a su misión de “pontífice” (constructor de puentes) entre los cristianos y los musulmanes! Yo me dispongo a compartir mi informe de 20 folios como fruto de la larga visita a los países del Cono Sur. Mañana, si Dios quiere, emprenderé el viaje de regreso a Roma. Se me agolpan los rostros y nombres de personas a las que he conocido en estos dos meses de “estadía” por estas tierras del sur. Mi lista de amigos en Facebook y mi lista de contactos en WhatsApp han aumentado considerablemente. Pero esto no tiene demasiada importancia. Lo que cuenta es que he tomado conciencia de los muchos hombres y mujeres que se sienten en sintonía con el carisma claretiano y que están contribuyendo a la misión de la Iglesia de múltiples maneras. Este hecho es como una lluvia fresca, esperanzadora, en medio de tantas noticias que invitan al pesimismo. ¡Muchas gracias, amigos!

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